8/22/2005

Invisible sobre ruedas

Carlos Alberto Patiño

Si usted quiere hacerse invisible, no necesita impetrar a Hades, cuyo casco otorgaba a sus favoritos para desaparecer a las miradas de sus prójimos. Tampoco tiene que rogarle a Agnus, el dios celta del amor, que dejaba a sus consentidos usar su manto de invisibilidad. Vamos, ni siquiera tiene que pedirle a Harry Potter que le preste la capa que le legó su padre.
No, para desaparecer, únicamente tiene que montarse en una bicicleta.
Me consta.
Se sube usted a uno de estos vehículos de dos ruedas y, automáticamente los conductores de cualquier tipo de transporte, lo ignorarán.
Trate de circular por cualquier avenida y lo comprobará.
Le van a abrir las portezuelas al paso, seguro.
El pasaje de microbuses y taxis descenderá exactamente sobre usted.
Intente cruzar la calle con el siga de su parte. Si no lo hace cubierto por otro vehículo, se le vendrá encima cualquier cafre. En la lógica de los conductores, un ciclista cuenta menos que un peatón.
¿No me cree? Súbase a una “bicla” y trate de sobrevivir.
Pero no pedalee por las inútiles ciclopistas. Hasta ahora, a los lugares a donde debo desplazarme no coinciden con los peje-sheinbaun delirios.
Láncese a las pruebas duras.
Intente circular por Revolución, acérquese a Cuauhtémoc. Pruebe a sobrevivir en el Eje Central.
Una vez, en la segunda sección de Chapultepec, donde parecía haber cierta seguridad, un tipo paró su auto y abrió la portezuela- Su perra, una hermosa golden retriever, salió corriendo cuando el amo terminó de abrir.
Lo malo es que no me dio tiempo de frenar. La perra se puso a mi paso.
El golpe que le di y el que yo obtuve en el asfalto nos paralizó.
El dueño se atrevió a sugerirme que castigaría a la perra...
Imbécil, la perrita sólo respondía a sus impulsos. Si alguien debió recibir una reprimenda era él, el estúpido conductor.
Hay un antídoto para la invisibilidad del ciclista.
Va así.
Un día pedaleaba por San Angel. La subida de Insurgentes a CU es pesada. Me detuve frente al Sanborns. Un momento, para tomar aire.
Llegó una tipa en un auto de lujo. Lo enfiló hacia el espacio que yo ocupaba. Todo el que puede abarcar una bicicleta.
Me hizo señas de que me quitara. Ella debía estacionarse.
No me moví.
Ella insistió. Cuando le dije, señora, el lugar está ocupado, yo estoy aquí, me miró incredulísima. ¿Una simple bicicleta me priva del estacionamiento? Se lo reiteré. El lugar estaba ocupado. Me maldijo, y se fue.
Pero yo cobré el triunfo. Dejé de ser invisible para los manejadores.
Hubo mérito. N´est-ce pas?

8/07/2005

Regalo

Carlos Alberto Patiño

¿Cómo se la presentas?¿Cómo le explicas esta ciudad a unos ojos azules que vienen de fuera?
¿Empiezas por sus avenidas o por los vericuetos de sus callejones?
¿Le cuentas de la cuadrícula que trazó Hernán Cortés con el alarife Alonso García Bravo?
¿Le narras cómo se expandió para ser uno de las más grandes del mundo o la llevas a esos minúsculos rincones que avivan los placeres?
¿Serías capaz de advertirle de los riesgos de viajar en taxi o la llevarías a ver tus sitios favoritos?
¿Le dirías de los riesgos de los sismos o la paseas en una trajinera?
¿Tendrías el valor de contarle cuántas mujeres están en prisión por salvar a su hombre, o le contarías las leyendas de sus calles?
¿Preferirías llevarla a recorrer las veredas coloniales que le dieron fama?
¿La llevas a mirar las hornacinas del viejo primer cuadro o le muestras los excesos de la arquitectura naïve que se extiende por la ciudad?
¿Le presentas a los viajeros de la noche o le ofreces las delicias de un amanecer?
¿Qué ciudad le vas a dar? ¿La que padecemos cada día o la que nos enamora?
¿La que seduce o la que te cobra?
¿La magnífica o la nefasta?
¿La que podemos recorrer o la que nos rebasa?
¿Se la damos así?
Dejémosla que la viva, que la sienta y que luego la cuente a sus compatriotas.
Se la regalo. Así es.

7/30/2005

El Ingeniero

Carlos Alberto Patiño

“El Ingeniero” se paseaba por las noches. Recorría la parte baja dela casa, donde estaba el taller del negocio de mi padre. A veces, también hacía una ronda en la parte superior, en el área de oficinas. Eso sí, siempre tuvo el buen gusto de no deambular por las habitaciones que ocupaba mi familia en la parte trasera.
El personaje era un fantasma ocupado en revisar la casa. Por lo menos eso decían los empleados a los que se les había aparecido cuando debían trabajar de noche.
Eso era todo lo que hacía, dar un rondín por la vieja casona.
¿Cómo sabían los trabajadores que era un ingeniero? Eso es parte del misterio, porque nunca supieron explicarlo. Pero el fantasma siempre conservó el grado académico. Anoche vi a “El ingeniero”, decían quienes se habían topado con él.
La casona está en la esquina de José Martí y Carlos B. Zetina, en Tacubaya. Pasé ahí algunos años de mi infancia. Es una construcción vieja, y ya lo era cuando llegamos a vivir ahí.
A mí nunca se me atravesó el fantasma, así que no puedo dar testimonio más que de los dichos de los empleados.
Además del aparecido, la casa se veía invadida, de vez en cuando, por algunas ratas. A esas sí las vi, y para algunos, los bichos resultaban mas aterradores que el espíritu ambulante. Sobre todo cuando había que liquidarlas por el método de sumergirlas en una cubeta de agua.
Nabora, la empleada doméstica lo hacía con la misma frialdad con la que le torcía el pescuezo a un guajolote destinado a una olla de mole.
Con todo, la casa era divertida. Más los fines de semana cuando nadie trabajaba y mis padres salían. Las excursiones por las oficinas y talleres eran emocionantes aventuras clandestinas, aunque realmente nunca pasaba nada. “El Ingeniero” nos dejaba hacer y explorar. Hay que reconocerle que nunca nos denunció, era un fantasma con honor.

