1/25/2005

Una planta con abolengo

Carlos Alberto Patiño

Le decimos La Abuela, porque nadie nos pudo dar el nombre de la especie. La denominación proviene de su origen: Fue precisamente mi abuela que me dio el primer brote que tuve.
Eso ocurrió hace casi un cuarto d siglo, y, ahora mismo, tengo una de esas plantas en mi escritorio. Es una noble representante del reino vegetal, pues sus descendientes han llegado a todos lo miembros de mi familia y hasta han retornado a mis manos.
Su peculiar sistema de reproducción ha propiciado el ir venir de esta planta. Cuando la raíz topa con el fondo de la maceta, se curva y empieza a buscar la superficie; al alcanzarla, se convierte en un retoño, que, a su vez, empieza a alargar su raíz, con la consecuente proliferación de vástagos. Así he logrado conservar el legado de mi abuela por generaciones.
En alguna época de descuido, perdí el último ejemplar que tenía. La solución fue sencilla. Le pedí a mi madre una de las suyas, por supuesto, heredera de la que yo le di.
Mis hijas tienen ya sus propios cultivos de abuelas.
Fuera de la familia también hay poseedores de ejemplares. Las he regalado a personas que saben que ser elegidos para adoptar la planta es una señal de lo importante que son para mí.
La última la recibió una personita que acaba de estrenar casa.
La próxima está por ocupar un espacio en una importante oficina de este diario.
Así de lejos ha llegado La Abuela. Y sólo es una plantita como las que llenan los corredores de las vecindades de nuestra ciudad.

María, es obvio

Carlos Alberto Patiño

Era guapa, sin duda. Fue la secretaria de uno de los lugares donde trabajé. Tenía unos muslos capaces de hacer olvidar a cualquiera las faltas de ortografía que llenaban sus escritos.
Era bella y deliciosamente ignorante.
Estaba enamorada de su maestro de Conalep. Esas cosas pasan, aunque luego se nieguen o generen demandas.
Ella no tenía tantos problemas. Ahora, el hijo de mi mejor secretaria y de su prof debe ser un adolescente. En fin...
María tenía una larga lista de admiradores, dispuestos a revisarle los memos, a darle un masaje en el tobillo cuando se lo falseaba, o si estaba tensa, en el cuello.
La historia de siempre. Una chica guapa y un montón de tipos prestos a ayudarla, no sin otros intereses.
Pero como yo soy ingenuo, según me han dicho, no sé qué buscaba ese clan de seguidores.
María me dio una lección.
Dura, fuerte.
Me hizo ver algo que quienes ejercemos el oficio de la información no debemos olvidar.
Nuestros lectores no piensan como nosotros. Los periodistas que queremos revelar la verdadera verdad, tenemos que esforzarnos por entender los intereses y procesos de nuestros lectores.
Todo esto quiere decir que nunca debemos de dar por supuesto que lo que nos parece obvio, lo es para todos.
Un día, María no llegó a trabajar. Y hacía falta mandar un fax.
Entonces eso era una novedad. Y nadie sabia usar ese aparato del demonio. Buscamos el manual en el archivo. Buscamos y buscamos... En fin, lo resolvimos.
Al día siguiente le pregunte, Mari, ¿dónde está archivado el instructivo del fax? Nunca lo pude encontrar.
M e respondió con un candor envidiable. Pues en la “R”. ¿En la “R”?, me pregunté.
Claro, dijo la hermosa.. En la “R”
¿El fax en la “R”?, volví a preguntar
Es obvio, dijo, la fresca Mari. En la “R “ de Relacionado con el fax., dónde más, comentó.
Pues sí, era obvio, ¿verdad?
Cómo no me di cuenta, Mari.

Que no te la quiten

Carlos Alberto Patiño

Que no te la quiten. Camínala, conócela a pie. Abandona el auto y mira tu ciudad, ésa de la que quieren despojarnos.
No permitas que la delincuencia y los políticos te marginen de las calles. Gánaselas de nuevo, haz tuyo el pavimento, vive la riqueza de la arquitectura, recupera tus espacios.
De casa en casa, por los parques, en las esquinas, avanza con el deleite de transitar por un rumbo que te pertenece. Rescata el antiguo placer de los paseos. Aprende de tu urbe para que sea de nuevo tuya.
No dejes que el miedo te paralice. Defiende tu derecho a poseerla.
Por eso debes salir y recorrerla. Nunca te será propia si no la conoces en sus detalles. Descubre sus rincones mágicos, paladea el estilo de sus construcciones, hazte transeúnte de sus barrios.
Tampoco evadas tus responsabilidades. Tienes que cuidarla, como hacemos con nuestros seres queridos. Respeta sus paredes, mantenla limpia, conserva el agua.
No desesperes si un día cualquiera se remece. Está en su condición femenina estremecerse. Son sus llamados a nuestra conciencia y deben despertar nuestros impulsos solidarios.
Enarbola el privilegio de vivir aquí para acotar a los demagogos. Sólo si reivindicamos nuestra propiedad sobre ella, lograremos rechazar a quienes pretenden secuestrarla.
Y, ante todo, ámala. Sólo así se lograrás que se te entregue.

No arrojen piedras

Carlos Alberto Patiño

El muchacho corrió hacia el tranvía para dar un salto y colgarse en la parte trasera del vehículo. Es lo que se conocía como viajar de mosca.
Así se ahorraba los pocos centavos que costaba el viaje. La proeza de encaramarse en el armatoste, no era sencilla, pues siempre era probable la caída al arroyo con el consiguiente riesgo de ser atropellado por algún fotingo, de los que circulaban por las calles de la entonces muy ingenua ciudad de México.
Quizá deba aclarar qué es un tranvía, pues no todos los conocieron en funciones. Eran transportes pesados, como los trolebuses, pero que tenían ruedas de fierro y avanzaban sobre rieles.
Los hubo eléctricos. De ésos aún se puede observar el frente de un par, uno en la entrada de un bar que se llama Sixties, y otro en un antro que ocupa lo que fue la planta de electricidad de la esquina de Félix Parra y Río Mixcoac. No sé porqué este tipo de lugares gusta de los tranvías para su decoración. En fin, así algún espíritu curioso puede darse la idea de lo que eran estos carromatos.
Pero antes, en las primeras décadas del siglo xx, los tranvías eran de mulitas, y es en este tipo de transporte es en que se trepó nuestro personaje.
A las pocas cuadras del trayecto, sintió algunos golpecillos en la nuca. Volteó a ver quién le lanzaba piedras, pero nada. Siguió su viaje gratuito, pero de nuevo lo importunaron los golpes. ¡No avienten piedras!, gritó y volvió a acomodarse. Otra vez los golpecillos. Ahora sí, ya enojado, cambió de posición para descubrir al impertinente agresor. Nada ni nadie a la vista. Ya estaba por decidirse a bajar, cuando Zas, ahora el impacto fue en el rostro. Dolió, pero así pudo descubrir que no era ningún petimetre quien lo agredía.
Se trataba la punta del látigo del conductor, quien en su afán de imprimir velocidad a las mulas extendía con vigor y en toda su longitud el instrumento. Era un riesgo más del viaje de mosca en tranvía.

Mis cafecitos

Carlos Alberto Patiño

Vago y aficionado al café, como soy, a lo largo de los años he coleccionado una serie de cafecitos donde ejerzo la lectura o la buena charla. Les contaré de tres de ellos.
El primero es, sin duda, Café y Enanos de Tapanco, en la colonia Roma. Además de servir un muy buen exprés, el lugar se ufana de su café Tapanco, un capuchino aderezado con cocoa. Los bebedores de otros líquidos pueden encontrar una buena taza de chocolate preparado en batidor.
La carta incluye vinos chilenos y, lamentablemente, de California Los primeros cazan muy bien con la focaccia de jamón serrano. Los Enanos, como lo conocemos los amigos, también es galería. Los viernes hay grupos musicales. En fin de semana presentan obras de teatro, el domingo hay noche de tango. Y todos los martes a las 9 de la noche, desde hace 10 años, hay sesiones de cuenta cuentos. Vale la pena darse una vuelta por ahí. Está en la esquina de Orizaba y Querétaro.
Si caminamos por Orizaba hacia el norte, frente a la Plaza Luis Cabrera, está Non solo panini. La especialidad son los emparedados italianos. Yo recomiendo el de jamón serrano y el de salmón. Aquí también hay vinos chilenos aceptables y un italiano espumoso, el Lambrusco. Se pasa uno muy buenos ratos en las mesas exteriores con vista a la fuente.
Salgamos de la Roma, ahora vamos a la colonia Juárez. En Nápoles y Liverpool está el Gabys, un café de tradición. Aquí, además de tomar café, vale la pena observar la colección de cafeteras antiguas que adornan el lugar. También hay que mirar las caricaturas que moneros asiduos han dejado en las paredes.
Se me quedan muchos en el tintero, como un par más de la Roma, alguno en la Condesa y otro en Coyoacán. Ya les contaré.

