11/29/2004

¡Sólo vacío!

Jessica Zermeño

Eran las nueve de la noche. La semana transcurrió sin ningún sentido. Se propuso olvidar el dolor que venía arrastrando. Pero no pudo. Su corazón seguía marcado. En el trabajo, con los amigos, la familia y que decir cuando la soledad era su más grande agonía.
Entre cuatro paredes que no le traían recuerdos felices, sólo lágrimas. Desde el primer día que la cubrieron. Y desde entonces muy pocas cosas le salieron bien.
Intentó hacer consciencia de cómo había llegado hasta ese sitio. Hacía unos meses su vida era tan diferente. Lo tenía todo, al menos todo lo que quería, lo que necesitaba para sonreír. Para sentirse viva.
Esa noche fue insoportable el silencio. Ese que no la dejaba ni pensar. Una lágrima fría recorrió su mejilla. Y de ahí, no paró el sentimiento de vacío. Nadie a su alrededor para consolar su triste pasión. Hasta el eco le hacía daño.
Salió de casa en busca de nuevos aires. Subió por las escaleras hasta el segundo piso. Los recuerdos de su más grande amor pasaron por su mente. El tercer piso. Las risas con sus hermanas, esas peleas que ya no volverían. Su madre y todas las diferencias generacionales. Evocó el único recuerdo que tenía de su padre queriéndola. Cuarto piso. La magia se desvaneció, sólo unos instantes de su vida bailando, actuando. Recordó cuando los aplausos fueron el mejor obsequió de su amor por el teatro. Y las grandes amistades que de ahí salieron. Quinto piso. Las piernas no respondían más. Pero siguió de frente. El aire golpeaba contra su cuerpo. La oscura noche le abría paso. La cordura se perdió de la mano de la felicidad. Llegó al filo del edificio. Miro a su alrededor. Los autos pasaban por la calle de Nápoles. Nadie se percató de su presencia. Subió un pie al filo de la barda. Se equilibró. Cerró los ojos. Dejó atrás los pensamientos, los malos recuerdos. Encontró la esperanza de por fin separarse del dolor. Dio un último paso para encontrar, otro vacío…

Por la Rojita

Carlos Alberto Patiño

Que era un vago, sí, lo era. Y que conocía bien las calles y la manera de sobrevivir en ellas, también. Pero le llegó su momento, como a todos.
Lo primero que hacía al despertar era estirarse, sacudir todo el cuerpo y lanzarse al recorrido cotidiano. La ruta, perfectamente definida. Empezaba por revisar su cuadra. Los postes de la colonia estaban ya bien marcados, pero cada día había que reafirmar el dominio en el territorio.
Luego a la carnicería. Ahí lo esperaba algún hueso con carne que roer. Los despachadores del comercio sabían que una buena amistad con un individuo de esa calaña podría resultar muy útil en esta ciudad tan insegura.
Luego, si era día de tianguis, pues a recoger las cuotas de los vendedores o a sisar alguna mercancía mal cuidada por los comerciantes díscolos.
Ya más tarde había que inspeccionar los contornos del barrio. A ver si no había por ahí otro gandul como él que quisiera disputarle la zona.
Lugo se tiraba por ahí a tomar el sol o a guarecerse dela lluvia, según la temporada.
Más tarde regresaba con sus amos a reclamar la comida del día, como si no hubiera recibido ya su colación en otros lados.
Así la rutina, hasta que un día se le atravesó La Rojita. Guapísima, ella. Con porte, juventud y alegría.
.
Nada más que la aludida se refugiaba tras una reja inexpugnable. El ya era perro viejo, hecho a las costumbres, pero a partir de entonces varió su rutina. La veía, la llamaba, y ella, adentro, si acaso le lanzaba una mirada desdeñosa. Cuántos días con sus noches pasó vigilando la verja con la esperanza de que se abriera.
Ya lo daban por perdido.
Casi a desgana cumplía sus recorridos, unos días sí y otros no, para cuidar esa maldita valla.
Lo peor es que la calle se llenó de admiradores de la susodicha. Con todo, perseveraba.
Y llegó por fin el día en que una sirvienta descuidada dejó la reja abierta. La Rojita salió a la carrera hacia la calle. El se quedó paralizado por instantes y se lanzó tras ella. Por la calle avanzaba un carro a toda velocidad. El quiso advertirle del peligro y trató de acercársele. La hembrita, cuando lo vio cerca, corrió más rápido. Sí, ella estaba a salvo, pero nuestro amigo se quedó paralizado al verla huir. Así fue como lo alcanzó el auto.
Ahora, medio cojea y teme acercarse a la reja. No por los coches, que todavía sabe librarlos.
Es por otros miedos que no se atreve a confesar.