7/23/2005

Estorbos urbanos

Carlos Alberto Patiño

Por estorbosos, por eso los quitaron. Bueno, ese fue uno de los argumentos. Otro era su lentitud, y otro más las constantes averías que sufrían.
Los tranvías se extinguieron como los dinosaurios, aunque la gente los prefería por económicos, sobre todo los ancianos. Así se les decía, nada de adultos en plenitud u otros eufemismos, y nadie se ofendía. A los ciegos los llamábamos así, y tampoco se molestaban. Ellos mismos usaban la denominación. Nadie en su sano juicio habría pedido “una limosna para este pobre débil visual”.
Está bien, basta de desvíos, hablábamos de los tranvías.
“Ocho cincuenta cada martes, y a viajar por todas partes”, rezaba el promocional radiofónico de los abonos de pasaje. El boleto individual en los años 60 costaba 35 centavos.
Tuvieron una larga historia que abarca desde el siglo XIX, hasta la década de los ochenta del XX, con los últimos ejemplares transitando hacia Xochimilco.
De los de tracción animal ya hicimos referencia en estas crónicas: “No arrojen piedras” . De los eléctricos también se hizo mención en “Nudo urbano” y, colateralmente en “Rumbos recurrentes”.
Había dicho que si alguien que no los conoció quiere darse una idea de cómo eran estos armatostes, puede ver el frente de uno en el antro (mi antro) que está en Sonora con Insurgentes. Hay otro en Félix Parra con Río Mixcoac, y uno más en Patriotismo y Viaducto.
Por insurgentes dejaron de circular en 1971, por estorbosos, dijeron las autoridades. En compensación se rehabilitó uno de los primeros tranvías eléctricos, que con el número cero hacía recorridos turísticos de Alvaro Obregón a la ahora desaparecida glorieta de Chilpancingo. En 1979 fue jubilado.
El Metro tuvo su parte de culpa en la desaparición de los tranvías. Muy directamente con el que iba del Zócalo a Tlalpan y Xochimilco. Los carriles que usaba el tranvía fueron la base de la Línea Dos que concluye en Taxqueña. De ahí, las viejas vías se utilizaron para un híbrido entre Metro y tranvía: el Tren Ligero.
Así pues, la modernidad acabó con ese medio de transporte que estorbaba, pero no contaminaba.
Estorbaban, sí, sobre todo el que corría por los carriles centrales de Insurgentes, casualmente, por los mismos que ahora ocupa el Metrobús.

7/16/2005

Otras calles

Carlos Alberto Patiño

Ahora camina por otras calles. Ya no recorre ni frenética ni tranquila las de esta ciudad.
Ya no cruza bajo los arcos del Acueducto de Guadalupe ni se apura por Nápoles hacia la parada del transporte en Insurgentes.
Don Valentín Gómez Farías, don Guillermo Prieto, don Serapio Rendón y don Antonio Caso dejaron de verla pasar.
En Peña y Peña y Circunvalación no se escuchan ya sus pisadas rumbo al escenario. Ni por Benjamín Franklin, Progreso o Patriotismo puede seguirse su pista.
Marina Nacional la olvidó; Texcoco no presencia ya sus incursiones semanales en busca del almuerzo.
Las avenidas que rodean al viejo Palacio del Ayuntamiento se resisten a perderla de su memoria; Balderas y Juárez se afanan también por conservar su rastro; el World Trade Center añora sus caminares.
Ahora transita por calles cuyos nombres nos son desconocidos. Por barrios y vericuetos que va recreando con su paso; por zonas de esa ciudad, tan colmada de historia, que empiezan a reconocer la cadencia de su andar.
Discurre, ahora, lejana, por rumbos donde, con seguridad, dejará su huella.

7/09/2005

Se la llevó el Metrobús

Carlos Alberto Patiño

Era su día más temido: el último en que la vería.
Cuando se acercaba a la oficina, deseaba que ella no estuviera. Paradójicamente, si bien no se hacía a la idea de dejar de verla, tampoco quería tenerla enfrente. El dolor por la futura ausencia era intenso y lo paralizaba.
No, no estaba, pero llegó más tarde. Habló con la directora, recogió algunas cosas e inició la despedida.
No la dejó concluir. A cambio le ofreció acompañarla al transporte.
En el camino, ella hablaba de cuestiones que le importaban mucho, pero que a él le parecían fuera de lugar. No quería saber de esa vida futura.
El quería decirle otras cosas, quería, recordar con ella momentos compartidos, intereses momentáneamente comunes, las historias de la escuela. Los retos para escribir... Aquella novela que nunca terminaron de hacer a cuatro manos. Los días en que ella lo llevaba como acompañante al podólogo, o lo hacía presenciar bailables en casas de la cultura.
En esas y otras cosas pensaba sin atinar a interrumpir la enumeración de los planes para su próxima vida en otra ciudad.
Cruzaron hacia la estación. En el anden, él sólo logró musitar “buena suerte”. Llegó el vehículo y ella subió apresurada. Ni siquiera le pudo dar un abrazo. La despedida fue sólo un ademán mientras se alejaba.
Se la llevó el Metrobús, el nuevo transporte la sacó de su vida