Brotó una alberca

Carlos Alberto Patiño

En la parte de atrás de la casa. Bueno no exactamente, pues hay que tomar en cuenta una manzana de casas y una avenida de por medio. Ahí brotó una alberca.
El terreno era un gran campo donde había canchas de futbol, básquetbol, voleibol y una para un deporte que sólo ahí he visto practicar.
Era un juego llamado pelota mixteca, que deriva del juego de pelota prehispánico. Cuatro jugadores, ya no recuerdo bien, provistos con coderas, rodilleras y espinilleras de cuero golpeaban una bola de hule o de cuero, un poco mayor que una pelota de softbol. La idea era enviarla al lado de la cancha enemiga, como en el tenis. No, no había el aro de piedra que relatan las crónicas ni culminaba el encuentro con un sacrificio humano. Si acaso una mentada y luego a buscar un lugar para una buena ronda de cervezas.
Yo acudía a esos terrenos a volar papalotes.
Un día amaneció cerrado el deportivo. Solo se veía el ingreso de camiones, maquinaria y obreros. Desde una ventana de mi casa alcanzaba a ver como excavaban y excavaban. Ni idea tenía yo, entonces púber, de lo que ahí se construía.
La obra llegó a la fase del techo, se podía observar una serie de tambos que colgaban de las varillas de lo que sería el techo. Años después supe que esos botes estaban llenos de concreto y que era una innovación de la ingeniería mexicana para lograr la curvatura que el diseño del techo requería.
Luego, gran inauguración con asistencia del Presidente y toda la parafernalia.
Era la Alberca Olímpica Francisco Márquez. Ahí, México consiguió tres medallas olímpicas, dos en natación y luego en clavados.
También yo gané una medalla en esa alberca. Fue mucho después de la olimpiada de 1968. Pero eso ya es otra historia.

Ovalo Infinito

Carlos Alberto Patiño

Caminar. Eso es lo que hacíamos muchas tardes, cuando las tareas no abundaban, los amigos preferían ver la tele y no juntábamos lo suficiente para el café.
Además, Roger tenía -y mantiene- una manía ambulatoria inagotable.
Así que enfilábamos sin un destino preciso. Sólo recorriendo calles, charlando y conociendo la ciudad a pie.
Un día, nuestra marcha nos llevó a los rumbos de la Condesa. Ese fue mi primer contacto con el Art Decó. Aun ignorando las cualidades de ese estilo, la fuerza de la geometría arquitectónica me maravilló.
Comentábamos las formas de éste o aquél edificio, cuando derivamos a una calle con camellón. Infatigable, como digo que es el Roger, mi hizo seguirlo por esa ruta.
Entre la plática, algunos altos para ver detalles de las construcciones y, por supuesto, las miradas a las chicas que paseaban por la avenida, pasamos un largo rato.
De pronto, nos dimos cuenta de que las casas se nos hacían familiares. Una chica de pelo rizado dividido en coletas, asomada a la ventana, que ya había provocado nuestros comentarios, confirmó que caminábamos en círculo, como los exploradores perdidos en los bosques. Sin embargo, ¡estábamos en plena ciudad de México!
Años después supe que la avenida seguía el trazo de lo que fue la pista del Hipódromo que ahí hubo.
Para Roger, fue un hallazgo apoteótico que colmaba con creces sus afanes de andarín.
Era inevitable. La siguiente ocasión que nos encontramos sin deberes urgentes, ni siquiera hubo que preguntarnos a dónde iríamos.
Nos aguardaba el óvalo infinito de la calle de Amsterdam.

La Burbu

Carlos Alberto Patiño

Después de la media noche. Antes, como que no, como que es otro sitio, otro ambiente.
Por eso acomoda a los noctámbulos extremos.
Es La Burbu, antro –en el sentido antiguo y genuino del término- en el que las bebidas, pero especialmente la cubetas de cerveza, llegan acompañadas de la música de la banda que lidera El Guarapo.
La Burbu es heredera de otro par de tugurios, el Bull Pen y el Jacalito, que devinieron en lugares de moda hará unos tres años y que sucumbieron a los rigores y escrúpulos del perredismo gobernante.
No todos los parroquianos de aquellas cantinuchas lograron aclientarse a La Burbu, pero quedaron suficientes periodistas, fotógrafos, intelectuales de esos de mezclillas y rones, y una parvada de muchachitos y muchachitas despistados, pero bebedores.
El repertorio musical del grupo de El Guarapo, se sostiene, sobre todo, con añoranzas de Deep Purple, Sangre, sudor y lágrimas y Chicago, aunque a ratos se deja oír alguna salsita o rolitas de la ola del rock en español.
El lugar cierra formalmente a las tres de la mañana o un poquito después. No mucho, debo aclarar, no sea que las autoridades quieran verificar qué tanto es tantito.
Abren de miércoles a sábado, pero, de veras, si algún vago de la noche desea asistir, lo mejor será que lo haga en viernes, después de la media noche, por supuesto.


La primera vez

Crónicas al vuelo


Carlos Alberto Patiño


Era un gran acontecimiento. Para todos, esa primera vez era una especie de ritual. Claro, eran otros tiempos. La emoción con la que los capitalinos concurríamos a conocer el Metro era muy especial.
Durante dos años habíamos observado las excavaciones y en las pláticas todo mundo se preguntaba cómo sería eso de viajar en un tren eléctrico subterráneo. Algunos auguraban descarrilamientos, choques y hasta centenares de asfixiados en los túneles cuando los convoyes quedaran detenidos a la mitad de su trayecto por falta de energía.
Esos eran los pesimistas, pero los demás estábamos emocionados y hasta un poco orgullosos de que nuestra ciudad tuviera un Metro.
Esa primera vez compré mi planilla de boletos en una tienda cercana a la estación Salto del Agua. Entonces los boletos se vendían en los comercios para evitar las colas en las taquillas. Mi previsión resultó innecesaria. Era poca la gente que a las 10:00 de la mañana usaba el servicio, y eso que ya había pasado una semana de la inauguración.
Dudé hacía dónde ir. Tampoco había mucho para escoger. O a Zaragoza o a Chapultepec. Ese era el único recorrido.
Ver entrar a la estación un tren, limpio, silencioso, nuevecito, fue una gran experiencia. Y luego la precisión con la que se abrían las puertas y el sonido que alerta del cierre me dejaron sorprendido.
Casi todos los que íbamos en el vagón lo hacíamos como un paseo. Era la novedad la que nos llevaba a abordar el transporte. Además, las conductas también eran nuevas. Había un dejo de solemnidad generalizada. De alguna manera sentíamos que no podíamos comportarnos igual que en un simple camión. Teníamos que ser corteses y parecer civilizados.
La experiencia fue corta, así que había que repetirla. Pasé por el torniquete (todavía no sabía que podía cambiar de sentido sin salir de la estación) y busque la entrada para ir a Zaragoza.
Diez vueltas después, ya me sentía yo un experto. Y estaba dispuestísimo a viajar toda la semana de un extremo a otro de la línea.
Ahora, siempre que puedo, evito el Metro.

¿Golpe de suerte?

Jessica Zermeño

Pasaban de las dos de la tarde. Iba de regreso al trabajo. Entre a la estación del metro Zócalo. Por la línea dos. Me sentía mal. El frío había hecho que el virus de la gripa me invadiera. Era indiferente a los cientos de usuarios del metro. Casi podría decir que caminaba en “automático”. Porque tenía que hacerlo.
Fue entonces cuando un hombre, como de 50 años, llamó mi atención. Me percaté que recogió algo del suelo. Me enseñó un fajo de billetes de cincuenta pesos. No me importó. El hombre caminó cerca de mí. Comentaba de la suerte que había tenido de encontrarse ese dinero. La gripa ni me dejó pensar en que sí había tenido suerte. Él siguió hablando de la necesidad económica que tenía y me dijo “pensé que le diría a la señora de rojo que se le cayó”. Pues no, ni me fijé.
Entonces me detuvo antes de acercarme al vagón del metro. Me dijo que nos podíamos repartir el dinero. No entendí por qué si tenía tanta necesidad, quería dividirlo. En eso, una señora vestida de rojo se acercó. Nos preguntó sí habíamos visto su dinero. Él se aproximó a mí. Me abrazó. Eso hizo que despertarán mis sentidos. Fui acorralada por la señora y él.
Me quité del lado del señor, quedando de espaldas a las vías del metro. Lo que me causó más temor.
La mujer pedía que le mostráramos nuestros billetes. El hombre sacó unos. Ella los olió y descubrió que no eran de ella –vaya forma de reconocer sus ahorros-. Tocó mi turno de mostrar mis billetes. Le enseñé el dinero que traía en la bolsa de mi pantalón. Sólo unas monedas. Exigió ver los billetes. Le dije que no traía. Sin más, el hombre le regresó el fajo de cincuenta pesos y se perdieron entre la gente. No lo entendí.
Pensé que todo podía ser una broma. Pero no. Estuve a punto de ser asaltada por un golpe de “suerte”.

Cosas de hombres

Jessica Zermeño

Era un día solitario. Silencio. De esos que se antojan para ser independiente. Por lo menos de los hombres. De esos que suelen ser machos. Muy, pero muy machos. Había que demostrar que no se les necesita. De vez en cuando ¿no?
Serían las once de la mañana. El desayuno estuvo bien. Con musiquita de fondo. Y algunos chismes pendientes que contar. De pronto, el nuevo mueble, de ármelo usted solo –si puede-, fue el blanco perfecto.
Por lo menos tres hombres se habían rehusado a unir sus piezas. Por flojera. Conflictos de entendimiento entre instructivo versus hombre. O la poca habilidad que sus manos poseen para clavar y atornillar.
Dicen que eso es cosa de hombres. Eso dice Fabiola. En fin, el desayuno proporcionó los suficientes nutrientes para empezar el desafío de fuerza, destreza y habilidad.
Sacamos pues las rectangulares tablas. Los tornillos de cinco tamaños diferentes. Clavos y unas cosas raras que evitarían que el mueble se raspara. El vecino “Inti” prestó sus herramientas.
Comenzaron con mucho optimismo. El instructivo era fácil. Todo se comprendía. Lo difícil fue pelear con los tornillos para que embonaran y entraran muy bien. Al principio el intento de librero no podía mantenerse. Se ladeaba. Parecía muy frágil a pesar de ser de madera. Algo no estaba bien. La fuerza no era la suficiente como para apretar perfectamente entre tabla y tabla con los tornillos.
No importó. Continuaron algo más estresadas. Lo más divertido fueron los clavitos. Como sólo había un martillo, se las ingeniaron con el tacón de un zapato. Quién dijo que los altísimos tacones cuadrados no servirían para algo más. En fin, al cabo de una hora y quince minutos el mueble estaba de pie. La gran misión había terminado. Sólo quedaba un pequeño inconveniente. Aún había otro mueble por armar y pocas ganas de volver a retomar la misión. así que al unísono se dejó escuchar: “Que lo armen ellos, los novios. Son cosas de hombres ¿no?”.