13-06-04

Mari-iguana

Carlos Alberto Patiño

Su paso fue efímero, pero dejó huella. En cuanto llegó, supimos que se llamaría Mari.
Era una iguana que a todos nos pareció hermosa y simpática... Menos a mi madre.
La trajo un amigo de mi hermano, cuya madre tampoco alcanzó a percibir el encanto del bicho.
Lo del nombre era obligado, aunque no logramos discernir si el reptil era hembra o macho. De cualquier manera se quedó como Mari. También habíamos pensado que si conseguíamos un loro o perico, se llamaría Coco, aunque fuera perica o lora.
Pero nunca lo tuvimos.
No es que se tratara de una familia de drogadictos. Sólo que entonces parecía muy divertido escandalizar a padres y vecinos.
Mari-iguana debió pasar su primera noche en la caja de huevo en la que llegó. Ningún argumento convenció a mi madre de dejarla deambular por el departamento. Tampoco aceptó que pernoctara en el cuarto de mi hermano.
Al día siguiente, cuando mamá había salido, la Mari fue liberada.
Oteó un poco, y se quedó inmóvil. No se le veían muchas intenciones de desplazar, correr o saltar. Quizá era su iguanitud natural. A nosotros nos llegó el aburrimiento de verla tan poco activa, Y entonces empezó a moverse. Primero con parsimonia, y luego corrió a esconderse debajo de un mueble donde no la podíamos alcanzar. De ahí no salió en toda la mañana.
Se le ocurrió emerger en el momento menos oportuno. Justo cuando mi madre estaba parada junto al mueble. Al salir le rozó los pies y la hizo pegar un brinco digno de figurar en algún libro de marcas.
Lo malo es que la iguana Mari consiguió con eso su definitiva expulsión del hogar.
Fue a parar con otro amigo que ofreció llevarla a un rancho costero.
Eso nos dijeron y quisimos (y queremos) creerlo.
Tal nos dijeron. Que luego averiguáramos que en la casa del amigo eran aficionados a la comida exótica, no nos hizo temer por la Mari...
¿O sí?

17-10-04

11/25/2004

Yo no sé de eso

Carlos Alberto Patiño

Salió de su casa después de tomar con poco apetito un vaso de leche y un pan. Iba con cierta aprehensión, pues ese día tenía un examen. ¡De matemáticas!, faltaba más. Su madre no parecía tener conciencia de lo crítico de la situación y conducía con cierta calma.
En cambio, para la pequeña Carmen, acercarse a la escuela le hacía aumentar la opresión en el estómago. Pero sí estudié, se decía, repasé todo lo que nos han explicado. Hice muchas sumas y restas. Tengo que pasar.
Por fin arribaron. Se le ocurrió intentar el truco de sentirse mal, pero sabía que su madre no lo tragaría. Descendió resignada del auto, arrastrando la mochila.
Casi no atendió las primeras clases con la mente fija en la hora de la prueba. Y no era la única, el ambiente general del grupo era de inquietud.
Inexorable, llegó la hora.
La maestra dictó la primera pregunta:
El equipo A anotó un gol en el primer tiempo. El equipo B anotó dos en el segundo tiempo, pero el árbitro anuló uno. ¿Cuántos goles se anotaron en el partido?
Carmen sudó frío. No estaba preparada para esto. Ninguno de los ejercicios que hizo le daban algún indicio para resolver este inexpugnable y cruel problema.
Miró al techo, atisbó las hojas de sus compañeros, pero no, nada la iluminaba.
Garrapateó una respuesta cuando ya la maestra recogía los exámenes.
Su madre la encontró entre triste y enojada cuando la recogió.
No es justo, le dijo, era un examen de matemáticas. Luego se quedó callada.
En su casa, la maestra revisaba los exámenes. Llegó al de Carmen y soltó la carcajada.
La respuesta de la niña era escueta:
No sé cuántos goles se anotaron porque yo, de futbol, no entiendo nada.

El primer amor

Jessica Zermeño

El tiempo se detuvo sólo para recordar. Sus ojos poco a poco se cerraron tras un gran golpe en la cabeza. Muchas cosas pasaron por su mente. Así como una película de su feliz vida. Entonces los recuerdos llegaron. Se alojaron en su mente, con mucha ayuda del corazón. El amor fue el personaje principal.
¡Ah el amor!, materia en la que pocos son eruditos. Así llegó el recuerdo del primer amor.
Aunque para el mundo entero Lili, la pequeña de trencitas a la que solía molestar durante el recreo, era su primer amor, ella no fue la dueña de ese recuerdo.
Su secreta conciencia mostró a la primera mujer que había hecho latir a su corazón. Era la miss Bere. Esa que siempre llegaba al salón de segundo grado con sonrisa hechizante. La misma con quien aprendió a ser caballeroso y cargar su bolso o cualquier otro accesorio femenino.
Nunca olvidaría el primer sello de abejita trabajadora. La miss Bere le regalaría no sólo esa sonrisa mágica, también un premio que lo hizo diferente a los demás, pues el poseía un portalápices de perrito hecho con las delicadas manos de su maestra.
Las matemáticas no eran su fuerte, pero los números eran más fáciles con las didácticas enseñanzas de su profesora favorita.
Bueno hasta un gran bailarín sería por ella, pues a diferencia de otros años, bailar frente a los padres de familia sería divertido si miss Bere estaba cerca.
Le encantaba escuchar los relatos de la historia de México con la dulce voz de miss Bere, aunque le molestaban los murmullos de los niños de atrás porque no lo dejaban escucharla bien.
Entonces los recuerdos pararon. Un alejado sonido lo llamaba. Luisito, Luisito... escuchó feliz. La voz de miss Bere lo hizo reaccionar. Abrió sus ojos y del sueño pasó a la realidad. Ahí el rostro preocupado de su maestra por el golpe que se había dado en la cabeza al caer de su banca.
Ese día miss Bere lo curó y el dolor ni se sintió. Es más, Luisito hasta meditó que bien valdría la pena volver a caer para tener toda su atención.

