4/27/2005

El mirón

El mirón
Carlos Alberto Patiño

No hay remedio, ya somos así. Quiero decir, los hombres.
Bueno, se dan las excepciones, pero creo que me daré la licencia de cometer una pequeña falacia de generalización .
Les voy contar cuándo me di cuenta.
Era entonces un adolescente cercado por tormentas hormonales.
Tenía que ir a la biblioteca. No me da pena decirlo, yo era uno de esos bichos que frecuentaban las bibliotecas. Y me gustaba, lo digo sin rubor.
Para llegar al sitio, debía abordar un camión (35 centavos el viaje) de la ruta Popo-Sur 73 colonia del Valle.
Como siempre, llevaba un libro para sobrevivir al largo recorrido. Por la época, debe haber sido uno de Herman Hesse.
Y, ahí iba yo, concentrado en la lectura, en un momento levanté la mirada de las páginas y vi al frente.
¡Oh, sorpresa! Una chica de unos veinte años estaba sentada ahí con una minifalda –loor a Mary Quant-, para aperplejar a cualquiera.
Iba ella con una amiga ataviada con pantalones sin menor gracia.
Regresé a la lectura... Pero ya no entendía nada. Volví a mirar...
Retorné a las páginas, aunque concentrarme era imposible.
Volteé de nuevo.
Repito, era yo un adolescente, y además de anteojos.
Otra vez al libro, y otra vez a mirar.
No pasé desapercibido.
Las mujeres también son como son.
La amiga le comentó a su compañera, con voz suficientemente alta para que todo el pasaje la oyera: “Un ojo al gato y otro al garabato”
La chica sonrió y me miró a los ojos.
Ignoro los registros que alcanzó el color de mi rostro entre el rojo y el púrpura.
Me bajé en la siguiente esquina, ya no llegué a la biblioteca.
Pero les juro que si el gato me parecía bueno, el garabato compensaba con creces la balconeada que me dieron.

4/20/2005

Un verdadero arte

Carlos Alberto Patiño

No es un trago, es un arte, le dije.
Ella me miró intrigada. Su expresión era amable, pero no atinaba a dilucidar si se trataba de un simple comentario, de un elogio o de una franca crítica.
Tú díselo al barman, nada más. El va a entender, le respondí
Estaba en uno de mis antros favoritos, en Insurgentes y Sonora. La chica, Diana, era nueva, y, desde luego, estaba acostumbrada a servir rones, algún brandy, cerveza, si acaso palomas, piñas coladas y esa aberrante combinación llamada París de Noche.
Mi comentario me valió otra bebida de cortesía del cantinero, pues sí comprendió el sentido de mi aserto.
El coctel es sencillo, pero es un clásico.
Vermuth y ginebra, más una cereza o una aceituna.
Ya habrán adivinado qué mezcla es.
Las proporciones son muy importantes, y la textura lo es más.
De las cantidades depende que sea más o menos seco.
Pero en la textura es en donde está el verdadero quid. Los cánones lo demandan aterciopelado y traslúcido.
Esta es mi fórmula:
Primero se llena la copa con hielo frapé. Se le deja ahí mientras se hace la combinación.
En la coctelera se ponen cubitos de hielo, se agita para que todo el recipiente se enfríe; luego se añade una parte de vermouth seco por dos de ginebra.
Se bate por unos minutos. Ojo, dije se bate, no se agita.
Cuando el líquido está frío, se retira el frapé de la copa, y se vierte la mezcla en ella. Después se añade la aceituna.
Hay muchas variantes. Una vez solicité una en otro bar. Le dije, lo quiero estilo Bond. Claro, como no era mi letrado barman, no supo.
El modo del agente 007 es con vodka y muy seco.
Prepararlo requiere técnica, talento y estilo.
Por eso sostengo que es un arte, el martini, más que un simple trago, es un verdadero arte.

4/10/2005

Nudo urbano

Carlos Alberto Patiño

Era el verdadero paradigma del caos urbano. La confluencia de Insurgentes, avenida Chapultepec, Oaxaca, Jalapa y Génova formaban un auténtico nudo gordiano.
Cruzar por ahí y sobrevivir era una hazaña, Tanto para los peatones como para los automovilistas.
Para complicar más las cosas, por el lugar también circulaban tranvías. Era tan peculiar el crucero que había un letrero colgado de un poste que decía “Precaución, dos carros no libran”. La advertencia era para los conductores de los tranvías, pues si dos de estos armatostes, de ida y venida, se encontraban en el punto no podían pasar.
Así que debían detenerse y pasar por turnos, con el consiguiente bloqueo.
Los embotellamientos en las horas pico eran antológicos.
Por supuesto, también había autobuses y camiones refresqueros. Era como un cuento de Kafka.
La cereza del pastel: había sujetos que se estacionaban en doble y hasta en triple fila.
Algún día me tocó pasar horas mirando la marquesina del cine Insurgentes que anunciaba una serie de cortos de Flash Gordon.
Pero, como a todo nudo gordiano que se respete, a este se le resolvió de tajo, Esta vez no de la espada de Alejandro Magno, sino de la picota de Alfonso Corona del Rosal.
El regente terminó con el problema gracias a la construcción del Metro, que acabó con el laberinto para dar lugar a la glorieta que todos conocemos.

4/03/2005

Bolita y pollo

Carlos Alberto Patiño

Solía pasar las vacaciones de la secundaria en un taller de grabado. Era de un mi tío que me empleaba como chalán.
Ahí aprendí los secretos para hacer que la luz del sol produjera “charolas” de periodistas y judiciales. Tintas, ácidos, esmaltes, lijas y otra serie de artefactos intervenían en la labor.
Llegaba yo como a las ocho (ese “como” es una licencia poética para no hablar de cierto margen de impuntualidad).
Durante el día, la radio reproducía noticias, radionovelas como Kalimán y El Ojo de Vidrio. Un locutor, a quien llamaban el “Pico de oro”, se dedicaba a dar nota roja y promovía al celebérrimo Instituto Patrulla. ¡Imagínese!, apostillaba, cada vez que terminaba de dar una noticia espeluznante.
Como a las doce del día, aparecía don Pepe, el cerrajero, o su ayudante, Melquíades. La visita era interesada. Venían a proponer una “bolita” por los refrescos.
El juego era simple. El organizador trazaba en un papel tantas líneas como participantes había. En el extremo de una ponía un pequeño círculo. Luego, doblaba la hoja para ocultar la marca y cada uno elegía una línea. El que atinaba a la señal, pagaba los refrescos.
Todo iba bien, excepto cuando me tocaba pagar. Porque el trabajo era “voluntario”.
Había que hacer algo.
Así que con la asesoría de otro tío, se organizó la rifa del pollo.
Compraba un pollo asado, papas, rajas, tortillas, refrescos y alguna golosina. Luego me lanzaba al negocio de mi padre, a unos pasos del taller de mi tío, para vender los boletos a los empelados.
A la hora de la comida se realizaba el magno sorteo, y yo obtenía una pequeña utilidad que me permitía afrontar con dignidad el juego de la bolita.
Las primeras rifas fueron un éxito, pero como los ganadores debían compartir el premio con sus compañeros, empezó a no resultarles tan atractivo el asunto.
La solución era duplicar el premio, con el consecuente incremento en el precio para los participantes, lo que los alejaría aun más.
Llegó el momento en el que me quedé con el pollo por la escasa venta de boletos. Apenas salí a mano.
Languideció y se extinguió el negocio.
Y mi honor de apostador, qué.
Por suerte, se terminaron las vacaciones.