6/19/2005

Peculiar nomenclatura

Carlos Alberto Patiño

Andaba por la calle de la Amargura. Pero esta vez no se trataba de ningún problema con alguna mujer. No, realmente transitaba por la calle de San Angel que lleva ese nombre. Debo confesar que sí había una tipa de por medio, pero nada que justificara el uso del dicho.
Conocí esa calle por azar, en una de mis vagancias. Nunca me imaginé que efectivamente, alguien había designado así una vialidad. Me causó gran sorpresa, como se la causo a muchos cuando les aseguro que existe la tal calle. Es la continuación de avenida de La Paz, cruzando Revolución.
Otro nombre que me sorprendió fue el del callejón del Sapo. Como muchos, lo atribuía a la mitología urbana, pero no. Está en el centro. Es más, hay otros dos callejones con la misma denominación. Uno en San Lucas Patoni y otro en San Pedro Xalpa.
Una calle más que me ha llamado la atención, ésta no por rara sino porque no se me ocurriría que el villano mayor de la historia de México mereciera tener una, es Victoriano Huerta. Y además no tiene una, tiene cinco: una, más o menos explicable, en la colonia Presidentes de México, las otras están en Ampliación Lomas de Guadalupe, Francisco Villa, Lázaro Cárdenas (paradójicas, éstas dos) y Ejido de San Agustín Atlapulco.
Y si Huerta alcanzó calle, por qué no Su Alteza Serenísima, don Antonio López de Santa Anna. Tiene dos, en Martín Carrera y en Lázaro Cárdenas, pero, cosa extraña, no figura en la colonia Presidentes de México. A Miguel Miramón también le corresponden dos, en San Angel y en Presidentes de México.
Porfirio Díaz tiene 98 referencias en la Guía Roji, en cambio a Maximiliano de Habsurgo nadie le asignó calle. Nuestro otro emperador, Agustín de Iturbide, tiene 34, y el nombre de Hernán Cortés, lo llevan 6.

6/11/2005

Choque por una mujer

Carlos Alberto Patiño

Era la pubertad, profunda, escalofriante, salvaje.
El reinado de la hormona no justificaba los hechos, pero explicaba todo. Esa especie de locura, esa cauda de impulsos, esos cambios de humor.
Estaba sumido en un caos, al que trataba de disimular infructuosamente.
No hacía mucho que esos seres, antes ajenos, comenzaron a parecerle simpáticos, aunque misteriosos... En realidad, las chicas le parecían francamente atractivas.
Pero la maldita timidez lo inmovilizaba, y entonces se volvió todo ojos. Agotaba sus esfuerzos en mirarlas, pero nunca se decidía a actuar.
Culpaba a sus padres por haberlo enviado a una escuela de puros hombres. Cuan feliz hubiera sido en un colegio mixto.
No podía salir a la calle sin que se le alterara el ritmo cardíaco. Y más, si tenemos en cuenta que apenas Mary Quant había impuesto la minifalda entre las jóvenes y otras no tanto.
¡Qué desfile de piernas, qué muslos maravillosos!
Una tarde salió de su casa, rumbo a un lejano café. Caminó hasta el cruce de Viaducto con División del Norte para abordar un camión en Insurgentes.
Se aproximaba ya el transporte. Calculó que se detendría a unos metros y caminó hacia el vehículo.
De pronto, por la acera, advirtió a una chiquilla secundariana. Destacaba por su falda rosa, seguramente arremangada en la cintura para acortar la longitud (eso hacían todas las estudiantes, pues los reglamentos obligaban a llevar la falda hasta la rodilla).
El la vio, la siguió con la mirada y... Se impactó con el frente del camión.
No hubo consecuencias, pues, por suerte, el armatoste ya se había detenido. Pero las carcajadas del chofer aún resuenan en sus oídos. Y eso que han pasado más de 35 años.

6/06/2005

Suceso en la nefasta tríada de Medellín

Carlos Alberto Patiño

¡Claaaaaudia!, gritaban los parroquianos, ¡Claaaaauudia!, insistían Es el clamor del Bull Pen, cuando algún grupo de asistentes quiere una canción en especial o la concurrencia en general exige la presencia de la cantante.
Es ya una tradición, una insignia del lugar. Cómo el chiste que siempre hace ella, cuando le dedica una pieza a Rubén, “que está hasta atrás”, es decir, en el fondo del local, y también en otras profundidades.
El grito de batalla de los asiduos al Bull se originó en otro antrucho, El Jacalito, de donde fue ella atractivo principal.
Ambos forman parte de la tríada mortífera de la calle de Medellín, que se complementa con La Burbu, sitio que ya tuvo su lugar en estas crónicas (aunque ahora me desistiría de algunos elogios, pero ésa es otra historia)
Claudia cantaba en el Jacal, y en el Bull, la música corría a cargo de “El Guarapo”.
Por las veleidades de la autoridad perredista, las clausuras dejaron fuera de combate a los dos antrillos por un largo lapso, situación que aprovechó “El Guarapo” para abrir La Burbu.
Cuando abrió el Bull, el espectáculo fue de Claudia. El Jacalito, recientemente de nuevo en funciones, hubo de conformarse con la ambientación de unos dijeis, pero promete pronta música en vivo.
Todo este preámbulo es para contar una breve anécdota.
Estaban “El Profe”, “El Tío Lalo” y “El Obi” en la Burbu, escuchando los sesenteros acordes de “El Guarapo”. El tipo estaba en una vena mamilísima, criticando a la clientela de los otros bares.
Terminaba ya su número cuando, de manera espontánea, de la garganta poderosa de “El Obi” salió una consigna: ¡Claaaaudia!, ¡Claaaaaudia!.
A “El Guarapo” se le congeló el gesto..., De inmediato, el grito de guerra de los trasnochadores inundó el recinto. Las otras mesas siguieron el coro de “El Obi”.
Al cantante no le gustó nada, pero tuvo que aguantar.
Y quizá ya se dio cuenta de que no es “su” clientela, lo es de la tríada.