No el primero, sino el más reciente

Carlos Alberto Patiño

También se cayó. Y se golpeó la cabeza. O buscó que se la golpearan. El resultado fue el mismo. Se acordó de la miss... Y de la chica de las trenzas, y de las que siguieron. Pero ya no estaba en la primaria. De hecho, ya no estaba en las escuelas. Pero en ese viaje por las zonas de la noche las recuperó a todas. A las que sí y las que no, y a las que quién sabe.
Y podía decir que se quedó con la última, o como dicen los que temen a los términos absolutos, con la más reciente... Y vaya que lo era..
Reciente para ella, y tan última que daba miedo.
Esta vez no despertó con los dulces susurros de la miss, sino con el duro débito de la realidad.
Y ni así. Con las críticas y los desencuentros. Con las historias añejas y la falta de futuro,. regresó a la conciencia porque era necesario. Porque, ella, la de ahora, lo iba a necesitar. Porque para la última, para la más reciente, se aproximaban las horas del crepúsculo. Y aunque ella misma nunca fue capaz de discernir de dónde le tenía que llegar la luz, sabía que se la brindaban sin condiciones.
Su misma luz y sus mismos sueños.
Regresó pues, para cumplirle. Para demostrarle que ella, como la miss, podía ser inaccesible, pero insustituible.
Por eso recuperó la conciencia e hizo el esfuerzo para estar ahí, justo en el lugar, donde ella, al regresar de su viaje por las tinieblas, encuentre todo el apoyo que le haga falta... Cualquiera que éste sea.
Ahora y para siempre..

11/24/2004

¡Se sacó la espina!

Jessica Zermeño

De los nervios la pobre ni durmió. Parecía una chiquilla nerviosa por el festival del colegio. Despertó temprano a todos. Sacó su traje charro. El de gala. Era un día muy especial, tenía que sacarse la espinita de haber sido descalificada. Practicó mucho en la semana. Llegaba a casa. No comía se enfundaba en sus pantalones vaqueros y corría al Lienzo Charro de la Villa. El calor de esa semana era infernal, sin embargo la ilusión era más fuerte. Ese viejo hobby de montar a caballo, había quedado poco a poco en el olvido. Quizá por las hijas, el trabajo, el marido. El caso es que había una nueva oportunidad.
Peino su cabello con una trenza, no olvido el gran moño blanco. Se puso sus botas charras y una espuela en el pie izquierdo. Salió temprano de casa rumbo al Lienzo de Constituyentes. Ahí muchas féminas montaban sus caballos. Ella evitó las rivalidades.
La suerte la hizo abrir la competencia de Cala de caballo para mujeres. Un nuevo rubro de la charrería en el que pocas incursionan aún. Ahí estaba María del Carmen De Lorenz en un lindo caballo canelo, mejor conocido como el Remini. Ejemplar que la mano de Pancho Zermeño arrendó.
El juez le dio la orden de salida. El animal salió corriendo desde el fondo del partidero. Buena velocidad. La punta sin problemas, el animal sabe meter bien sus patas para dar un buen espectáculo. Miles de aplausos. Su corazón latía muy rápido, pero reflejaba tranquilidad. Esta vez no batalló con la bestia. Realizó todo lo estipulado por el reglamento. Se sacó la espina. Logró el segundo lugar. Mejor dicho le robaron el primer lugar. Viva la corrupción, los jueces arruinaron el gran día. Vaya forma de engañar. ¿Cómo lo sabemos? Hemos visto, gracias a Maricarmen, más veces que nadie ese video. ¡Y si que lo hizo mejor que ninguna!

11/23/2004

Amaneceres

Carlos Alberto Patiño

Los amaneceres son para mí, paradójicamente, el final del día. Ese momento en que la luz perfíla el inicio de la mañana, suele encontrarme despierto. Esa ruptura celeste del verdadero cambio de día me subyuga. Los tonos rojizos en el cielo me hacen evocar tantas cosas...
Mi primer amanecer está muy lejos, aunque sigue fresco en mi memoria. Fue mi padre el responsable. Ese día, dijo, habría que madrugar para ir a remar, La emoción por ir a pulsar una lancha era grande, por supuesto, pero era más grande lo que me aguardaba.
A las 4:30, vino la voz fuerte a despertarnos. Nadie chistó. En un rato todos estábamos bañados, peinados y listos.
En el auto sentíamos frío y cosquilleos. Fue lento el trayecto. Ahora entiendo que la calma era deliberada, porque don Jorge, mi padre, detuvo el auto antes de entrar al bosque -entonces los coches entraban a Chapultepec sin restricciones.
Luego nos dijo que miráramos al cielo.
Cuánta emoción. Ahí combatían las luces con la penumbra, y poco a poco se imponía la cabellera roja de la mañana a las sombras del día previo. Qué iba a saber yo lo que con los años eso significaría...
Luego, con toda la calma, buscamos una lancha. Remar, alcanzar la otra orilla, salpicar a los hermanos fue divertido, pero nunca tan emocionante como ese amanecer.
Los años y el oficio me dieron la vuelta. La primera vez que me alcanzó la luz después de trabajar me simpatizó. Ahora, es tan normal...
Adicto, pues, también a los amaneceres, me confieso.
Y ahora me doy cuenta de que los atardeceres, cuando la noche morena vence a las luces de ocaso, también merecen una historia.
Se las debo...