Cascarita

Carlos Alberto Patiño

Es la pasión deportiva en su expresión mayor. Aquí, en la cancha de asfalto, se evidencia el difundidísimo gusto por el futbol.
Porque se necesita ser un verdadero fanático de este juego para practicarlo a media noche en las calles de la colonia Roma.
La hora contribuye a que sena mínimas las interrupciones por el tráfico vehicular, pero no se está exento de riesgos. Sobre todo cuando los partidos se realizan en fin de semana. Las calles del rumbo también incitan a los schumacher locales, así que los futbolistas tienen que correr con un ojo al balón, otro a los contrincantes y otro más (¡otro!, bueno, hace falta) a los automóviles.
Nada detiene a los deportistas. Los he visto perseguir el gol incluso en noches de llovizna, he presenciado sus afanes por dominar la bola en noches gélidas y he sido testigo de encuentros en las más cálidas jornadas veraniegas.
Eso sí, todo cuidando las formas debidas. No importa que el juego se desarrolle en el pavimento de Guanajuato, entre Mérida y Córdoba. Ni que la hora y la iluminación dificulte la presencia de espectadores.
Más de uno de los practicantes del ritual de la pelota se presentan ataviado como marca el canon. Shorts o, las más de las veces, bermudas, tenis y la camiseta del equipo favorito, aunque eso provoque que en el mismo bando se encuentren las insignias de los más acérrimos rivales.
Gladiadores de la noche, épicos atletas callejeros, los futbolistas de mi colonia sí que saben degustar los placeres de una cascarita.

Otra de fantasmas

Jessica Zermeño

Debo reconocerlo, siempre he sido muy miedosa. Pero eso de los fantasmas me divierte. Despierta mi curiosidad. A lo largo de más de veinte años ni una experiencia fantasmal. Así que sólo me emocionaba con las anécdotas de mis amistades. Y yo sin historia.
En fin, al igual que los gatos que se erizan de la nada, mi más cercana vivencia estaba relacionada con los aullidos ensordecedores de la Rojita –mi perrita-, esa tipa si que era de lo más receptiva. Lo raro y hasta cierto punto mágico, es que siempre ocurría en la sala. Entre las doce y dos de la mañana. Y cerca del retrato de mi abuelita.
La Rojita observaba insistentemente hacia la nada. Seguía algo, no sé qué. Y de pronto los ladridos.
El ambiente, a pesar de la locura de la Rojita, se sentía cálido. Me gusta pensar que mi abuela solía visitarme en esas noches de insomnio. Como cuando solía contarme historias. Aún sigo esperando que se haga presente, pero un día que la Rojita no esté cerca para evitar el escándalo.
¡Ah!, pero ese no fue el mejor acercamiento con el más allá. Hace tres meses me cambie de casa. Desde que llegamos, Fabys y yo sentimos cosas raras. Cómo que alguien está detrás de nosotras. Pero nunca hay nadie. Esa es una interesante sensación. O que nos suben y bajan el volumen de la grabadora.
Una noche, arreglando un bellísimo arreglo de flores, se me fue el tiempo. Eran casi las doce de la noche. Terminaba de recoger las hojas que cayeron. Mientras barría, claramente vi pasar unos pies del baño a la recámara de Fabiola.
Por un momento me dio miedo. Un ladrón, pensé. Poco a poco me acerqué para verificar que no podía haber nadie. El departamento es un huevito y ya lo había recorrido varias veces. Con fascinación, descubrí que no había nadie. Era el fantasma. Me había sorprendido. Eso fue divertido. Verlo por unos minutos. Sólo por unos minutos, porque se imaginan que hubiera hecho si al entrar a la recámara el espíritu estuviera ahí. ¡No! Mejor no lo imaginemos, eso si estaría de miedo.

Líquido embriagador

Carlos Alberto Patiño

¡Qué borrachera! ¡Que bárbaro, cómo bebimos! ¡Qué fiestecita de antología!
Con estas exclamaciones comienza otra historia del Roger, el amigo con manías andarinas del que ya les había contado. Pero ahora nada tienen qué hacer aquí esos vericuetos ambulatorios. No. El relato se refiere a otra de sus habilidades.
La reunión que provocó los efusivos comentarios que encabezan esta Crónica al vuelo discurría en un departamento de estudiantes. El motivo pudo ser cualquiera. En ese lugar y en esa época, no hacían falta muchos pretextos para emprender una reunión alcohólico-musical.
El problema, como siempre en esa época y en ese lugar, eran las provisiones. Sobre todo las graduadas por Gay-Lussac. En fin, mediante una solidaria cooperacha, con un ratillo de taloneo, el buen uso de la retórica con algún padre despistado... Se podía asegurar la francachela.
Se había llegado al punto donde aparecen guitarras, maracas, calves y otra parafernalia. Se entonaban ya baladas, boleros y otros cánticos, cuando desde la cocina, Roger, que fungía como barman, me llamó.
Hay un problema, me dijo. La última botella que quedaba era esta de vodka. Y cómo ves, con este último chorrito me acabo de preparar un trago.
Esto ya valió, dije. Creo que ya no juntamos para la otra. Chin.., apenas se estaba poniendo bueno.
Mmm..., murmuró. Creo que todavía puede hacerse algo.
Regresé a la sala un poco desilusionado, cuando vi que uno de los asistentes se dirigía a la cocina. Regresó con un vaso bien servido en la mano. Luego, pasó otro y otro... El desfile de rondas dio para llegar a la madrugada.
Intrigado, fui a indagar de dónde había salido la veta de alcohol que prodigaba mi amigo.
¿Oíste hablar de la trasmutación del agua en vino?, me preguntó. Pues más o menos, explicaba, mientras rellenaba la botella de vodka en la llave del fregadero, pera luego verterla en los vasos a los que añadía agua quinada.
Fue una de las peores borracheras psicológicas que he presenciado. Sólo espero que ninguno de aquellos contertulios reconozca esta historia. Por el bien de Roger.

De fantasmas

Carlos Alberto Patiño

Ya se nos acerca el Día de Muertos. Ya se organizan los halloween . El ambiente es propicio para hablar de fantasmas. Yo, escéptico como soy, no creo. Pero como dicen por ahí de las brujas, no existen, pero de que las hay, las hay.
Alguna vez, y ya les contaré la historia de una casa donde se aparecía “El Ingeniero”, me tocó estar cerca de esas experiencias, pero de constarme, nada.
Ahora les adelantaré un relato. Y espero que los colaboradores de Crónicas al vuelo aporten lo suyo. Sobre todo esa reportera, asidua de este espacio, que padece ratones y fantasmas en su casa.
El asunto es muy simple. Al gato del hogar, de vez en vez, se le eriza la pelambre. Así, nada más, sin que nadie sepa el porqué. Los amigos, de pensamiento mágico, como lo somos algunos, lo atribuyen a la percepción que los animales tienen sobre los espíritus errantes. Vale.
Esto se nos atraviesa con la tecnología. El hecho es que mi servicio de Internet empezó a fallar. Las direcciones no respondían. Cualquier consulta terminaba con un corte de enlace. Llame al proveedor. Me quejé con amargura, y, un montón de comunicados después, me dijo que, quizá era la línea.
La reporté, y ese mismo día llegó el técnico con un aparato sorprendente.
Seguía el cableado por las puras señales magnéticas. Apenas lo prendió y me dijo que la instalación eléctrica era un desastre. Todo estaba lleno de interferencias. Y el gato, perceptivo como es, se inquietaba por las señales.
Y luego, con toda la seguridad que le daba el conocimiento técnico, me dijo que en muchísimas casas, el cableado estaba tan mal, que la mayor parte de las cosas raras que ocurrían en los hogares, no son fantasmas, sino problemas de la instalación eléctrica, con los consecuentes campos magnéticos.
Ahí se los dejo a los creyentes de lo paranormal.
El hombre apagó su aparato. Me dijo que cambiando los cables, todo volvería a funcionar.
Y así fue.Aunque el gato no ha dejado de erizarse.

Vivienda ideal

Jessica Zermeño

No era la típica familia mexicana. Aquella que podía sentarse a la mesa a platicar de las tareas escolares, de los problemas en la empresa y mucho menos de las próximas vacaciones de diciembre.
Su vida era errante. Un día fueron sorprendidos por la lluvia bajo el cobertizo de un local clausurado. El amplio techo de la entrada los protegió esa noche.
Desde ese día descubrieron un buen sitio donde vivir. Poco a poco fueron acondicionando el lugar.
El padre consiguió algunos costales. Entre las sobras de las cajas que generaba un centro de autoservicio recolectó grandes piezas de cartón que sirvieron para tener más intimidad en la nueva casa.
La madre se encargó de mantener limpio y acogedor el pequeño espacio bajo el cobertizo del inmueble.
Se volvieron personas muy trabajadoras en el semáforo de la esquina. La famosa casita de costal había tenido tal éxito que hasta visitas sociales recibía. Habían logrado nuevos amigos. De igual condición.
Cierto día fue extraño ver que al parecer se habían mudado, pero con todo y casa. No había más costales, no estaba el húmedo cartón y el rastro de aquella familia no estaba a su alrededor.
¿La familia había decidido irse? No. Alguien había ayudado a que su partida fuera apresurada. Nadie supo cómo fueron desalojados, a dónde fueron a dar sus pertenencias y finalmente nadie supo qué pasó con ellos.
Hoy todos conocen la entrada de aquel antro que fuera clausurado en tiempos de la delegada Dolores Padierna. Es tan extraño ver la puerta negra que durante meses fue la vivienda ideal de aquellos que hoy nada han de poseer.