5/31/2005

Inconscientes

Carlos Alberto Patiño

No quiero voltear, me dijo ella. Con ese comentario consiguió que inmediatamente yo dirigiera la vista al lado opuesto a su mirada.
Y, sí, era escalofriante. Un pequeño mozalbete de no más de tres años, sentado en el tablero del micro se sujetaba como podía para no resbalar de su “privilegiada” posición.
La madre estaba sentada en el asiento trasero del chofer, a quien supongamos que era el padre del chico.
El tipo manejaba con el sutil estilo que tienen los de su clase.
En ningún momento se le ocurrió cerrar la puerta. Ni cuando debía de dar la vuelta.
Una vuelta sin emoción no caza con el oficio, ya se sabe.
El chico se agarraba fuerte. Parecía ya tener una larga experiencia en esos vaivenes.
La madre no lo miraba, cosa que no me explico. Porque me consta que la vigilancia de las mujeres a sus críos en automática.
Pero ésta era como minusválida del instinto maternal. De otra manera no se explica.
Para cuando íbamos a descender, el niño decidió ir al asiento de su madre.
En eso oímos un balbuceo.
¡Había otro pequeño junto al asiento del conductor!
Que inconmensurable inconsciencia.

5/24/2005

Comida callejera

Carlos Alberto Patiño

Por antisaludable que sea la práctica, comer en la calles es un vicio muy extendido. Sé que no es bueno exhortar a otros a incurrir en esa forma de alimentación. De hecho, habría que desalentarla.
Sin embargo... Hoy les contaré de mis puestos antihigiénicos favoritos.
En primerísimo lugar está un expendio de birria. Es de veras digna de los mejores paladares la que preparan en la cuchilla que forman Doctor Lavista y Doctor Bernard, a una cuadra de avenida Cuauhtémoc.
La fama la comenzó a ganar con una promoción: si usted pide tacos, le regalan un consomé muy bien aderezado con la salsa característica de este platillo.
En el rumbo de Mixcoac, en Andrea del Castagno y avenida Revolución, a pocos pasos de la estación del Metro San Antonio, temprano, pero muy temprano, porque hacia las 12:00 del día ya no queda nada, hay que acudir a probar los tacos de hígado encebollado. Los preparan casi por tonelada, porque la clientela es voraz. Cientos de cebollas y de cortes de la víscera llenan la plancha de la que se desprende un aroma irresistible y que corresponde muy bien al sabor del guiso.
En Madrid y Paris, entre Reforma e Insurgentes está el puesto de “los memines”. La especialidad son los tacos de guisado, que caen muy bien a media mañana. La diversidad de los guisos revela una gran imaginación culinaria. Cada cierto tiempo aparecen nuevos platillos en el menú. Los he probado de chicharrón prensado, de bistec con papas y hasta de corazones de pollo. Cada nueva combinación de “los memines” es una agradable sorpresa para el paladar.
De los tacos de cabeza callejeros, habría mucho que discutir, pero yo recomiendo los que están en la contraesquina del mercado de Mixcoac (Tiziano y Revolución).
De gorditas y quesadillas ya resulta más complicado hablar, pues por todos lados hay ventas de estas delicias gastronómicas. Mi recomendación, las que preparan en el mercado sobre ruedas que se pone los domingos en Doctor Erazo, entre Doctor Lucio y Niños Héroes.
¿Y usted qué sugerencias haría?

5/09/2005

De madres

Carlos Alberto Patiño

Llevaron al bebé al parque (parque México). Lo pasearon, le mostraron las fuentes, los patos, las palomas y los perros.
Se cansó y su madre lo tomó en brazos.
Llegaron frente a la escultura que remata la explanada del teatro Lindbergh. Es esa de la fuente donde una mujer, con el pecho descubierto, vierte dos cántaros de agua.
El nene abrió tamaños ojos. No miraba los cántaros precisamente. Se quedó azorado con la figura. Su semblante indicaba que en su cabecita algo rebullía.
De pronto, extendió su manita y la metió por entre la blusa de su madre.

****
Fue su primer festejo del Día de las Madres. Había ensayado por semanas las Mañanitas y los bailes.
Llegó de buen humor a la guardería. Hola, abuelo, dijo cuando me vio. Fue un saludo corto, porque las maestras inmediatamente lo tomaron de la mano y lo llevaron al salón.
La madre y yo nos fuimos a las sillas preparadas para la ocasión.
Se abrió el telón y ahí estaba Miguel, entre decenas de niños. Una miss les ponía el micrófono, pero no fue consciente de la vocación del niño, y nunca se lo ofreció.
Eso ya no le gustó. Dejó que el rey David terminara con su enojo e hizo mutis.
Vinieron otros bailes y cantos.
En el número final, Miguel ya no aguantó la emoción ni el pánico escénico. Apenas se abrió el telón, avanzó al frente, primero con disimulo y luego en franca carrera hasta que alcanzó los brazos de su madre.
Ya no volvió al escenario.