11/22/2004

Inolvidable, amor en secreto

JESSICA ZERMEÑO

Parecía un domingo cualquiera, pero para él no sería así. Estaba a punto de cristalizar un sueño que anhelaba y se veía incierto. Eran las siete de la mañana. Vaya que tenía sueño. Hubo quien sugirió que cancelara su cita. Pero pensó en el tiempo que había esperado para que llegara ese momento. ¿Cancelar? No. Ni loco. Así que se alistó para visitar lo que él llama el paraíso. De la emoción llegó 35 minutos antes al Palacio de las Bellas Artes. A lo lejos, observó a una hermosa muchacha. De 27 o 28 años, no más. Ella distrajo su atención, pero seguía esperando a su acompañante. Caminó un poco.
Con asombro descubrió que ese negro y lacio cabello, que caía tan armoniosamente sobre aquel rostro celestial, que esos ojos color ámbar, brillantes, dominantes, radiantes como el destello de una estrella, que esos labios delicados como el pétalo de una rosa y esa voz, siempre amable, firme, dulce, eran de la musa que podía acelerar su ritmo cardiaco. Se sintió tan vulnerable, sumiso y frágil ante aquella hermosa mujer. Se dio cuenta que era su acompañante. Entraron a disfrutar de la función. Al término fueron a desayunar. En algún momento, se hizo un silencio que parecía eterno y pensó que aquella eternidad a lado de ella siempre sería un privilegio.
El desayuno transcurrió rápido. Ella hablaba y él la admiraba en silencio. Respetuosamente. Mágicamente, idealizando y guardando el recuerdo del paraíso terrenal que era estar a su lado.
Luego, cada uno se marchó en direcciones distintas, con la promesa de un nuevo encuentro. Así se avivó en él la ilusión de otro instante. Junto a aquel ángel caído del cielo.

Compañía peluda

Jessica Zermeño
Pasábamos horas en completa paz. Pero eso a veces implica soledad. Deseos de tener a alguien con quien jugar, hablar, soñar y llorar. Las cuatro paredes de casa no siempre son buena compañía.
Cuando nos fuimos a vivir solas pensamos en muchas cosas. Que sí los gastos. Los adornos y reglas para la casa. Y lo bien que resultaba tener horarios diferentes para cuidar el hogar.
Pero las tardes y noches a veces son más largas en soledad. El miedo de que alguien toque a la puerta es estresante.
Cierto día llegó de manera inesperada. Estaba enferma. Algunos dicen que fue de tristeza porque la abandoné en mi otra casa. Es la Rojita. Una perrita traviesa. De lo más inteligente que puede ser un animal de cuatro patas. Pero al mismo tiempo es de lo más atrabancada.
Así llegó al departamento. Las primeras horas le costaron trabajo. No había mucho espacio para correr. No había comida especial para perro. Y su camita se había olvidado. Pero nos trajo alegría, compañía y un poco de seguridad, pues ladra hasta porque la mosca vuela. Eso seguro le molesta a los vecinos, pero no nos importa, el edificio es cien veces más ruidoso.
No estará por mucho tiempo, sólo hasta que mejore. Aun así ya se apoderó de ciertos lugares de la casa. Suele echarse en los pies, mientras lavas los trastes, te peinas en el baño. Es una tierna sombra que te sigue a donde quiera que vas. No hay privacidad. Está en todo. Es una peluda compañía que se deja apapachar y que te rompe el corazón cuando sales de casa y añora tu regreso.

Sin luces

Sin luces

Carlos Alberto Patiño

Iba por la acera de Insurgentes. La chica, tras sus lentes oscuros, era guiada por su madre para sortear todos los obstáculos callejeros. Peatones, ambulantes, puestos de periódicos, baches, postes, escalones...
La muchacha demostraba una relativa habilidad, pero era notorio que no tenía mucha experiencia como invidente. No llevaba el clásico bastón, menos un perro. Su madre-lazarillo la protegía, pero en ella también se notaba la poca experiencia como guía. Las últimas veces que la llevó de la mano se remontaban a los años de primaria.
Era pues una cieguita reciente.
Las personas con las que se cruzaban y alcanzaban a observarlas ponían una cara de conmiseración que daba pena. Su rostro expresaba una gran tristeza por ver a una mujercita tan joven y de cierta belleza afectada de la vista.
Entraron a una cafetería. Ya al acomodarse en la mesa, el capitán y las meseras comenzaron a verla de forma extraña. No estaban acostumbrados a atender a una minusválida, y erraban en acomodarle los cubiertos y luego los alimentos.
Ella se dejaba guiar por su madre para localizar salsera, salero y vasos.
Al retirarse, las mismas caras de lástima la siguieron.
Sonó el celular de la chica. Ella lo sacó y levantando las gafas oscuras, miró el identificador de llamadas.
Los lastimeros circundantes se quedaron pasmados un momento y luego cambiaron su expresión a la de ofendidos. Por alguna razón, se sentían engañados. Ninguno se detuvo a pensar que su mala lectura de las conductas de la chica no eran culpa de ella.
No, no era ciega, pero sí acababa de pasar por una operación ocular que la obligaba a mantener los ojos cerrados.
Requería ayuda y apoyo, pero no lástima, como no la necesitaría si estuviera completamente ciega. Eso no lo entendieron los agraviados.
Peor para ellos.

La diferencia que hacen los demás

Jessica Zermeño

El viejo despertador una vez más se había quedado parado. Se sentó en la cama un poco angustiado. Sus pies tocaron el frío piso. Buscó las pantuflas. Caminó diez pasos hacia el baño. Su mano izquierda buscó la llave del agua caliente. El torrente líquido comenzó a salir. Se duchó apresurado.
Salió del baño. Tomó uno de los trajes al azar. Lo bueno era que todo estaba ya listo en el gancho. Se vistió rápidamente. Tomó su bastón y salió de casa.
Se puso sus gafas oscuras. Podía sentir los rayos del sol calentando su piel. Levantó el rostro. Salió de casa y camino cerca de 25 pasos hacia la avenida Balderas.
En el camino el delicioso olor a pan recién horneado hizo que los aires contaminados de la ciudad se perdieran por cuestión de momentos.
Aunque había prisa, era necesario esperar el microbús indicado. Llegó a la parada. Nadie a su alrededor. Las cosas serían más difíciles.
Luego de diez minutos alguien hizo la parada. Entonces aprovechó para preguntarle al chofer: “Pasa por Antonio Caso”. Sí, respondió el conductor. Subió. Afortunadamente una mujer se levantó de su asiento para bajar en la siguiente esquina. Una mano le indicó el lugar que quedó vacío. Una voz cálida le anunció que él le indicaría donde bajar, pues también lo haría en esa calle.
Agradeció la amabilidad de los usuarios de esa combi. Los semáforos en verde permitieron la rápida llegada a su destino. Bajó entonces acompañado de cinco pasajeros más. Esperó paciente el retiro del microbús. Alistó su sentido auditivo y atravesó la peligrosa calle sin más ayuda. Poco a poco, con bastón en mano se perdió entre la gente de esta ciudad, sin más diferencia que aquella que los hombres hacen al notar su ceguera.