Vecinas justicieras

Jessica Zermeño

La música comenzó cerca de las tres de la mañana del domingo. Venía del departamento 13. Un potente estéreo y bocinas con sonido extremo, amenizaban la reunión. Los vecinos intentaron dormir. Sólo los de sueño pesado lo lograron. Desde hacía dos meses que los del 13 organizaban tres o cuatro fiestas entre semana. Todas comenzando a altas horas de la madrugada.
Ese día fue el colmo de los colmos. Eran cerca de las 10 de la mañana y la música electrónica seguía martirizando a las mentes de los inquilinos. Algunos gritaron desde sus ventanas: “Ya bájale”. Otros se aventuraron a tocar el timbre si respuesta de los alucinados jóvenes.
La casera comenzó a recibir llamadas de quejas vecinales en contra del inconsciente y festivo vecino.
Las mentes perturbadas y fastidiadas de los quejosos buscaron una solución. Fueron dos valientes mujeres quienes decidieron poner un alto a la “buena onda” de los “juniors” del 13. La misión era sencilla. Dejar de escuchar la música. Llegaron al centro de poder. La bodega de los medidores de luz. Detrás de una puerta con candado estaba su solución. Buscaron, pues, a la vecina que tenía la llave. Sin ningún remordimiento tomaron la palanca que cortaría la luz. La justiciera del 9 fue la heroína. Y a mitad de la canción, la energía del departamento 13 fue cancelada. Rápidamente cerraron la bodega. Subieron las escaleras, mientras el anfitrión de la reunión salía furioso. “Seguro fueron esas viejas” se escuchó entre la paz y tranquilidad del edificio de Nápoles 40. Las “viejas” disfrutaron arruinar la fiesta. La molestia de los del 13 se dejó escuchar, cuando en un intento desesperado, a grito pelón corearon “Así es la vida”, terminando con su diversión en espacio de 20 minutos.
Las proveedoras de la paz vecinal se salieron con la suya, dejando sobre la mesa la promesa que no habrá luz para el próximo “rave” organizado a las 3 de la mañana.


Ilusión amarrada

Jessica Zermeño

La tarea de conseguir el sustento se había convertido cada vez más difícil. Sobre todo en día festivo. Las calles estaban vacías. Fueron pocas las familias que salieron temprano de casa. Aún así comenzó su lento andar en busca de algunas monedas.
Su triste aspecto era el único motivo de la dádiva de los demás. Hace unos meses, aún tocaba una pequeña armónica. Aquella que encontró entre los escombros de una bolsa de basura.
Los días de música de viento habían terminado tras su último ingreso al hospital. Ese día cayó desmayado. De él se encargó la Cruz Roja. Pero a su armónica la olvidaron en la calle de Florencia.
Su vida se volvió más solitaria. Un pobre viejecillo sin música no podía más que esperar el sonido de una moneda caer en una lata. Pero la ciudad estaba vacía. Los comercios cerrados. Pocos vehículos que persuadir con una mirada. Desanimado caminó por las calles rumbo al Zócalo.
Su difícil andar lo hizo tropezar. Su visión apenas pudo reconocer aquel brillo tras las rejillas del respiradero del Metro en la avenida Chapultepec.
Una vieja armónica le llamaba a tan sólo unos 60 centímetros de distancia. Buscó un pedazo de alambre con el cual maniobrar el rescate del instrumento.
Se posó sobre la rejilla y paciente buscó la manera de sacar de ahí la que sería su única pertenencia. Tardó más de una hora. Su cansado pulso lo hacía perder el objeto. Estuvo a punto de rendirse, pero la ilusión de la música lo inspiró.
El agua había oxidado su valioso bien. Pero no lo abandonó, aprendió a obtener de esa triste armónica un sonido especial que le acompaña en días, tardes y noches de soledad. Ahora la ha amarrado a su cuello, para no volver a dejar su vida en la calle.

1/24/2005

Sin horario para matar

Jessica Zermeño

Era un viejo y ruidoso edificio de la colonia Juárez. Los más de 30 departamentos impedían la vida social entre los vecinos. Pocas personalidades eran reconocidas en los angostos pasillos. Las costumbres hacían que de alguna u otra manera se les identificara.
A los vecinos del 15 seguido los veían cocinando. Pero las vecinas de abajo, las del 9, tenían una sería queja contra ellos, pues les resultaba muy molesto que a las dos de la mañana realizaran el cambio de sus muebles.
Cierta noche, los gritos del 15 hicieron que el inquilino del 16 saliera en su auxilio. Un par de ratones de apenas unas semanas volvieron loco al edificio. Eran casi las tres de la mañana y la cacería apenas comenzaba.
Al tercer día un nuevo arrendatario volvió a perturbar la tranquilidad del lugar.
Eran las once de la noche y otra vez el arrastre de los muebles volvió a llamar la atención de las vecinas de abajo, quienes no entendían por qué sus vecinos tenían una sería obsesión con el movimiento del mobiliario del hogar.
Esa madrugada, las muchachas del nueve emprendían la tarea de preparar una rica cena a las dos de la mañana. Fue entonces cuando el correr de un peludo y diminuto ratón rompió la paz del edificio.
El grito aterrador de dos mujeres frente a la presencia de un roedor recorrió cada rincón del edificio.
Las chicas subieron a la cama. Desde ahí enfrentaron a la fiera. El ratón intentó escapar, cuando el reflejo inconsciente de una escoba en mano tapó el camino aventurado del descarado huésped.
Su frágil cuerpo quedó sin fuerza a unos pasos de la puerta. La valentía no era suficiente como para dar el golpe de gracia con la escoba. Fue entonces cuando un gentil caballero ayudó a matarlo sin remordimiento con un pisotón, con la esperanza de que eso le devolviera la calma para volver a dormir.
Ese día descubrieron que no hay hora para matar, cuando un ratón amenaza con quedarse y hacer de ese su hogar.

De tropiezos y cicatrices

JESSICA ZERMEÑO

Desde chiquita fue una niña que vivía atrapada por la fuerza de gravedad. Siempre caía. Pocas son las personas que pueden presumir de cicatrices aparatosas. Muchos por la gran inquietud de bebé por conocer el mundo. Así era Bere. Aunque algunos la creían atrabancada o distraída.
Fue una bebita apiñonada. Con poco pelito y de buen cachete. Siempre chapeado por los clásicos pellizcos en las mejillas.
Su primer gran tropiezo fue un día en casa de su abuela. Tenía como un año y medio. Regresaban de compras. La urgencia por llegar al baño la hizo tropezar y pegarse con el filo de la escalera. La abuela se espantó. Pensaron que se había sacado el ojo. Estuvo a punto de, pero no. Una gran cicatriz en forma de lágrima se alojó en su rostro. Quizá desde ahí llegó la mala racha de sus caídas.
A los cuatro años cayó rodando desde las tribunas de un Lienzo Charro. La pobre Bere rodó y rodó sin que nadie pudiera detenerla. Ese día muchos moretones y raspones la acompañaron, afortunadamente su complexión llenita le ayudó un poco a soportar.
A los siete años cayó de su vieja bicicleta, el tremendo golpe en la rodilla provocó la ira de su madre, quien ya le había advertido que tarde o temprano caería. Gran augurio, Bere siempre caía.
Con el paso del tiempo, las marcas de esa vida distraída fueron creciendo. Se rompió una muñeca, se quemó con un cigarro en la cara, sus dedos siempre quedaban atrapados en cajones y puertas del coche. Y cuando todo el mundo preguntaba por ella, era más fácil encontrarla en el suelo llorando por un nuevo moretón. Hasta llegaron a pensar que estaba salada.
Poco a poco ha ido dejando atrás esos días de cicatrices y dolores. Parece que finalmente es más cuidadosa de sí. Aún así tiene grandes historias que contar. Cada una de las huellas de esos tropiezos la ha ayudado a madurar.

Espíritu Olímpico

Jessica Zermeño

El deporte nunca había sido su fuerte. En la secundaria siempre era golpeada por los balones de básquet o de voleibol. Su resistencia para las carreras no era buena. Intentó en alguna ocasión la natación. Siempre obtenía el último lugar. Aún así deseaba llegar temprano a casa. El espíritu olímpico siempre ha contagiado hasta a los menos diestros en el deporte.
Eran las olimpiadas de Barcelona 92. Tenía tiempo de sobra para ver las trasmisiones por televisión. Poco entendía de reglas, pero tenía cierto gusto por las gimnastas. ¡Y es que quién no quiso ser una!
El gusto no era tan compatible con sus habilidades. Eso sin destacar que a los 12 años poco podía hacer ya. Entonces culpó a su madre. Aún lo hace, “por qué nunca me metió a clases de gimnasia”.
Pero a pesar de eso, tuvo acercamientos con tal disciplina. Durante esos juegos olímpicos, todo un gimnasio fue armado en la sala de la abuela. La vieja alfombra servía de área para los ejercicios libres. Ella, su hermana y una prima eran las competidoras. Otra hermana era obligada a ser el juez de la contienda.
La viga la improvisaban con dos bancos de la barra de la cocina y una madera de más de 20 centímetros de ancho. Ahí las acrobacias no eran tan espectaculares, pero era tal el riesgo que hubo varias lesiones entre las gimnastas.
Finalmente los ejercicios en las barras paralelas, eran adaptados a una sola del columpió del patio.
Los puntos en las diferentes disciplinas eran sumados. Las competidoras se ponían nerviosas al desconocer el resultado de la calificación del forzado juez. Finalmente eran nombrado el primero, segundo y tercer lugar. Y orgullosamente tomaban su lugar en el podium organizado con los sillones de la abuela. Nunca ganaría una medalla olímpica pero el sueño ficticiamente se había cumplido en aquellos días de infancia.