****
(Con música de Joan Manuel Serrat)
Sí, la quiere, pero no acaba de aceptar, no acierta a entender el porqué. La chiquilla se fue de casa. La pequeña que cuidó y llevó en sus brazos salió a seguir sus propios caminos.
Conocía el pretexto inmediato –una discusión familiar-, pero eso no bastaba para justificar la salida.
Era algo más, era que la pequeña había crecido. Más rápido de lo que esperaba. Sí, muy rápido. Y la seguía viendo como a una niña...
No termina de asimilarlo. Sobre todo porque la chica había cambiado más cosas en su vida.
Sin embargo, señora, tiene que estar orgullosa. Va bien, saldrá adelante... Para eso la educó.

4/27/2005

El mirón

El mirón
Carlos Alberto Patiño

No hay remedio, ya somos así. Quiero decir, los hombres.
Bueno, se dan las excepciones, pero creo que me daré la licencia de cometer una pequeña falacia de generalización .
Les voy contar cuándo me di cuenta.
Era entonces un adolescente cercado por tormentas hormonales.
Tenía que ir a la biblioteca. No me da pena decirlo, yo era uno de esos bichos que frecuentaban las bibliotecas. Y me gustaba, lo digo sin rubor.
Para llegar al sitio, debía abordar un camión (35 centavos el viaje) de la ruta Popo-Sur 73 colonia del Valle.
Como siempre, llevaba un libro para sobrevivir al largo recorrido. Por la época, debe haber sido uno de Herman Hesse.
Y, ahí iba yo, concentrado en la lectura, en un momento levanté la mirada de las páginas y vi al frente.
¡Oh, sorpresa! Una chica de unos veinte años estaba sentada ahí con una minifalda –loor a Mary Quant-, para aperplejar a cualquiera.
Iba ella con una amiga ataviada con pantalones sin menor gracia.
Regresé a la lectura... Pero ya no entendía nada. Volví a mirar...
Retorné a las páginas, aunque concentrarme era imposible.
Volteé de nuevo.
Repito, era yo un adolescente, y además de anteojos.
Otra vez al libro, y otra vez a mirar.
No pasé desapercibido.
Las mujeres también son como son.
La amiga le comentó a su compañera, con voz suficientemente alta para que todo el pasaje la oyera: “Un ojo al gato y otro al garabato”
La chica sonrió y me miró a los ojos.
Ignoro los registros que alcanzó el color de mi rostro entre el rojo y el púrpura.
Me bajé en la siguiente esquina, ya no llegué a la biblioteca.
Pero les juro que si el gato me parecía bueno, el garabato compensaba con creces la balconeada que me dieron.

4/20/2005

Un verdadero arte

Carlos Alberto Patiño

No es un trago, es un arte, le dije.
Ella me miró intrigada. Su expresión era amable, pero no atinaba a dilucidar si se trataba de un simple comentario, de un elogio o de una franca crítica.
Tú díselo al barman, nada más. El va a entender, le respondí
Estaba en uno de mis antros favoritos, en Insurgentes y Sonora. La chica, Diana, era nueva, y, desde luego, estaba acostumbrada a servir rones, algún brandy, cerveza, si acaso palomas, piñas coladas y esa aberrante combinación llamada París de Noche.
Mi comentario me valió otra bebida de cortesía del cantinero, pues sí comprendió el sentido de mi aserto.
El coctel es sencillo, pero es un clásico.
Vermuth y ginebra, más una cereza o una aceituna.
Ya habrán adivinado qué mezcla es.
Las proporciones son muy importantes, y la textura lo es más.
De las cantidades depende que sea más o menos seco.
Pero en la textura es en donde está el verdadero quid. Los cánones lo demandan aterciopelado y traslúcido.
Esta es mi fórmula:
Primero se llena la copa con hielo frapé. Se le deja ahí mientras se hace la combinación.
En la coctelera se ponen cubitos de hielo, se agita para que todo el recipiente se enfríe; luego se añade una parte de vermouth seco por dos de ginebra.
Se bate por unos minutos. Ojo, dije se bate, no se agita.
Cuando el líquido está frío, se retira el frapé de la copa, y se vierte la mezcla en ella. Después se añade la aceituna.
Hay muchas variantes. Una vez solicité una en otro bar. Le dije, lo quiero estilo Bond. Claro, como no era mi letrado barman, no supo.
El modo del agente 007 es con vodka y muy seco.
Prepararlo requiere técnica, talento y estilo.
Por eso sostengo que es un arte, el martini, más que un simple trago, es un verdadero arte.

4/10/2005

Nudo urbano

Carlos Alberto Patiño

Era el verdadero paradigma del caos urbano. La confluencia de Insurgentes, avenida Chapultepec, Oaxaca, Jalapa y Génova formaban un auténtico nudo gordiano.
Cruzar por ahí y sobrevivir era una hazaña, Tanto para los peatones como para los automovilistas.
Para complicar más las cosas, por el lugar también circulaban tranvías. Era tan peculiar el crucero que había un letrero colgado de un poste que decía “Precaución, dos carros no libran”. La advertencia era para los conductores de los tranvías, pues si dos de estos armatostes, de ida y venida, se encontraban en el punto no podían pasar.
Así que debían detenerse y pasar por turnos, con el consiguiente bloqueo.
Los embotellamientos en las horas pico eran antológicos.
Por supuesto, también había autobuses y camiones refresqueros. Era como un cuento de Kafka.
La cereza del pastel: había sujetos que se estacionaban en doble y hasta en triple fila.
Algún día me tocó pasar horas mirando la marquesina del cine Insurgentes que anunciaba una serie de cortos de Flash Gordon.
Pero, como a todo nudo gordiano que se respete, a este se le resolvió de tajo, Esta vez no de la espada de Alejandro Magno, sino de la picota de Alfonso Corona del Rosal.
El regente terminó con el problema gracias a la construcción del Metro, que acabó con el laberinto para dar lugar a la glorieta que todos conocemos.

