1/25/2005

No arrojen piedras

Carlos Alberto Patiño

El muchacho corrió hacia el tranvía para dar un salto y colgarse en la parte trasera del vehículo. Es lo que se conocía como viajar de mosca.
Así se ahorraba los pocos centavos que costaba el viaje. La proeza de encaramarse en el armatoste, no era sencilla, pues siempre era probable la caída al arroyo con el consiguiente riesgo de ser atropellado por algún fotingo, de los que circulaban por las calles de la entonces muy ingenua ciudad de México.
Quizá deba aclarar qué es un tranvía, pues no todos los conocieron en funciones. Eran transportes pesados, como los trolebuses, pero que tenían ruedas de fierro y avanzaban sobre rieles.
Los hubo eléctricos. De ésos aún se puede observar el frente de un par, uno en la entrada de un bar que se llama Sixties, y otro en un antro que ocupa lo que fue la planta de electricidad de la esquina de Félix Parra y Río Mixcoac. No sé porqué este tipo de lugares gusta de los tranvías para su decoración. En fin, así algún espíritu curioso puede darse la idea de lo que eran estos carromatos.
Pero antes, en las primeras décadas del siglo xx, los tranvías eran de mulitas, y es en este tipo de transporte es en que se trepó nuestro personaje.
A las pocas cuadras del trayecto, sintió algunos golpecillos en la nuca. Volteó a ver quién le lanzaba piedras, pero nada. Siguió su viaje gratuito, pero de nuevo lo importunaron los golpes. ¡No avienten piedras!, gritó y volvió a acomodarse. Otra vez los golpecillos. Ahora sí, ya enojado, cambió de posición para descubrir al impertinente agresor. Nada ni nadie a la vista. Ya estaba por decidirse a bajar, cuando Zas, ahora el impacto fue en el rostro. Dolió, pero así pudo descubrir que no era ningún petimetre quien lo agredía.
Se trataba la punta del látigo del conductor, quien en su afán de imprimir velocidad a las mulas extendía con vigor y en toda su longitud el instrumento. Era un riesgo más del viaje de mosca en tranvía.

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