La reina de la calle

Jessica Zermeño

El despertador sonó a las 7 de la noche. El tiempo apremiaba. Aunque las ganas de salir de casa tampoco la apuraban. El gas se había terminado desde hacía una semana. Temía al regaderazo con agua fría, pero había que hacerlo.
El ruido de los vecinos del departamento 18 y los albañiles que taladraban el piso de uno de los comercios del viejo edificio, había perturbado su sueño. Sobre todo por el eco que siempre hacía que las conversaciones se escucharan a diestra y siniestra. Era difícil no enterarse de lo que se decía de ella.
No más de tres minutos duró el baño. El frío recorrió su cuerpo escuálido. Jamás pensó que llegaría a ser tan flaca. Las malas pasadas habían superado a los días de dietas cuando aún estudiaba la preparatoria.
Se vistió de rojo. De tela ceñida al cuerpo. Dejó su cabello suelto. Abrochó los zapatos de tacón. Sacudió el abrigo, aún con gotas de la lluvia del día anterior.
Buscó el paraguas. No estaba dispuesta a soportar el mal tiempo y encima las duchas de agua helada. Maquilló su rostro para verse mayor.
Esperó un poco antes de salir del departamento. Escuchó detrás de la puerta, para evitar el contacto visual con los vecinos. La hora siempre le ayudaba mucho. A las diez de la noche, las familias ya estaban reunidas en casa. Algunas en la cena o el debate de las tareas domésticas.
Sigilosamente intentaba callar el rechinito de la oxidada puerta. Entre los pasillos obscuros se perdía su imagen. Ya en la calle, era inevitablemente ser carcomida por las miradas de hombres y mujeres. Su pelo ocultaba su rostro apenado. Aunque con el paso de las cuadras, otra personalidad comenzaba apropiarse de ella. Su paso se volvía más pronunciado y si, el clima estaba a su favor, se despojaba del abrigo que intentaba cubrirla.
Entonces, la frágil muchacha se convierte en la reina de la calle.


Un sueño abandonado

Jessica Zermeño

Siempre pensé que sería una biologa marina. Una de las más apasionadas. Aunque nunca fue muy buena en biología, su amor por los delfines era realmente innegable. Seré biologa marina, decía sin saber que implicaba esa profesión.
El primer contacto con estos simpáticos nadadores fue en el zoológico de Aragón. Ciertos sábados solíamos salir con patines en mano, para visitar a todos los animalitos. Pero a petición de ella, entrabamos al maravilloso mundo acuático. Del cual era imposible salir secos.
Eran las buenas épocas del Zoológico de Aragón. El Acuario era una atracción que podía facinar a cualquiera. Los lobos marinos y sus ocurrencias robaban las risas de los espectadores.
Nunca olvidaré aquel viejo lobo marino, de nombre Astro, que en alguna función me declarará su amor frente a cientos de espectadores. El animal, que superaba mi altura y peso por mucho, selló nuestro amor con un tremendo beso con olor a pescado. Tampoco olvidaré como una semana más tarde, en plena función, me cambio por otra. ¡Vaya humillación conocí a mi rival!
Los delfines eran los consentidos. Los saltos. Las peropecias y espectáculo que daban hacía pensar a muchos en tener una alberca en casa para tener un animal de tal inteligencia. Ellos robaban todos los aplausos de la función.
Desde ahí ella pensó en dedicarse a entrenar y cuidar de los delfines. La familia se burló de ella. Sí no lograba enseñarle ningún truco a nuestra mascota, cómo pretendía entrenar a un delfín.
Todos contribuyeron a acabar con ese gran sueño de niña. Cada año se le llenan los ojos de ilusión cuando entra a nadar con ellos. Cerca de hora y media vive los minutos más emocionantes de su vida. Les da de comer. Los toca. Les da órdenes y guarda en imágenes de video la realidad que dejó pasar, sólo porque alguien le dijo que no lo podría lograr.

¡Una de limón!

Jessica Zermeño

Poco he de saber yo de la historia de ese mágico lugar. Pero puedo hablarles de mis recuerdos.
Era el premio por una buena calificación. Por dejarme sacar algún diente, tras una visita con la malvada dentista. Hasta para festejar cumpleaños o sacar de la depresión a algún miembro de la familia.
No recuerdo la primera vez que mis papás me llevaron a la Nevería París. Era yo muy pequeña. Pero desde entonces tomábamos todo Insurgentes hacia el Sur y casi en la esquina con Antonio Caso, papá detenía el auto. Sí, en plena avenida Insurgentes.
El lugar es tan pequeñito y está como escondido entre los grandes edificios que a veces el local pasa desapercibido.
Es como viajar en el tiempo, pues no pasa por ahí desde hace varias décadas. Ahora hay muchos jóvenes que atienden el lugar, pero antes un señor de cabello canoso y arrugas marcadas nos contaba cómo mis abuelos llevaban a mis tíos y a mi papá al sitio.
¡Ay, el travieso de tu padre!, recordaba el nevero, siempre era el primero en pedir: ¡Una de limón!
Y es que no sólo se puede hablar del lugar y la atención que sus dueños dan. Sin duda lo que la hace especial es el sabor de sus nieves y helados, nada comparado con los productos comerciales donde las manos del nevero son sustituidas por maquinas.
Poco conocedor era aquel que se atrevía a pedir un helado sencillo.
Además nunca dejamos la oportunidad de llevar un poco de la fría delicia para casa. El caos era con la gran variedad de gustos familiares. Limón, mamey, chocolate, yogurt, vainilla, piña, fresa, queso y zarzamora. Era difícil tomar una decisión. Finalmente, el sabor que fuera, al llegar a casa no duraba ni dos horas.
La receta mágica de hacer tentaciones heladas sigue pasando de padres a hijos. Esa misma ha hecho que mi familia lleve tres generaciones probando las famosas nieves de “La París”.


¡A la mañanera!

Jessica Zermeño

Un reportero sabe, desde el principio, que este oficio no tiene horarios. Es común empezar temprano, salvo sus excepciones donde el temprano se convierte en “mucho antes que los demás compañeros”. Al menos, de los del mismo periódico. Porque habrá cerca de 40 que se debaten entre quedarse en la calientita cama y llegar a las “mañaneras” de Andrés Manuel López Obrador. Cariñosamente “El Peje”.
El despertador, como máximo, puede sonar a las 5:30. Para los que viven cerca. Por el tráfico, pues ni preocuparse. A esa hora las calles, de verdad parecen las de la Ciudad de la Esperanza, porque que ilusión que uno pudiera llegar en cinco minutos a cualquier punto.
El la plancha del Zócalo Capitalino ondea la Bandera de México con el frío del alba.
A la entrada del Gobierno capitalino, siempre hay madrugadores que, como últimamente, apoyan al tabasqueño u otros que le reclaman injusticias en sus colonias.
A las seis de la mañana el salón Francisco Zarco, ubicado en el Palacio del Viejo Ayuntamiento, comienza a recibir a los noctámbulos reporteros y camarógrafos.
El fondo blanco, con letras de unicel, que dejan leer: “Gobierno del Distrito Federal; México. La ciudad de la Esperanza”, son el eterno fondo de las fotos desde hace cuatro años. Veinte sillas, cuatro micrófonos, tres bocinas, una cabinita de audio, una salita donde preparar un rico cafecito para despertar y un librero al fondo son parte de las cuatro paredes que han visto debates, buenas acciones, preguntas incómodas, desplantes y el dedito que niega de López Obrador.
Eso sí, “Nico” hace que de forma puntal el funcionario siempre entre cerca de las 6:25 a la sala de prensa. El singular acento del jefe de Gobierno hace que las cuadrillas de reporteros despierten, tomen sus lugares y alisten sus libretas, cámaras y grabadoras. “El Peje” da los buenos días y pasa a un cuarto continúo de la sala del café. A las 6:30 sale y comienza la famosa “mañanera”. La batalla por ganar la primer pregunta comienza. Él decidirá cuál es la que quiere escuchar y responder. Mientras el gremio de otras fuentes aún está en el quinto sueño.

¿Mentiras piadosas?

Jessica Zermeño

El ocio es la madre de todos los vicios. Así estaba Héctor. Viernes por la noche. Los amigos lo habían abandonado. El trabajo lo tenía aún en la oficina, mientras los otros se divertían en alguna cantina. Pensó en alcanzar la diversión. Pero tenía flojera. Navegando por la red mató el aburrimiento. Había descubierto por qué sus hijos pasaban tanto tiempo en Internet.
Encontró un chat. Al principio le costó trabajo entender como comunicarse. Eligió un nip. “El magnífico”. Ni él se la creía. Saludo a los cibernautas. La sala de relaciones amorosas parecía una buena opción para su “alma solitaria”.
De pronto una ventanita con un saludo. Hola, ¿cómo estás? No cabía de emoción. Había una chica al otro lado de la red. Todo fue cordial. Las primeras preguntas fueron tímidas y al mismo tiempo básicas para tantear el terreno. La hora de la descripción llegó. ¿Cómo eres? Sí que le fue difícil describirse. Intentó por sobre todas las cosas decir la verdad. Finalmente su retrato bien hubiera dado la foto del galán de la telenovela de las 8 de la noche. Ella, se leía como una belleza.
Pero la verdad es efímera cuando no la puedes comprobar, a menos qué... alguien quiera una cita. El corazón de Héctor latió a mil por hora. Cómo bajaría en tres días los 15 kilos que omitió en su descripción un poco manipulada. Pensó en cancelar la reunión y justo cuando lo iba ha hacer, su amiga del chat había perdido la conexión.
Dudó en asistir, pero la curiosidad era mayor. Llegó puntual a la Fuente de Cibeles. A unas cuadras de Insurgentes. Caminó como cualquiera y trató de reconocerla antes que ella a él. Claro que la chica jamás lo haría por la descripción física. Aún así la buscó. Una chica de 20 años vestida de blanco sería fácil de identificar. Y la encontró más rápido de lo que imaginó. Ya la conocía. Era su hija, esa con la que todas las noches pelea para que deje de navega por la red.