4/03/2005

Bolita y pollo

Carlos Alberto Patiño

Solía pasar las vacaciones de la secundaria en un taller de grabado. Era de un mi tío que me empleaba como chalán.
Ahí aprendí los secretos para hacer que la luz del sol produjera “charolas” de periodistas y judiciales. Tintas, ácidos, esmaltes, lijas y otra serie de artefactos intervenían en la labor.
Llegaba yo como a las ocho (ese “como” es una licencia poética para no hablar de cierto margen de impuntualidad).
Durante el día, la radio reproducía noticias, radionovelas como Kalimán y El Ojo de Vidrio. Un locutor, a quien llamaban el “Pico de oro”, se dedicaba a dar nota roja y promovía al celebérrimo Instituto Patrulla. ¡Imagínese!, apostillaba, cada vez que terminaba de dar una noticia espeluznante.
Como a las doce del día, aparecía don Pepe, el cerrajero, o su ayudante, Melquíades. La visita era interesada. Venían a proponer una “bolita” por los refrescos.
El juego era simple. El organizador trazaba en un papel tantas líneas como participantes había. En el extremo de una ponía un pequeño círculo. Luego, doblaba la hoja para ocultar la marca y cada uno elegía una línea. El que atinaba a la señal, pagaba los refrescos.
Todo iba bien, excepto cuando me tocaba pagar. Porque el trabajo era “voluntario”.
Había que hacer algo.
Así que con la asesoría de otro tío, se organizó la rifa del pollo.
Compraba un pollo asado, papas, rajas, tortillas, refrescos y alguna golosina. Luego me lanzaba al negocio de mi padre, a unos pasos del taller de mi tío, para vender los boletos a los empelados.
A la hora de la comida se realizaba el magno sorteo, y yo obtenía una pequeña utilidad que me permitía afrontar con dignidad el juego de la bolita.
Las primeras rifas fueron un éxito, pero como los ganadores debían compartir el premio con sus compañeros, empezó a no resultarles tan atractivo el asunto.
La solución era duplicar el premio, con el consecuente incremento en el precio para los participantes, lo que los alejaría aun más.
Llegó el momento en el que me quedé con el pollo por la escasa venta de boletos. Apenas salí a mano.
Languideció y se extinguió el negocio.
Y mi honor de apostador, qué.
Por suerte, se terminaron las vacaciones.

3/15/2005

¡Cuidado, Gregorio Segundo!

Jessica Zermeño

Durante toda su infancia Meli tuvo una seria inquietud por tener como mascota un pez. Alguna vez tuvo una tortuga, una muy grande. Que vivió en el patio de su casa y solía esconderse entre la tierra de la Duquesa, la perra pastor alemán que gustaba de perseguirla. Hasta que un día no se le vio más andar con ese particular ritmo sin presiones. Su caparazón estaba vacío.
La esperanza de tener un lindo pececito, se fue perdiendo poco a poco, por la seria paranoia de su madre.
“Los peces traen mala suerte porque son de agua salada” y cuando en algún momento a Meli se le ocurrió cuestionar tan ridículo argumento, descubrió que la mala información venía de varias generaciones atrás. Cuando la bisabuela se lo dijo a la abuela y ella a su vez a la madre de Melisa.
La adolescencia ayudó para que se olvidara de los peces. Al parecer la extraña apatía por los peces, ya experimentada en tres generaciones, estaba llegando a la cuarta. Pero se hizo más evidente cuando, Augusto, el novio de Meli, gran aficionado a los peces, trajo de nuevo ese viejo gusto infantil a su vida.
Él tenía una linda pecerita en su oficina, con varios especimenes y se propuso regalarle un pez. Ella se negó. Eso de tener peces en casa “trae mala suerte”, dijo tajante.
En cierta ocasión, le advirtieron de un gran regalo que la esperaba en casa de sus padres. Tardó ciertos días en pasar por su presente. Con gran sorpresa recibió una plantita, que detrás de su raíz guardaba un chistoso pez delta color rojizo. Melisa lo vio extrañada. Con cierto disgusto pero no podía hacerle el desaire a su madre.
Lo llevó a su departamento. El silencioso estado en el que vivía se le olvidó, porque como loca solía hablarle a quien había llamado “Gregorio”. Presumió al nuevo inquilino con todos sus amigos. Pero el gusto duró poco, sólo cuatro días. Cuando al grito de “ya llegue Gregorio”, su corazón se estremeció al verlo flotando aletas arriba. Y aquel color rojo cambió a azul. Sólo pudo tomar el teléfono y anunciar la muerte de Gregorio. Hubo quien la acusó de haberlo matado por haberle cambiado el agua sin las debidas precauciones, lo cierto es que la pérdida le dolió muchísimo.
A los dos días, su madre le entregó al renovado Gregorio Segundo, quien llegó desde hace tres semanas y a aprendido a vivir en feliz convivencia con Meli, la asesina de peces.

3/07/2005

¡Ser mujer es…!