La Mili

Carlos Alberto Patiño

La Mili se sabe defender. Ya lo demostró. Todas sus habilidades de resistencia impidieron que una partida de camajanes (Peje dixit) se la llevaran.
La Mili es una camioneta de modelo reciente, y hay que decirlo, muy consentida por su dueño, mi viejo amigo, Roger, el caminante, a quien ya hemos paseado por este espacio.
La aventura no fue agradable, pero terminó con bien. Roger tiene una perra, la Dana. Cada fin de semana la llevaba a pasear a la Cima, en los límites del Distrito Federal, rumbo a Cuernavaca.
Esta vez los acompañaba Lupita, la esposa de mi amigo. El sitio es ideal para satisfacer los ímpetus ambulatorios de Roger y los bríos de la Dana.
Habían terminado su paseo, cuando de entre la maleza les salió un grupo de tipos embozados y provistos de escopetas. La Dana es valiente y empezó a gruñir. Con prudencia, Roger la tranquilizó.
Los despojaron de dinero, celulares, relojes, y los obligaron a subir a la Mili para internarse por brechas que conducen a quién sabe donde.
En un lugar aislado se detuvieron, y, para asegurarse de que mis amigos no huirían, quitaron la batería a la Mili.
Se llevaron el estéreo y los dejaron ahí, quizá para ir a buscar herramientas con que terminar de desvalijar el transporte.
Se hizo de noche y la pareja con la perra padecía de frío y miedo. Con las primeras luces se decidieron a salir, y a campo traviesa, lograron llegar a la carretera.
Volvió mi amigo con la policía por la noche, después de levantar la denuncia correspondiente, pero lo intrincado del camino y la oscuridad impidieron localizar ala Mili.
Al tercer día de los hechos, volvió el comando a la búsqueda.
Y sí, en una vereda oculta por los árboles, estaba la Mili. Aparentemente intacta.
A su alrededor había huellas de un camión con el que habían querido arrastrarla. Se veían señales de intentos de forzar las cerraduras, pero ni el cofre, ni las puertas, ni la cajuela cedieron. La Mili resistió como las buenas.
Le quedó una chapa fracturada como marca de guerra, pero venció.
Aun al operador de la grúa que acudió al rescate le costó trabajo trasladarla.
No, si su camionetita no se deja de cualquiera, ayúdeme a convencerla, comentó.

16/11/04

11/19/2004

Bienvenidas a casa

Jessica Zermeño

Esta es la historia de dos valientes chicas que un día decidieron emprender sus vidas lejos del cariño de sus padres. Ahora serán Charo y Jelo. Jelo y Charo.
Ambas familias pusieron el grito en el cielo. Ciertos tabúes impiden la comprensión. ¡Cómo dos mujeres solas¡ Esta ciudad es muy peligrosa. Y así miles de malos deseos. Pero si no tienen dinero. No saben lo que es mantener una casa. Van a terminar peleadas y con deudas. Aun así, ilusionadas emprendieron el sueño. Buscar un hogar.
Caminaron por las calles de la colonia Juárez. Apuntaron cantidad de teléfonos. Visitaron departamentos sin tener cita. Algunos inquilinos fueron convencidos por las chicas para mostrarles sus viviendas. Eso les dio una idea de lo que querían. Pero no todo fue tan sencillo.
Rentar un departamento en pleno siglo XXI es muy complicado.
Primero, un lío para encontrar a la dueña, conocer el departamento y precios. Más tarde todo el papeleo y un aval.
El primer día se quedaron en espera por más de dos horas y media. Una confusión hizo que la señora Ema asistiera a otras de sus propiedades.
Finalmente, lograron conocer el lugar de sus sueños. Sencillo, de dos recamaras, un baño y una pequeña cocina, sin estufa.
No era nada comparado con la casa en la que habitaron por más de 20 años, pero lo llenarían de ese calor de hogar.
Recorrieron los vacíos rincones del departamento número 9. Ya veían sus nuevos días de penas y glorias en las paredes que ahora guardarán sus secretos.
La ilusión no se pudo ocultar en sus ojos. Aunque el precio hizo un nudo en sus gargantas. ¡Vaya tontas, qué esperaban!
No importó. Ya habían hecho cuentas y estaba dentro del presupuesto, algo apretado, pero quedaba cubierto. Las nuevas responsabilidades había que adquirirlas desde ese día.
El compromiso de palabra se logró. Ema fue amable, aunque no accedió a entregar hasta dentro de una semana el nuevo hogar.
Para estas fechas, las paredes susurrarán “Bienvenidas a casa”. Y un sleeping y varias maletas serán las únicas pertenencias que ayudan a evitar el extraño eco, ese que les recuerda el ruido de casa que ya no escucharán.

