2/21/2005

¡El show debe continuar!

Jessica Zermeño


Nunca recordó si alguna vez tuvo pánico escénico. Sabía de aquellas personas que eran obligadas a salir en los festivales escolares. Vestidos con ridículos disfraces. Pero no era su caso. El primer evento masivo del que tenía memoria -y no gracias a su buena cabeza, sino a la magia de la fotografía-, se veía sonriente, feliz de la exhibición. Al contrario de las otras niñas apenadas a su alrededor. Las experiencias fueron llegando poco a poco. Por lo menos una por año, todos los 10 de mayo.
Fue en 1988, cuando tuvo su primer antagónico en un curso de verano. Montaron en obra, la película “Bailando bajo la lluvia”. Ella era la villana. Y si hay papeles divertidos en el teatro, ¡no hay duda de que son los de los malos!
Usó pelucas, vestidos largos -muchos-, se pintó la boca, los ojos, las pestañas y tuvo su propio micrófono. En fin para una niña de ocho años, eso si que era glamoroso.
Luego tuvo otras experiencias. Le gustaba disfrutar del calor de las luces. De esas que se encienden para sólo iluminarla a ella. De la mirada de un público crítico, amable, distraído, ingenuo, impresionado, asustado, risueño. En fin de todos los que ese día asistieran y se dejarán conquistar.
El primer autógrafo se lo dio a un par de niños, de no más de seis o siete años. Le regalaron una flor que cortaron del jardín y pidieron unas dedicatoria en una hoja de papel. Las lágrimas cayeron, no era algo que esperaba tras una función donde la autocrítica era más cruel que la del director.
Los días en el viejo teatro Enrique Ramírez y Ramírez transcurrieron sin sentir. Las paredes del camerino guardaron las lágrimas, los días de trabajo incansable, los problemas personales entre el grupo, la felicidad tras una función gratificante, las historias de fantasmas y la leyenda de que el escenario decide cuanto tiempo estarás en el. Los mejores aplausos se quedaron ahí, haciendo eco entre las butacas vacías y el escenario que sigue desgastándose por culpa de una gotera. Su energía se quedó atrapada ahí el día que tuvo que abandonar ese rincón de la cultura en la colonia Morelos. Una extraña enfermedad la hizo bajarse del show... Fue duro ver que éste continúo sin ella...

2/14/2005

El Abuelo

Jessica Zermeño

Era una tarde de viernes. de visita en casa de los abuelos. mis hermanas y yo solíamos llevar toda clase de juguetes para divertirnos jugando en la casita de madera, propiedad de todos los nietos.
La tarde transcurría y llegaba la hora de volver a casa. a mi abuelita le gustaba mucho que estuviéramos con ella, así que la tarea de convencimiento para que mi papá nos dejara a dormir comenzaba.
-Andale, mi hijito, déjame a las niñas, vienes por ellas el domingo, decía mi abuelita Raquelito.
Mi papá aceptaba tras nuestra promesa de portarnos bien y cómo no hacerlo, si don Epi , mi abuelo, sí que imponía respeto.
Un hombre muy alto, fuerte, de carácter menos tierno que el de la abuela; siempre serio. a veces preocupado.
Por las noches solíamos hacer muchas travesuras en la recamara. La tentación de ver dos camas individuales era irresistible. Brincábamos de un lado a otro, siempre en silencio. Alguna de nosotras se quedaba en la puerta para vigilar que don Epi no llegara.
Hace poco estuve de regreso. Han pasado mas de 15 años desde aquellos días. Don Epi ya no me aterroriza, aunque sigue siendo el mismo tipo alto y fuerte que promete darme un par de nalgadas si me porto mal.

Todavía, y qué mejor

Carlos Alberto Patiño

Los celulares son un problema. Tienen proclividad a perderse, pero, sobre todo, a ser robados. Yo he tenido varios. Unos se han ido en manos de asaltantes y otros se han caído, sin avisar, en taxis, calles y avenidas.
Mi hija pequeña ha sido despojada de todos los teléfonos que le he regalado, como lo fue la mayor, en un secuestro exprés, del aparato que con muchos esfuerzos se compró. Mi pareja, mujer cuidadosa por naturaleza, tuvo que entregar el suyo con el persuasivo argumento de un cañón de pistola.
Amigos tengo que los han olvidado en cantinas, otros los han cedido a mujeres efímeras, nada más por mantener la ilusión de reencontrarlas.
Eso pasa con estos adminículos tecnológicos.
Pero mi última experiencia con la pérdida de celulares tuvo un desenlace inverosímil.
Apuesto a que no me lo van a creer, pero así sucedió.
Tomé un taxi. No me gustó la forma en la que el taxímetro contabilizaba el servicio, y se lo dije al chofer.
Me bajé de mal humor, por sentirme abusado. Subí los cinco pisos que separan mi alojamiento del nivel de la calle. Y, al empezar a despojarme de los objetos cotidianos me di cuenta de que no traía el teléfono.
Se lo dije a mi pareja. Ella de inmediato marcó el número. No obtuvo respuesta, pero sí un dato. El celular no estaba apagado. Lo volvió a intentar, y le contestó el taxista. Sí, el teléfono era de su último cliente. Sí. Estaba dispuesto a devolverlo.
Le pagué el costo de la dejada para traerlo. Le agradecí con profusión la entrega. Me arrepentí de mis reclamos por la tarifa. Y me quedé sorprendido.
En esta ciudad... Todavía hay gente honrada.
Y qué mejor.

2/03/2005

El gran Melquíades

Carlos Alberto Patiño

Melquíades trabajaba en una cerrajería. Era buenísimo en su oficio, ninguna chapa se le resistía.
Tal era su fama, que los bomberos acudían con frecuencia a él para abrir las puertas de viviendas que se incendiaban.
Eso le valió el reconocimiento de propietarios que le agradecían haber evitado mayores daños por la rapidez con la que permitía el paso de los rescatadores y por salvar la puerta de recibir un buen hachazo.
El dueño de la cerrajería, don Pepe, estaba muy orgulloso de su empleado. En ratos de ocio, competían por ver quién resolvía con más velocidad el acertijo de una cerradura.
Incluso lo vi lidiar con una caja fuerte.
Todo de maravilla, hasta que llegó el día de su gran vergüenza, el oprobio de un fracaso.
Llegó un automovilista al local para solicitar que se arreglara la chapa de la portezuela. Melquíades tomó su herramienta y ofreció tener resuelto el problema en breve lapso. El conductor le respondió que no había prisa, pues debía realizar algunas diligencias.
Volvió a las dos horas, solo para encontrar al cerrajero atribulado frente al auto.
-¿Qué pasó? ¿Todavía no está lista?
-Híjole, respondió, no puedo abrir la chapa...
El dueño del vehículo soltó una sonora carcajada.
-¿Pues no que eras muy bueno en esta chamba? Resultaste bastante tarugo. Fíjate cómo la abro yo para que aprendas.
El hombre estiró la mano y quitó un lazo que amarraba la portezuela por el poste de la ventanilla.
-Anda, quítala y arréglala... Y para la próxima vez fíjate bien.
Melquíades no sabía dónde esconderse durante las siguientes semanas. Todo el vecindario se enteró de su ridículo.