¡Baños públicos!

Baños
Ciudad
Jessica Zermeño

¡Ya fuiste al baño! Decía mamá antes de salir. No recuerdo el día que deje de escucharla, para ir como por inercia. Esa es una regla básica para todo niño.
Cuando por alguna extraña razón, el tiempo fuera de casa era excesivo siempre había otro recordatorio “No te sientes”. Ese ni falta hacía darlo. ¿Alguien puede traer a la mente un baño público decente? Nunca habrá nada como el de casa. Sin embargo en alguna ocasión me tope con lo que llamaría la peor anécdota en un baño público.
Primero descartaré las largas filas del tocador de damas en los cines. Tampoco importa el hecho de que todas quieran sus cinco minutos frente al espejo. Mucho menos, que una escuincla traviesa se salga por abajo y deje cerrado uno de los tres sanitarios.
En cierta ocasión, caminando por Plaza Garibaldi, llegó el momento que mi cuerpo pedía con urgencia un baño. Sin prestar atención seguí caminando en compañía de mi hermana. Mi razón decía que debía esperar hasta llegar a casa, sin embargo aún no podía partir de regreso, debía distraer a la festejada para no arruinar la fiesta sorpresa. Así que seguí haciéndola caminar, pero el suplicio era para mí. Con el pretexto de buscar un baño, la traje un buen rato de aquí para allá. Llegamos, no sé como al maravilloso mercado de Granaditas. Un lugar no muy seguro por cierto. Para entrar al baño pagamos dos pesos. Recibimos nuestro pedacito de papel y todavía sufrimos el tormento de la espera.
El olor no era nada agradable. Pero que más se podía pedir. Al llegar finalmente al lugar donde ya se podían ver los baños, ambas fuimos sorprendidas con semejante espectáculo. ¡No había puertas¡ Eso sí que no lo esperábamos. Algunas señoras de complexión robusta servían de puerta a alguna comadre. Otras quitadas de la pena hasta revistas leían. Pero para nosotras ya era lo suficientemente tormentoso estar en ese baño, como para que además no hubiera puertas. Súbitamente la necesidad fue controlada, mi vejiga no me lo perdonó, pero esperó hasta la comodidad de casa.

¿Papito?

Jessica Zermeño

Los días de escuela de Fer solían ser divertidos. Mamá la vestía y cargaba una pequeña maleta con ropa extra. Al llegar a la guardería cambiaba de brazos. Las maestras la recibían con mucho amor. Nunca sintió que algo le faltara. El salón de clases estaba decorado con algunos de sus dibujos.
Los días de lluvia le molestaban. No podía salir al pequeño jardín a enlodarse. Era la segunda semana del mes de junio. Todos trabajaban en una bonita manualidad. Algunos eran más diestros que otros. La dedicación era muy subjetiva. A final de cuentas los papás nunca utilizarían esa “cosa”. Lo que fuera que los niños del salón tercero B intentaran hacer.
Las maestras trataban de hacerlos ver lo mejor posible. Pocas veces lo lograban.
Fer era una niña con ciertos talentos. La pintura no era lo suyo. Pero el ingenio podía más.
Lo mejor de la semana llegaba al envolver el regalo. Ahí esperaría hasta el lunes. Si el día del padre era el domingo, pero lo celebrarían hasta el lunes.
Fer vio como la maestra guardó en el viejo y ruidoso estante su trabajo. Era más que un trabajo. Había pasado parte de su vida, toda una semana, haciendo arreglos para ese obsequio.
Por fin llegó el día. Una pequeña ceremonia. Muchos padres de familia. Era muy común ver mamás en la guardería. Pero ese era un gran día. Papá visitaba ese pequeño mundo de Fer. Participó en cierto bailable. Ese año se vistió de vaquera. Todos disfrutaron del singular evento.
Los padres pasaron entonces a los salones en busca de su regalo. Mientras los niños y niñas eran despojados de los tiernos disfraces, para regresar a la batita azul a cuadros.
Fer corrió al salón de clases. Buscó a papá. Creyó verlo. ¿Papito? Lo confundió.
Al fondo del salón mamá recogía el regalo, como cada año.


¿Un buen baño!

Jessica Zermeño

Regresaba a casa. El trabajo la tenía agotada. El sólo hecho de pensar en el trayecto hasta la comodidad de su cama, era una pesadilla. Primero corrió por las calles húmedas. El paraguas para colmo hizo de las suyas. El viento lo volteó. Vaya oso en la vía pública.
Siempre pensó que eso sólo le sucedía las niñeras malas de la película Mary Poppins, pero no. El aire ayudó a arruinar la sombrilla y que su ropa comenzara a mojarse.
Subió al tercer camión. Fue el que finalmente le hizo la parada. Estaba lleno y todos se incomodaron con su presencia. Eso de mojar a los demás a nadie le gusta.
Aguantó las malas caras y pensó en el consuelo de la esponjosa cama.
Se sentó por espacio de cinco minutos, antes de llegar a su parada final. El camión se detuvo en la esquina indicada. Fue necesario valerse sus viejas habilidades atléticas. Tomó vuelo, Se apoyó en el tubo del transporte y dio un gran brinco hasta la banqueta. Lo había logrado. Evitó aquel gran charco de agua puerca.
Caminó por la banqueta muy contenta de su gran hazaña. Cómo hubiera querido que todo el mundo viera ese gran salto. Hubo muchas dificultades, la distancia, el suelo mojado, y las cosas que venía cargando. En fin, seguro sería un gran tema de conversación en la cena.
Tras vivir aquel pequeño triunfo interior, su mente dejó de estar al pendiente de lo que sucedía a su alrededor.
Cuando decidió abandonar su fantasía, a lo lejos la rauda carrera de un auto se dejaba escuchar. Llegó al cruce dela calle, poco antes de atravesar, un Golf rojo con algunos chicos dentro dio la vuelta levantando con las llantas una gran ola de agua. sucia. Por un segundo intentó escapar de ésta. Sus habilidades esta vez fallaron .
Esos malosos la habían empapado de pies a cabeza. Las esperanzas de llegar a la cama cambiaron por un ansiado buen baño.


No me subo, no me subo!

El tráfico estaba insoportable. El calor infernal calentaba cada vez más el viejo “vocho”. La marcha de maestros los tenía a vuelta de rueda en Insurgentes. Él no podía ocultar su fastidio. Poco le faltó para pedirle a la novia que manejara el auto. Sólo que ella estaba indispuesta en los brazos de Morfeo. Su semblante reflejaba un placentero sueño.
Él acostumbraba despertarla con cualquier motivo, quizá celoso de no poder descansar.
Pero esta vez, un secuaz más molestoso y aterrador la hizo despertar. Sintió que algo cayó sobre su brazo derecho. Apenas pudo abrir los ojos. Muy borroso vislumbró una salvaje abeja postrada, quien sabe para que descabelladas intenciones, en su extremidad.
El grito ensordecedor no se hizo esperar. Y es que las mujeres son especialistas en entrar en crisis nerviosa. El caballero se molestó ante la insignificancia del asunto. Ella, valiente tomó a la abeja y la alejó de su brazo. Subió los pies al asiento y aterrada pedía auxilio, al mismo tiempo que era callada por el seudo galán. “No puedo hacer nada, voy manejando, quieres que choque” intento persuadirla.
La abeja acechaba por debajo del asiento de él. Eso la tranquilizó, hasta que la pequeña intrusa intentó invadir su espacio. Fue ahí cuando sin pensarlo decidió bajar del auto, en medio del tráfico. Él no lo podía creer. Ella prefirió caminar por la acera. ¡Total iban a vuelta de rueda! Desde el auto, el chico le pedía que subiera. Muchas negativas recibió. ¡No, no y no! Fue entonces cuando decidió buscar a la abeja. Se enfrentó a ella y acabó con su diminuto ser. Confirmado el deceso la cobarde, histérica y conflictiva mujer regresó al auto para ser la burla durante todo el trayecto de su amado.


Travesuras de antaño

Era un niño simpático. Muy regordete a sus cinco años. Era el penúltimo de cinco hermanos. Ser de los más peques tiene sus ventajas, si se sabe escapar del ojo vigilante de mamá.
Paquito siempre sabía como divertirse. Aún cuando hace 40 años no había juegos de videos. Se divertía buscando lombrices de tierra en el jardín. Si había suerte un día encontraría, a la vieja viborita que se le escapó. También era muy hábil para trepar por los marcos de las puertas. Ese viejo hobby con el paso de los años lo perdió.
Un día jugando a las escondidillas, olvidó a su hermano en el refrigerador. Pobre de Paquito, de milagro el “manito” aún seguía vivo.
Los días de castigo fueron difíciles. Todo le estaba prohibido. Triste desde su cuarto miró la lluvia caer. ¡Que ganas le dieron de salir a mojarse! Pero eso sería un nuevo castigo. No podía evitar la fantasía de verse brincotear entre los charcos que se hacían en la calle con rapidez.
Y fue cuando los charcos comenzaron a volverse una especie de canal. La calle se había inundado. Pocos se atrevían a meter un pie en el agua que corría a buena velocidad rumbo a la coladera más cercana. Las ansias y la mente inventiva lo hizo arriesgarse. Decidido salió del cuarto. No hizo ruido, para no alertar a mamá de la nueva travesura que estaba por pasar.
El hermano al que casi hizo paleta, lo siguió. Paquito, como siempre al frente. Ideando, maniatando la diversión. Tomó una tina. De esas grandes de aluminio donde mamá lavaba la ropa. Abrió la puerta del zaguán. Ante sus ojos, seguro vio el Río Amazonas y sin pensarlo puso la tina en la corriente de agua y trepó en ella. El hermano paleta esta vez no lo acompañó en la aventura.
Y así fue conquistando los choques de la corriente con las casas. Las pequeñas manitas daban dirección y ruta en aquel camino. Y cuando el fluido lo apartaba de la aventura, bajaba del “bote”, lo volvía a empujar “río arriba” y se volvía a tirar.
Afortunadamente la aventura fluvial no tuvo castigo, pero si una fuerte gripa que bastó para tenerlo por un rato quieto en la cama.
Hoy, cada que veo las inundaciones en Insurgentes me gustaría lanzarme a la aventura y igual que papá.