Un puro dolor

CARLOS ALBERTO PATIÑO

Lo vi en la madrugada, sentado en la banca del parque. Pese a la hora, me acerqué. Algo en él llamó mi atención. Claro, si somos viejos conocidos. Vaya que lo somos.
Lo insólito de la situación no lo sorprendió. Su mirada parecía decirme "te estaba esperando".
Sin mediar saludos, empezó a hablar:
"Es el dolor, ¿sabes?. Eso es lo único que me queda. Es todo lo que ella me provoca. Se fueron la ternura, el cariño, el amor. En algún momento empezó a asomar el rencor, pero ya ni eso. Simplemente un dolor puro, profundo, intenso.
"Lo consiguió poco a poco. Alzando barreras, interponiendo indiferencias, marcando distancias.
"Ni siquiera amistad ni afecto. Nada pude lograr. Es conmigo como una baldada emocional, sin capacidad de expresar un sentimiento positivo. A veces, cuando todavía buscaba explicaciones para su contradictoria cercanía, llegué a pensar que el bloqueo obedecía al miedo de despertar mis esperanzas, pero que, en el fondo, sin saber cómo manejarlo, tenía algún cariño. Pero no, todo era ilusión.
"Tampoco acepté que fuera una tipa utilitaria. Nunca me alcanzó la imaginación para eso. Dicen que me sobra ingenuidad.
"Yo era su amigo. Más allá de mis emociones profundas, siempre estuve atento a sus necesidades, a sus deseos, a sus problemas. Sin embargo, fueron contadas las veces que pude acudir a ella como amiga. Y menos fueron las ocasiones en que ella mostró algo parecido a un supuesto amistoso.
"No me importó, ahí seguía mi mano siempre dispuesta. Hasta que la rechazó. No sé si consciente o inconscientemente. Quizá es su invalidez emocional. No la culpo.
"En fin, lo que mejor obtengo de ella es este dolor.
"Me han aconsejado que ya lo deje, que acabe con él.
"Pero si eso es todo lo que consigo de su parte, no tengo más remedio que conservarlo. Es lo único que me deja, pero viene de ella."
Quise hacer algún comentario, darle ánimos, pero los ojos del personaje ya me despedían.
Lo dejé ahí, en la banca, guarecido por la noche y cultivando su dolor. Ese dolor que también comenzó a inundarme.

Sombras de teatro

Jessica Zermeño

Era un sábado. No como cualquier otro. Hacia meses que no se veían. Que no sabían nada el uno del otro. El lugar del rencuentro no era el mejor. Había desventajas. Sin embargo, el destino intentó un acercamiento, quizá el último.
En el ambiente se revivieron los días de gloria. Las tardes de bailes incansables. Las risas desvariadas por cualquier tontería. La amistad a flor de piel, motivo de conflictos. El corazón que se entregó sin preguntar por qué. Las peleas. Los secretos contados. Los miedos conocidos.
No fue fácil llegar. Aunque el camino era el mismo. Ese que desde hacía más de siete años un día comenzó a vivir. Pese a regaños. Aún en contra de la familia.
De nuevo en busca de la magia que ese lugar le guardaba.
Recorrió con tristeza las calles cercanas del barrio Bravo de Tepito. Cuan sería su valor y coraje que no importaban las malas noticias de asaltos y muertes tan característicos del lugar.
La mirada baja. El corazón latió. Frente a sus ojos la morada de sus sueños. La vieja casa de cultura Enrique Ramírez y Ramírez. Recordó el bien y el mal que le provocaba estar ahí.
Las palabras fueron pocas. Las lágrimas cayeron al mismo tiempo que sus sentidos asimilaron el hecho de que el corazón de su amigo había dejado de latir.
Desde ese día, ese viejo teatro anida los recuerdos más emotivos de su amistad. Memorias que duelen entre las bancas, las luces, el escenario y el maquillaje que ayuda, sólo un poco a olvidar, a ser un nuevo personaje que evite recordar el dolor de haber perdido un amigo.
Ahora, una sombra más se ve recorrer los viejos pasillos del teatro...

Avatares acuáticos

Carlos Alberto Patiño

El agua es cabrona. Esa es la lección básica de los ingenieros hidráulicos. Cada vez que uno se refiere al tema, los expertos dan como primera explicación ésa que seguramente fue una de las primeras advertencias que recibieron cuando estudiantes.
De que el agua es como dicen los especialistas, las muestras son abundantes en la historia de nuestra ciudad. La más reciente la tuvimos en Iztapalapa. Y fue más o menos leve, si la comparamos con un caso como aquel que ocasionó la muerte de un conductor en uno de los puentes del Periférico.
El agua merece esa calificación por los estragos que causa tanto por su abundancia como por su escasez. Incluso por su comportamiento físico, por ejemplo, el llamado “golpe de ariete” que se produce cuando una gran cantidad de líquido se precipita. La fuerza del impacto es tal que puede arrasar con casas y vehículos de los más pesados.
Aun en pocas cantidades, su efecto puede ser letal. Recordemos el tormento chino que consistía en dejar caer una gota de agua sobre la cabeza de un condenado hasta que el golpeteo permanente le perforaba el cráneo.
El agua acaba por erosionar la roca más dura y disuelve casi cualquier sustancia. Si encuentra un orificio, por pequeño que sea, empezará a filtrarse y a ampliar el hueco hasta terminar con cualquier barrera. Por eso las cortinas de las presas son vigiladas minuciosa y constantemente.
El agua es así, y yo lo sabía, pero nunca fui más consciente de ello como cuando, al pasar frente a una fonda, recibí una buena cantidad de líquido que una mujer lanzó desde el local, tras hacer la limpieza. Quedé helado, y ya imaginará el lector el aroma del cubetazo. Entonces recordé el adjetivo de los ingenieros, pero no fue precisamente para el agua. Se lo había ganado con creces la oportuna dama.