Jessica Zermeño

Inexplicable, es necesario ser mujer para experimentar este hermoso género. En algún momento de mi vida llegué a pensar, algo que pasa por la cabeza de muchas: ¿Y si hubiera sido hombre?… Esto orillada por las difíciles pruebas que nos pone la sociedad.
Solemos ser juzgadas, no al igual que los hombres y las diferencias siempre son marcadas, sobre todo en una cultura con cortinas de un denso humo, llamado machismo.
Y desde pequeñas muchas escuchamos: ¿por qué no fue hombrecito?
Son pocos los padres que les dedican su tiempo, con la misma pasión que a sus hijos varones. Suelen hablar poco con ellas. Hacen una notable distinción entre ellos y ellas.
En la escuela, la oficina, en la calle, muchas suelen ser objeto de humillaciones cuando se les discrimina y son víctimas de algún tipo de acoso, tras esa falsa idea de que las mujeres pueden ser todo, menos un ser humano que siente y piensa.
Y aún así nos apasiona nuestra vida. La llenamos de ilusiones y alegrías. En las tardes frías, lloramos en soledad, sin una aparente explicación. Sólo porque un enorme sentimiento nos recorre.
Cambiamos de humor como logramos alcanzar las estrellas, en cuestión de segundos.
Somos capaces de sobreponernos de las peores derrotas y enmendar el camino para buscar la meta. Poco a poco hemos roto muchos tabúes y conquistado nuevos retos. El 2005 nunca será como hace un siglo.
Ser mujer es ser inocente, capaz, decidida, inexplicable, afortunada, sensible, misteriosa, inteligente, apasionada, audaz, creativa, complicada, llorona, coqueta, orgullosa, analítica, estratega, competitiva, noble, con alma de mártir, dramática, dispuesta a perdonar, a dar amor sin condiciones y a engendrar vida.
Hoy sé que si hubiera sido hombre, muchas cosas serían más fáciles, pero de verdad que habría deseado ser mujer…

Misceláneas

Carlos Alberto Patiño

Ahora los nombres están en inglés o comienzan con el prefijo latino súper. Sin embargo, las tiendas de moda no han desplazado por completo a las clásicas misceláneas. Lo que sí se ha ido perdiendo es el ingenio para denominarlas.
Por ahí queda una “Lupita” o la recurrente “Don Pepe”.
Antaño, como que había más imaginación. Recuerdo una que se llamaba “Las quince letras”. Tiempo me llevó descifrar el enigma de ese extraño nombre. Y era sencillo, sólo se debía contar los caracteres.
Otra había que se llamaba “La Y griega”, porque estaba en una bifurcación de calles. Menos misteriosa era la que se llamaba “Las seis esquinas”.
Una, obviamente influida por la propaganda de guerra, recibía el rimbombante apelativo de “La victoria de las democracias”.
“La ventanita”, como es de preverse, era un tendajón instalado en una recámara con vista a la calle.
Empero, la que más recuerdo no tenía nombre. La conocíamos como el puesto de Amadita. Sólo vendía golosinas: chicles de bola de a diez y veinte centavos, charamuscas, alegrías, trompadas y suertes, que eran un cilindro de cartoncillo forrado con papel de china y que contenía un pequeño juguete y dulces o minichicles.
En realidad, cosas simples. Únicamente para satisfacer las necesidades de un conjunto de chamacos golosos y para permitirle sobrevivir a la anciana propietaria.

3/01/2005

Para llevar

Carlos Alberto Patiño

Se llamaba Marcela. Tenía una figura estilizada, a la Marlene Dietrich o a la Andrea Palma, para ponerlo en términos más locales.
La recuerdo siempre bien arreglada. Era secretaria en el negocio de mi padre.
El relato que sigue lo conozco de oídas, pues no estaba yo en edad de presenciarlo.
Fue por un cumpleaños, un viernes social o por el puro ánimo de parrandear que un grupo de empleados decidió salir a tomar una copa. Así se dice, pero en realidad fueron bastantes más, como se verá.
Acudieron a un centro nocturno, que es como se denominaba entonces a los que ahora llaman antros. En esa época, antro era un tugurio, un sitio de mala muerte. En los centros nocturnos se bailaba y se bebía, como en los actuales antros.
Bien, menos explicaciones y más historia.
Empezaron a correr las copas de marras. Corrieron, corrieron y corrieron.
Se hizo tarde y se acabó el servicio. Los apresuraban a terminar sus últimos tragos y salir.
Había que irse, pero Marcela tenía un high ball o un martini casi entero. A ella no le apetecía tomar la bebida de sopetón ni quería dejarla. Hubo nuevas presiones de los meseros para que ya abandonaran el local. Era la época de Ernesto P. Uruchurtu, el llamado Regente de Hierro, y cualquier violación a los horarios podía significar una clausura.
-Pues me la llevo, dijo Marcela, y vertió el vaso o copa en su bolso. Con toda propiedad se levantó y dijo vámonos.
A la mañana siguiente, lo peor no fue la cruda, sino la sorpresa que se llevó cuando buscaba el bilé.

2/21/2005

¡El show debe continuar!