Deporte extremo

Jessica Zermeño

(Otra crónica de edicón extemporánea)

¡Pásele, súbale hay lugares!, grita una mujer mientras espera a que el conductor le de una moneda por el anuncio.
Un hombre apresura el paso para alcanzarlo. El chofer mueve unos centímetros su unidad, luego de hacer una base express en Insurgentes y San Cosme.
Claro que esto no está permitido, pero que más da esperar dos semáforos para llenar la unidad.
Todos listos, destino final Indios Verdes. De ahí en adelante sólo habrá seis paradas.
Con tráfico o sin él va a más de 90 por hora. Esquivando de carril en carril. La avenida es toda suya, los demás automovilistas les tienen pavor. Pocos son los valientes que no los dejar pasar, es mejor no pelear.
Quién puede contra ellos. Te avientan el camión. Se meten a la mala. Siempre de lenguaje florido y un vasto repertorio de señales obscenas, por si alguien les toca el claxon.
Y es que también tienen su corazoncito, por eso se indignan, si el pasaje les hace una pequeña observación de su forma de manejar.
Los que llevan prisa, hasta se alegran de que exista tanta impunidad. Los amantes de la adrenalina viven la intensidad del manejo extremo. Algunos jóvenes hasta juegan parados sin sujetarse de nada.
Insurgentes, una avenida dotada de buenos altibajos, brinda la maravillosa experiencia de sentir como se sube y baja el estómago, por lo que es necesario aferrarse muy bien del asiento para evitar los rebotes. Y ahí va la unidad deshaciéndose de tanto traqueteo, el ruido que hace no permite que se escucha la estación de radio por las viejas bocinas, que truenan de manera infernal.
Hasta el amor se deja ver en los asientos donde los enamorados decidieron hacer público su romance, y que más público que el camión donde miles de personas viajarán y leerán que se aman.
A qué diversas sensaciones puede causar el viajar en el transporte público, donde por sólo tres pesos con cincuenta centavos te va como en la Feria.

Hembras ventajosas

Jessica Zermeño


Siete de la noche en la gran ciudad. Hora pico al fin y al cabo. Nadie se escapa. Mucho menos los que regresan a casa. Cansados, antipáticos y vulnerables ante el caos.
Y ahí esperan las madres con sus hijos. Diablillos desquiciantes, mugrosos, cómo más luego de todo un día fuera de casa.
Nadie se pasa de la raya. Aunque la fuerza humana a algunos llega a mover. Es la estación de algún metro, el que sea, todos se ponen igual. Nadie escapa a éste mal, aunque la emoción se viva por separado.
Se pone interesante cuando, aunque sin discriminar, uno a uno son seleccionados. Al frente mujeres, hombres hacia atrás. ¡Vaya peligro que resulta viajar!
Ellas, aunque parecen frágiles e indefensas, cansadas de un largo día, se transforman cuando a lo lejos los túneles dejan ver la luz del vagón que se acerca.
Unos pasos hacia el frente. Poco a poco, de forma cuidadosa. El tren pasa ligeramente cerca de las mujeres, quienes sin medir el peligro se acercan. Sus cuerpos se pegan. Nadie queda exento del apretón.
Por la inercia y gracias a la fuerza de la masa humana se entra al vagón.
Ellas pelean con uñas y dientes. Se empujan y lanzan sus bolsas y niños por delante para apartar un asiento. Las caras y malas palabras se valen para intimidar a cualquier fémina que intenta acechar el mismo lugar.
Se aplica la tolerancia cero. No importa la edad cuando se lucha por un lugar. Las viejitas van paradas, las almas buenas suelen ir dormidas para evitar el remordimiento. Las señoras con bultos prefieren quedar cerca de la puerta y hasta aquélla que aparentemente es soberbia, pierde el estilo para empujar y caminar entre las otras que están dispuestas a no dejarle lugar.
Y así van los primeros vagones del metro, llenos de hembras ventajosas. Dispuestas a todo por un lugar. ¡Pobre de aquel hombre que llega a entra! ¡Creería ir en el paraíso¡ Pues se equivocó, muchas indignadas por su presencia, no resistirán volcar su enojo y pedir auxilio ante la presencia de un hombre. Y en el peor de los casos, dejaran ver que no son indefensas ni vulnerables cuando están juntas. Ellas mismas, a punta de bolsazos y jalones de greña le darán su lección: “de 6 a 10 sólo mujeres y niños en ese vagón...”



El primer choque

Carlos Alberto Patiño

Fue mi primer auto y también el primero que choqué. Aclaro, el único que he chocado, porque en los demás accidentes en que me he visto involucrado, he sido la víctima.
Pero aquella vez sí tuve toda la culpa y con agravantes, pues fue una verdadera estupidez.
El vehículo en cuestión era un simpatiquísimo Datsun del año 72. ¡Ah, como dio la batalla ese coche! Originalmente perteneció a mi hermana, quien me lo vendió mediante un trato mercantil-familiar que a ella le permitía seguir usando el carro, mientras yo abonaba módicas cantidades.
Un día se asomó a mi cuarto, me lanzó las llaves, y me dijo: ya es más tuyo que mío, así que ahí lo tienes. Está estacionado abajo, frente al banco.
¡Vaya! Al fin poseía un automóvil. Por alguna circunstancia que no viene al caso mencionar aquí, poseía yo una licencia de conducir. El problema es que nunca había manejado.
Como no se puede tener un auto para dejarlo parado, confié en mis conocimientos teóricos y en las observaciones que había hecho de las técnicas de conducción de mis padres, y me lancé a las calles.
La cosa no estuvo mal las primeras semanas. Pues sí, mi conocimiento teórico era lo suficientemente bueno.
Hasta que un día, por un cambio de graduación en los lentes, algo de exceso de velocidad y el desconocimiento de las vueltas con semáforo en una avenida, me llevaron a impactarme en la parte trasera de un Renaulito, hasta entonces en perfectas condiciones.
Por suerte mi hermana tenía cubierta la póliza del seguro. Y el afectado no se puso ninguna clase de moños para aceptar las condiciones del ajustador. Bueno, hay que decir que eso ocurrió cuando conoció a mi hermana... Pero ésa es otra historia.
Salí bien librado, sin heridos y con sólo un decente pago de prima por los dos autos. Aprendí la lección y me volví más precavido.
Creía que ya no me vería en problemas similares, hasta que una noche, cuando apenas había recuperado mi coche del taller, un tipo impactó su Vega en la parte posterior de mi Datsunsin. Lo peor fue que ese conductor no tenía seguro... ni hermana.

1/18/2005

Cosas de viejas

Jessica Zermeño

Fue un fin de semana casi ciento por ciento masculino. El lugar de visita: Nepantla. Un recóndito lugar antes de llegar a Cuernavaca, todavía perteneciente al Estado de México.
La aventura se preparó en unos cuantos días. Carlos, Augusto, Marco, Diana y yo emprendimos el viaje; en el trayecto recogimos al “Primo”. Llegamos a la una de la madrugada. La puerta tenebrosa del jardín se abrió con dificultad; al pasto le hacía falta una podadita. Ellos buscaron la leña. Diana intentó coordinar la puesta de la tienda de campaña. Yo detenía, casi congelada, la linterna. Por fin encendieron la fogata. Los primeros minutos se salió de control. El pasto seco provocó que pronto se extendiera, pero pasado el susto sirvió para darnos calor.
Esa noche la batería del auto de Marco se bajó. El fantasma del “campesino” nos aterrorizó a tal grado que no quisimos conocer su historia.
Al día siguiente Diana y el “Primo” partieron de regreso a la ‘Ciudad de la Esperanza’; nosotros visitamos el museo de Sor Juana Inés de la Cruz. He de confesar que llegamos ahí en busca de un baño, pero también dimos un recorrido por el lugar.
A las nueve de la noche llegaron dos viejos amigos, Manuelito y “Páramo”.
La velada apenas comenzaba. Eran cinco hombres sedientos de cervezas. El pueblo más cercano estaba a quince minutos. Nos lanzamos por las “chelas”. Marco, bien apodado “el Santo”, en su versión 2005, se quedó a cuidar el fuego. Y desde esa noche es un fiel sobreviviente de la furia del famoso “campesino asesino”.
Yo quemé bombones. Ellos prefirieron apresurarse a consumir sus bebidas. Fue entonces cuando -lo que para algunos “es cosa de viejas”- el chisme, se dio en su máxima expresión.
Los cometarios surgieron siempre sobre un tema: las mujeres. Y heme aquí, una digna representante del género femenino, que presenció que ellos también chismean ¡y hablan de nosotras! Les duele que los ignoremos. Hablan de lo bien que vestimos. Nos hacen buena o mala fama.
Algunos ríen con las metidas de pata. Otros extrañan la amistad con una chica que ya no los quiere cerca. Uno más sufría por la novia que estaba celosa a muchos kilómetros. Uno prefirió no participar en la plática, ese era mi novio. Y el último usó la filosofía de la discreción, aunque sus gestos revelaban sus aciertos y disgustos con la plática.
Lo cierto es que esa noche, en medio de un cielo despejado, las estrellas tuvieron nombres y siempre fueron de mujer.