Colecta para un sepelio (El Güero)

Carlos Alberto Patiño

Le decían El Güero, aunque todos en el rumbo sabían que su nombre era Carmelo. Cada mañana, de lunes a sábado, despertaba al vecindario con los chiflidos que daba para avisar de su llegada por la basura. Nada de los campanazos tradicionales. Un largo silbido y el grito ¡la baaaasura! hacían que en casas y departamentos corrieran señoras, señores y muchachas para entregar los desperdicios hogareños.
Algunos, los más ocupados o los más flojos, tenían ya apalabrado al Güero para que, mediante un incremento en la propina, recogiera las bolsas que se habían depositado la noche previa frente a las puertas.
El acuerdo solía llegar a que debajo de la bolsa estuvieran las monedas suficientes para asegurar que Carmelo se llevaría los desechos. El inconveniente era que a veces la basura permanecía acomodada en su lugar, pero las monedas desaparecían. Eso ocurría con mayor frecuencia cuando el hombre y sus colegas decidían hacer una incursión a la pulquería que al final de la calle sobrevivía a los cambios de las costumbres etílicas urbanas.
Una sábado por la tarde, cuando ya el recorrido tradicional debía haber concluido, alguien empezó a llamar a las puertas del vecindario. Eran un par de muchachos de piel blanca y gesto compungido.
Pedían una cooperación para enterrar a su padre, que había sido atropellado precisamente en la lateral del periférico, a unos pasos de la salida de la pulquería.
Por los rasgos y el relato, nadie dudó en que los chicos eran los hijos del Güero. Fueron abundantes los donativos de los vecinos que estimaban a su recolector de basura.
Con dolor y preocupación, los clientes empezaban a preguntarse quién sustituiría a don Carmelo, tan servicial y de confianza.
El lunes siguiente, cuando los más diligentes se preparaban para perseguir al camión de la zona y entregarle su basura, resonó el chiflido del Güero.
Ahí estaba, sano, completo y reclamando su propina.
No, cómo me voy a morir, decía a los curiosos, no, y menos atropellado, con el tiempo que llevo andando en las calles. Qué par de chamacos tan mañosos, remataba, para seguir al siguiente edificio a hacer su cobranza.
Poco tiempo después se le vio salir de la piquera escoltado por los dos muchachos. Efectivamente, eran sus hijos, ahora enviados por la avergonzada madre para evitar que Carmelo organizara otra cooperacha fúnebre.

Maléfico plan

Jessica Zermeño

Era una trágica tarde de viernes. Corría de un lado a otro huyendo de mamá. La sola idea de su escalofriante plan, me hacía implorar piedad. Ella no podía estar en sus cinco sentidos.
Las mamás suelen olvidar cosas, la mía es de ese club, pero esta vez la pesadilla llevaba ya varios días.
“Vamos Jessy, esto no dolerá”, decía con voz tierna. Pero yo me resistía, en parte sí por cobardía y por una especie de alergia al dolor.
A quién se le ocurrió la idea de amarrar el extremo de un hilo a la puerta y el otro, a mi pequeño y desafortunado diente de leche. Pero eso era lo de menos, lo malvado venía cuando había que cerrar la puerta para arrancar el diente de mi encía.
Ni loca podía permitir que mi madre utilizara esos métodos en mi boca. Sólo tenía seis años, demasiado joven para sufrir.
Debo reconocer que mi enemigo era muy insistente. Y fue ahí donde conocí la vieja historia ambiciosa que a muchos niños hace caer. La frase era contundente. “Si no, no te traerá nada el ratón”. Muy seductora, pensé. Pero no me convenció.
Fue la abuela mi gran salvadora. “Tarde o temprano se caerá sólo” dijo. Y yo, estaba dispuesta a esperar. ¿Cuál era la prisa?
Mamá abandonó su maléfico plan y yo, no sé por qué extraña razón me puse sus viejos patines. Material prohibido para mí. Quería demostrarle que ya sabía patinar. Logré esquivar el comedor. La velocidad aumentó. ¡Yujuuu! la vida sobre ruedas era divertida, hasta que se me atravesó el sofá.
¡Que buen golpe¡ Muchas lágrimas y enojo. Mi diente se había caído con el impacto. El dolor era terrible. No el de la encía, de eso ni me percate. Tuvimos que buscar con lupa mi diente. No podía perderme de la gran recompensa que el Ratón de los dientes dejó bajo mi almohada esa noche.

Roja, comme il faut

Carlos Alberto Patiño

Roja, dije sin dudar. Me preguntaba el taquero por la salsa. Nada de mayor importancia. Pero al expresar mi elección, algo hizo ping, allá adentro, donde las neuronas fosforean cuando logran una sinapsis. Es que lo de escoger a la roja me es algo automático. El chispazo en aquella cena fast track me hizo recordar la infancia.
Siempre elegí la ficha roja en los juegos de mesa, ya se tratara del parkasé o de la lotería. Incluso en el turista o en la carreterita, el auto rojo era mi preferido. Al extremo de rehusarme a jugar si alguien se adelantaba o pretendía que participara con la ficha o el auto amarillo.
Una vez, en una feria, gané un juego de raquetas con un gallito. Muy, bien. Una era roja y la otra azul. Ah, las que hube de pasar para que mis hermanos escogieran la azul a la hora de jugar en la azotea, o, en un descuido familiar, en la esquina, con esa banda que tan bien nos hizo.
Rojo, pues, es el color de mi destino.
Lo malo es que esa pigmentación suele ser complicada. Por ejemplo en los semáforos que se empeñan en abandonar el ámbar justo cuando uno pasa por el crucero. O, en el futbol. La maldita tarjeta bermeja aparece, siempre injustamente, si uno decide responder con una discreta patada al contrincante que quiere meter un gol. También si, con toda cortesía, se le mandan saludos a la progenitora de un árbitro débil visual (así se dice ahora a los cegatos), de esos que marcan un penalti sin respetar la celebérrima mano de Dios.
En fin, que eso de optar por la Roja, ficha, salsa, tarjeta o..., tiene sus asegunes.
C’est la vie, dicen los clásicos. La vie en rouge, diré, parafraseando a la Golondrina, a doña Edith Piaf.
Vale.

