7/30/2005

El Ingeniero

Carlos Alberto Patiño

“El Ingeniero” se paseaba por las noches. Recorría la parte baja dela casa, donde estaba el taller del negocio de mi padre. A veces, también hacía una ronda en la parte superior, en el área de oficinas. Eso sí, siempre tuvo el buen gusto de no deambular por las habitaciones que ocupaba mi familia en la parte trasera.
El personaje era un fantasma ocupado en revisar la casa. Por lo menos eso decían los empleados a los que se les había aparecido cuando debían trabajar de noche.
Eso era todo lo que hacía, dar un rondín por la vieja casona.
¿Cómo sabían los trabajadores que era un ingeniero? Eso es parte del misterio, porque nunca supieron explicarlo. Pero el fantasma siempre conservó el grado académico. Anoche vi a “El ingeniero”, decían quienes se habían topado con él.
La casona está en la esquina de José Martí y Carlos B. Zetina, en Tacubaya. Pasé ahí algunos años de mi infancia. Es una construcción vieja, y ya lo era cuando llegamos a vivir ahí.
A mí nunca se me atravesó el fantasma, así que no puedo dar testimonio más que de los dichos de los empleados.
Además del aparecido, la casa se veía invadida, de vez en cuando, por algunas ratas. A esas sí las vi, y para algunos, los bichos resultaban mas aterradores que el espíritu ambulante. Sobre todo cuando había que liquidarlas por el método de sumergirlas en una cubeta de agua.
Nabora, la empleada doméstica lo hacía con la misma frialdad con la que le torcía el pescuezo a un guajolote destinado a una olla de mole.
Con todo, la casa era divertida. Más los fines de semana cuando nadie trabajaba y mis padres salían. Las excursiones por las oficinas y talleres eran emocionantes aventuras clandestinas, aunque realmente nunca pasaba nada. “El Ingeniero” nos dejaba hacer y explorar. Hay que reconocerle que nunca nos denunció, era un fantasma con honor.

7/23/2005

Estorbos urbanos

Carlos Alberto Patiño

Por estorbosos, por eso los quitaron. Bueno, ese fue uno de los argumentos. Otro era su lentitud, y otro más las constantes averías que sufrían.
Los tranvías se extinguieron como los dinosaurios, aunque la gente los prefería por económicos, sobre todo los ancianos. Así se les decía, nada de adultos en plenitud u otros eufemismos, y nadie se ofendía. A los ciegos los llamábamos así, y tampoco se molestaban. Ellos mismos usaban la denominación. Nadie en su sano juicio habría pedido “una limosna para este pobre débil visual”.
Está bien, basta de desvíos, hablábamos de los tranvías.
“Ocho cincuenta cada martes, y a viajar por todas partes”, rezaba el promocional radiofónico de los abonos de pasaje. El boleto individual en los años 60 costaba 35 centavos.
Tuvieron una larga historia que abarca desde el siglo XIX, hasta la década de los ochenta del XX, con los últimos ejemplares transitando hacia Xochimilco.
De los de tracción animal ya hicimos referencia en estas crónicas: “No arrojen piedras” . De los eléctricos también se hizo mención en “Nudo urbano” y, colateralmente en “Rumbos recurrentes”.
Había dicho que si alguien que no los conoció quiere darse una idea de cómo eran estos armatostes, puede ver el frente de uno en el antro (mi antro) que está en Sonora con Insurgentes. Hay otro en Félix Parra con Río Mixcoac, y uno más en Patriotismo y Viaducto.
Por insurgentes dejaron de circular en 1971, por estorbosos, dijeron las autoridades. En compensación se rehabilitó uno de los primeros tranvías eléctricos, que con el número cero hacía recorridos turísticos de Alvaro Obregón a la ahora desaparecida glorieta de Chilpancingo. En 1979 fue jubilado.
El Metro tuvo su parte de culpa en la desaparición de los tranvías. Muy directamente con el que iba del Zócalo a Tlalpan y Xochimilco. Los carriles que usaba el tranvía fueron la base de la Línea Dos que concluye en Taxqueña. De ahí, las viejas vías se utilizaron para un híbrido entre Metro y tranvía: el Tren Ligero.
Así pues, la modernidad acabó con ese medio de transporte que estorbaba, pero no contaminaba.
Estorbaban, sí, sobre todo el que corría por los carriles centrales de Insurgentes, casualmente, por los mismos que ahora ocupa el Metrobús.

7/16/2005

Otras calles

Carlos Alberto Patiño

Ahora camina por otras calles. Ya no recorre ni frenética ni tranquila las de esta ciudad.
Ya no cruza bajo los arcos del Acueducto de Guadalupe ni se apura por Nápoles hacia la parada del transporte en Insurgentes.
Don Valentín Gómez Farías, don Guillermo Prieto, don Serapio Rendón y don Antonio Caso dejaron de verla pasar.
En Peña y Peña y Circunvalación no se escuchan ya sus pisadas rumbo al escenario. Ni por Benjamín Franklin, Progreso o Patriotismo puede seguirse su pista.
Marina Nacional la olvidó; Texcoco no presencia ya sus incursiones semanales en busca del almuerzo.
Las avenidas que rodean al viejo Palacio del Ayuntamiento se resisten a perderla de su memoria; Balderas y Juárez se afanan también por conservar su rastro; el World Trade Center añora sus caminares.
Ahora transita por calles cuyos nombres nos son desconocidos. Por barrios y vericuetos que va recreando con su paso; por zonas de esa ciudad, tan colmada de historia, que empiezan a reconocer la cadencia de su andar.
Discurre, ahora, lejana, por rumbos donde, con seguridad, dejará su huella.

7/09/2005

Se la llevó el Metrobús

Carlos Alberto Patiño

Era su día más temido: el último en que la vería.
Cuando se acercaba a la oficina, deseaba que ella no estuviera. Paradójicamente, si bien no se hacía a la idea de dejar de verla, tampoco quería tenerla enfrente. El dolor por la futura ausencia era intenso y lo paralizaba.
No, no estaba, pero llegó más tarde. Habló con la directora, recogió algunas cosas e inició la despedida.
No la dejó concluir. A cambio le ofreció acompañarla al transporte.
En el camino, ella hablaba de cuestiones que le importaban mucho, pero que a él le parecían fuera de lugar. No quería saber de esa vida futura.
El quería decirle otras cosas, quería, recordar con ella momentos compartidos, intereses momentáneamente comunes, las historias de la escuela. Los retos para escribir... Aquella novela que nunca terminaron de hacer a cuatro manos. Los días en que ella lo llevaba como acompañante al podólogo, o lo hacía presenciar bailables en casas de la cultura.
En esas y otras cosas pensaba sin atinar a interrumpir la enumeración de los planes para su próxima vida en otra ciudad.
Cruzaron hacia la estación. En el anden, él sólo logró musitar “buena suerte”. Llegó el vehículo y ella subió apresurada. Ni siquiera le pudo dar un abrazo. La despedida fue sólo un ademán mientras se alejaba.
Se la llevó el Metrobús, el nuevo transporte la sacó de su vida