1/17/2005

De vagos

Carlos Alberto Patiño

Andábamos de vagos. Salimos por la mañana. Miguel quería ir al parque, así que nos dimos una vuelta por el México, en la Condesa.
Luego fuimos por un helado y un café. Aproveché para que conociera uno de mis cafetines favoritos, el de los Enanos del Tapanco, en la Roma.
Después caminamos a la plaza Luis Cabrera, donde estuvimos viendo la fuente y tomando el sol.
De nuevo emprendimos la marcha. Andábamos de vagos, pues, y no era cuestión de quedarse mucho tiempo en un sólo sitio.
Mironeamos por las calles. Le mostré algunos detalles de la arquitectura nouveau del rumbo, que, sin entender mucho, observó con atención.
Llegamos a Insurgentes. Hacía calor y ya habíamos caminado bastante. Mmmh... Una cervecita... Miguel no dijo que sí ni que no, de manera que en cuanto pasamos frente a un conocido bar de la calle de Sonora, lo metí.
Nunca lo hubiera hecho. Ni siquiera terminábamos de ocupar la mesa, cuando las chicas que atienden se fueron acercando.
Tengo años de frecuentar el lugar, y nunca me habían recibido como recibieron a Miguel. Todas querían ser presentadas y a poco, buscaban que las abrazara.
Tomé rápidamente mi cerveza, esperé a que él terminara su bebida, pagué y regresé a la casa de Miguel.
La siguiente vez que fui a comer al antro, recibí una seria amenaza. Si no trae a Miguel, ya no lo vamos a atender, me dijo una de las niñas.
Me quedé por un buen rato sin degustar las botanas de ese bar. Todavía no he podido conseguir que mi hija me vuelva a prestar a mi nieto para irnos de vagos...
¡Caray!, con el pegue que tiene ese bebé con las chicas.

1/12/2005

1980

Carlos Alberto Patiño

Déjame que te cuente.
Hace 25 años, cuando tú llegaste, no había celulares, casi nadie tenía microondas y las computadoras eran cosa de las grandes empresas o de genios. Las videocaseteras apenas comenzaban a ponerse de moda, y tener un fax era expresión máxima de modernidad.
La ciudad era un poco distinta. La Línea 3 del metro, apenas hacía algunos meses que llegaba a Indios Verdes, e Insurgentes Norte no era como la ves ahora, con pasos a desnivel y sin semáforos.
Estábamos a punto de entrar en una fase de obras públicas que, como ahora con el Peje, arrasarían con miles de árboles, algunos de ellos centenarios, y que modificarían definitivamente el perfil urbano. El jefe del Departamento del Distrito Federal (ese era el nombre del puesto que ahora ocupa López O.), había anunciado la construcción de los Ejes Viales para mejorar la circulación vehicular.
Calles y avenidas con nombres tradicionales y sugestivos como Niño Perdido o San Juan de Letrán perdieron su prosapia para adquirir frías denominaciones como Eje tal y cual.
Deja, te sigo contando. En aquellos años, el transporte público, con excepción del entonces flamante Metro, era tan caótico como ahora. Los camiones (vitrinas, delfines y ballenas, pertenecían a un grupúsculo al que se denominaba Pulpo Camionero. Haz de cuenta que era como una mafia de microbuseros, pero a lo bestia.
Por esos días empezaba sonar un grupo español con nombre de juguete. Su vocalista, Ana Torroja, era una jovencilla desgarbada. En la Televisión, las desventuras de Lucía Méndez en “Colorina” tenían con el alma en un hilo a miles de amas de casa. En los cines Robert de Niro se ganaba el Oscar como mejor actor.
Te cuento más. Eran los años en que los mexicanos, gracias al petróleo, nos sentíamos ya parte del primer mundo. Es cierto que ese año, el poder adquisitivo era bueno, el país crecía y el desempleo bajaba. Pero era una ilusión, poco tiempo después despertaríamos en una amarga realidad.
Un mal dato de ese año fue el asesinato de John Lennon a manos del psicópata Chapman.
En 1980, amiguita, yo tenía tu edad. También acabada de hacerme de un minúsculo departamento y me esforzaba por sobresalir.
Esas cosas pasaban hace 300 meses o mil 304 semanas y media. Hace 9 mil 132 días, algo así como 219 mil 168 horas, o poco más de 13 millones 150 mil minutos, es decir, casi 790 millones de segundos, el tiempo que, para bien, tienes ya entre nosotros. Todo un cuarto de siglo.

1/06/2005

Rumbos recurrentes III: La Roma

Carlos Alberto Patiño

Yo nací en la colonia Roma. Justo en un pequeño sanatorio de la calle de Guanajuato.
En la serie sobre esas zonas urbanas que de manera inevitable nos obligan a retornar, toca el turno a esa colonia.
En ese hospitalillo, decorado con el impresionante mural de un Centauro, dejé también las amígdalas, como las debieron perder mis hermanos. En esa época era práctica frecuente extirpar las anginas.
Recordé el dato, no hace mucho cuando, por una infección en la garganta debí visitar a un médico, que me hizo abrir la boca, me colocó un abate-lenguas, y tras una rápida inspección, diagnosticó, segurísimo, que padecía una aguda amigdalitis.
Sólo que sea de amígdalas fantasma, pensé, porque como ya dije, me las quitaron en mi tierna juventud.
En fin, la historia de ese certero médico es una digresión que ya supero.
A media cuadra de la pequeña clínica está el parque Luis Cabrera. Cómo jugué en ese jardín que me parecía inmenso. Cómo envidié a los niños que poseían barquitos a escala para surcar las aguas de la fuente.
No vivía mi familia en esa zona, pero mi padre solía acudir al rumbo. Por ejemplo, para tomar helados en la tradicional Bella Italia.
El tiempo nos alejó de ahí, pero en la búsqueda de uno de mis primeros departamentos, terminé por vivir en un minúsculo huevecillo de la cerrada de Colima.
Gracias a un buen crédito, logré instalarme en Mixcoac, inconsciente de que la Roma me tendía sus lazos.
Regresé, tras algunos vericuetos personales, a vivir a la calle de Frontera, a media cuadra de lo que fue la farmacia Princess, al que, allá, por los años 40 del siglo XX, fue de mi padre.
Tomo café cotidianamente a la vuelta del sanatorio donde nací. Camino, incluso a altas horas de la noche por la calle de Gunajuato, paseo por Alvaro Obregón.
Y, cuando su agenda se lo permite, llevo a mi nieto a jugar al parque Luis Cabrera, cuya fuente, ya sin barquitos, lo fascina.

1/01/2005

¡La familia Sharppei!

Jessica Zermeño

¡Que honor! La última crónica al vuelo de este 2004. Y como pocas veces he utilizado este espacio para hablar de mis grandes amigos, y vaya que este año me ayudaron a salir de muchos problemas, se los presento:
Algunos están de viaje, como mi querida amiga Faby, quien este año se aventuró a irse a vivir conmigo. Y sin contar con la mala racha de enfermedades que hemos vivido juntas, todo lo demás es digno de próximas Crónicas al vuelo.
“Pikijuan”, seguro que anda conquistando chicas por las bellísimas calles de Mérida, es todo un Don Juan, mientras aquí muchos extrañamos su cualidad de poner orden, sobre todo en las madrugadas de turista, que son un caos total.¡Ya regresa!
“La Nutria”, recientemente nos visitó en navidad, pero de nuevo regresó a las cálidas calles de Córdoba, Veracruz, “disque” a trabajar.
Ellos son los que están lejos y aquí me quedan “Lilitable” y “Manuel”, dos amigos inseparables, es imposible pensar en uno sin traer a la mente al otro, pero sólo a la mente, porque Manuel es el amigo imaginario de Lili.
“La Neno”, que es niña, es un poco enojona y cuidado para sus futuros alumnos, pues va a ser una maestra muy gritona y quien mejor para conocer de ese terrible humor que el buen “Peperila”. Él al contrario de “La Neno”, es todo amor, tranquilidad y el mejor ejemplo de amistad, porque siempre está al pendiente de lo que le sucede a todos los integrantes de este grupo apodado por él “La Familia Sharppei”. La verdad les mentiría si intentara explicar este apodo que nació en una tarde de ocio y llegó para quedarse.
¡Ah! Este año tuvimos un nuevo integrante, el buen “Titito”, era callado y reservado, pero ya no más, y aunque se niega a aceptar que es parte de este grupo, lo hemos declarado oficialmente la mascota de la familia Sharppei ¿Noooo?.
Y he guardado a uno muy especial para el final, el buen Moy. Mi ex cuñado y ex enemigo. El único miembro honorable de los teatreros que aún continúa haciendo realidad los sueños de los demás. A este condenado lo quiero mucho por ser mi cómplice y mentor, por saber ponerme lo pies en la tierra y por siempre tener un consejo en los peores y mejores momentos, gracias Moyi.
Todos ellos son mis amigos de mi extinta afición por el teatro, claro que aún me quedan grandes amistaddes como Augusto, “Jimenitos”, Ariadna, Jannete, Rodolfo, Paco, Manolo, Blanquita, las nacas de Dulce y Marlene, Daniel, el gato “Gus”; Luis, el rabietas, y mi maestro Carlos Patiño, pero todos ellos son otra historia...