Un hombre de adicciones

Carlos Alberto Patiño

Siempre lleva un libro consigo. Al trabajo, a la escuela, a comer, a los cafés y bares, hasta a hospitales y funerarias.
“Quién sabe cuándo se presente una emergencia de lectura”, dice a los preguntones
Ese es uno de sus vicios. Otro es la habilidad para ingerir y expeler humo de tabaco. También se confiesa aficionado a los tintos, al café, a desvelarse y a navegar en Internet.
“¿Qué puedo hacer, si soy un hombre de adicciones?”, confiesa.
Por eso se reconoce como un enamorado perenne, sobre todo si de causas imposibles se trata.
Como también padece de adicción al trabajo, tiene que darse maña para cultivar sus dependencias. Tal vez esa sea la causa de las ojeras de mapache que luce de manera casi permanente.
No hace mucho adquirió una nueva afición. Y más vale no tocarle el tema, porque puede pasarse horas hablando de él.
Una noche dejó pasmados a sus amigos. Llegó y dijo: “Nunca creí que me pasaría toda la tarde abrazado de un tipo.”
Cuando todos empezaron a mirarlo como a bicho raro, añadió: “Runfla de canallas mal pensados. Estuve con mi nieto, cargándolo toda la tarde. Y la verdad que ésa es una de las experiencias más agradables que he tenido.”
El muchacho en cuestión tiene ya casi dos años y lo está obligando a convertirse en fan de dos películas y sólo dos: El rey león y un documental llamado Baby School. Son horas y horas las que se han pasado mirando los videos.Todo parece indicar que hay un nuevo ejemplar de adicto en esa familia.

11/17/2004

El reencuentro

Crónicas al vuelo

Jessica Zermeño

Hace tanto que dejó de verla. Apenas entraba a la adolescencia. Las cosas no suelen ser fáciles en esa época. Aún así el cariño nunca muere.
¡Que tardes de fantasía con la abuela! La magia, los dulces sin limitaciones, juegos eternos, consentimiento total, tardes de cuentos. Muchas caricias, abrazos, curaciones de raspones y lágrimas por el hecho de crecer.
Esa tarde preparó todo para el reencuentro. Revivió sus memorias, cargo con ellas. Con la última foto donde están juntas, muestra del paso del tiempo.
No olvidó un obsequio, como hacerlo si nace del corazón. Alcatraces blancos, una docena. Sus favoritas.
Preparó un discurso. Nada formal, sólo palabras que de pronto llegaban a su mente. Esas que un día no pudo decir porque ya estaba lejos. Aún así nunca es tarde.
Partió en su búsqueda. Lo hizo sola, el reencuentro era duro, triste desde aquel mes de febrero del 99 que se distanciaron.
Hubo lágrimas, poca comprensión de su decisión. La familia lo resintió, pero lo aceptó. Ella no.
Llegó al lugar donde está ahora la abuela. Tiene un gran jardín. Muchas flores, aunque no todas son de su preferencia. El espacio es poco, muy reducido pero se acopló.
Caminó por el pasto hasta donde se encuentra. Fue un momento difícil, un nudo en la garganta evitó las palabras. Pero no el amor. Y aunque ese sentimiento de abandono y soledad se volvió a sentir, se consoló con el hecho de saberla cerca.
No pudo mirarla nuevamente a los ojos, ni darle un abrazo, es difícil dárselo a una tumba.

La amada

Crónicas al vuelo

Carlos Alberto Patiño

Es femenina y por lo tanto, contradictoria.

Te atrae y te rechaza.

Cuando la buscas, no te responde, pero si la ignoras, te daña.

Puedes estar seguro de que la conoces, pero ella te demostrará cuánto te falta.

Su edad es engañosa. Te muestra sus rasgos infantiles y una faceta adolescente; pero posee también los más antiguos espíritus.

Es deslumbrante al mismo tiempo que sórdida. En sus recovecos ofrece virtudes y vicios. Encanta con unas, te pierde con los otros. Como las plantas exóticas te llama para devorarte.

Su cabellera resplandece rojiza en las madrugadas y por las noches se ilumina, pero guarda sombras que te hieren.Es territorio de todos y de nadie. Se da, pero te repele. Te llama, se aleja, te reclamaEs tan bella como peligrosa; tan violenta como seductora. Cuando se estremece, mata; apacible, te convoca; violenta, te amenaza.

Es rica y pobre. Dominante y humilde. Orgullosa, triste, encantadora. Muchos y muchas han querido domeñarla. Le hablan, le susurran y le mienten, pero son tan pocos los que logran conquistarla.

Es pródiga con encumbrados y parias. Aloja a desesperados, noctámbulos y madrugadores. Emocionada escucha lisonjas, indiferente oye denuestos. Si le place, responde; si se abruma te ignora. Tiene actitudes de diva y de santa.

Puede darte lo que necesitas o negarte todo. Por eso la buscan muchos, por eso tantos la odian.

Es altiva por derecho propio, tierna por naturaleza, salvaje por convicción y noble por herencia. Confunde a los extranjeros, pero se entrega a propios y extraños.Es tierna y amarga, dura y fascinante. Es mi ciudad, la de México, la nuestra.

2001-2004