Jessica Zermeño


Nunca recordó si alguna vez tuvo pánico escénico. Sabía de aquellas personas que eran obligadas a salir en los festivales escolares. Vestidos con ridículos disfraces. Pero no era su caso. El primer evento masivo del que tenía memoria -y no gracias a su buena cabeza, sino a la magia de la fotografía-, se veía sonriente, feliz de la exhibición. Al contrario de las otras niñas apenadas a su alrededor. Las experiencias fueron llegando poco a poco. Por lo menos una por año, todos los 10 de mayo.
Fue en 1988, cuando tuvo su primer antagónico en un curso de verano. Montaron en obra, la película “Bailando bajo la lluvia”. Ella era la villana. Y si hay papeles divertidos en el teatro, ¡no hay duda de que son los de los malos!
Usó pelucas, vestidos largos -muchos-, se pintó la boca, los ojos, las pestañas y tuvo su propio micrófono. En fin para una niña de ocho años, eso si que era glamoroso.
Luego tuvo otras experiencias. Le gustaba disfrutar del calor de las luces. De esas que se encienden para sólo iluminarla a ella. De la mirada de un público crítico, amable, distraído, ingenuo, impresionado, asustado, risueño. En fin de todos los que ese día asistieran y se dejarán conquistar.
El primer autógrafo se lo dio a un par de niños, de no más de seis o siete años. Le regalaron una flor que cortaron del jardín y pidieron unas dedicatoria en una hoja de papel. Las lágrimas cayeron, no era algo que esperaba tras una función donde la autocrítica era más cruel que la del director.
Los días en el viejo teatro Enrique Ramírez y Ramírez transcurrieron sin sentir. Las paredes del camerino guardaron las lágrimas, los días de trabajo incansable, los problemas personales entre el grupo, la felicidad tras una función gratificante, las historias de fantasmas y la leyenda de que el escenario decide cuanto tiempo estarás en el. Los mejores aplausos se quedaron ahí, haciendo eco entre las butacas vacías y el escenario que sigue desgastándose por culpa de una gotera. Su energía se quedó atrapada ahí el día que tuvo que abandonar ese rincón de la cultura en la colonia Morelos. Una extraña enfermedad la hizo bajarse del show... Fue duro ver que éste continúo sin ella...

2/14/2005

El Abuelo

Jessica Zermeño

Era una tarde de viernes. de visita en casa de los abuelos. mis hermanas y yo solíamos llevar toda clase de juguetes para divertirnos jugando en la casita de madera, propiedad de todos los nietos.
La tarde transcurría y llegaba la hora de volver a casa. a mi abuelita le gustaba mucho que estuviéramos con ella, así que la tarea de convencimiento para que mi papá nos dejara a dormir comenzaba.
-Andale, mi hijito, déjame a las niñas, vienes por ellas el domingo, decía mi abuelita Raquelito.
Mi papá aceptaba tras nuestra promesa de portarnos bien y cómo no hacerlo, si don Epi , mi abuelo, sí que imponía respeto.
Un hombre muy alto, fuerte, de carácter menos tierno que el de la abuela; siempre serio. a veces preocupado.
Por las noches solíamos hacer muchas travesuras en la recamara. La tentación de ver dos camas individuales era irresistible. Brincábamos de un lado a otro, siempre en silencio. Alguna de nosotras se quedaba en la puerta para vigilar que don Epi no llegara.
Hace poco estuve de regreso. Han pasado mas de 15 años desde aquellos días. Don Epi ya no me aterroriza, aunque sigue siendo el mismo tipo alto y fuerte que promete darme un par de nalgadas si me porto mal.

Todavía, y qué mejor

Carlos Alberto Patiño

Los celulares son un problema. Tienen proclividad a perderse, pero, sobre todo, a ser robados. Yo he tenido varios. Unos se han ido en manos de asaltantes y otros se han caído, sin avisar, en taxis, calles y avenidas.
Mi hija pequeña ha sido despojada de todos los teléfonos que le he regalado, como lo fue la mayor, en un secuestro exprés, del aparato que con muchos esfuerzos se compró. Mi pareja, mujer cuidadosa por naturaleza, tuvo que entregar el suyo con el persuasivo argumento de un cañón de pistola.
Amigos tengo que los han olvidado en cantinas, otros los han cedido a mujeres efímeras, nada más por mantener la ilusión de reencontrarlas.
Eso pasa con estos adminículos tecnológicos.
Pero mi última experiencia con la pérdida de celulares tuvo un desenlace inverosímil.
Apuesto a que no me lo van a creer, pero así sucedió.
Tomé un taxi. No me gustó la forma en la que el taxímetro contabilizaba el servicio, y se lo dije al chofer.
Me bajé de mal humor, por sentirme abusado. Subí los cinco pisos que separan mi alojamiento del nivel de la calle. Y, al empezar a despojarme de los objetos cotidianos me di cuenta de que no traía el teléfono.
Se lo dije a mi pareja. Ella de inmediato marcó el número. No obtuvo respuesta, pero sí un dato. El celular no estaba apagado. Lo volvió a intentar, y le contestó el taxista. Sí, el teléfono era de su último cliente. Sí. Estaba dispuesto a devolverlo.
Le pagué el costo de la dejada para traerlo. Le agradecí con profusión la entrega. Me arrepentí de mis reclamos por la tarifa. Y me quedé sorprendido.
En esta ciudad... Todavía hay gente honrada.
Y qué mejor.

2/03/2005

El gran Melquíades

Carlos Alberto Patiño

Melquíades trabajaba en una cerrajería. Era buenísimo en su oficio, ninguna chapa se le resistía.
Tal era su fama, que los bomberos acudían con frecuencia a él para abrir las puertas de viviendas que se incendiaban.
Eso le valió el reconocimiento de propietarios que le agradecían haber evitado mayores daños por la rapidez con la que permitía el paso de los rescatadores y por salvar la puerta de recibir un buen hachazo.
El dueño de la cerrajería, don Pepe, estaba muy orgulloso de su empleado. En ratos de ocio, competían por ver quién resolvía con más velocidad el acertijo de una cerradura.
Incluso lo vi lidiar con una caja fuerte.
Todo de maravilla, hasta que llegó el día de su gran vergüenza, el oprobio de un fracaso.
Llegó un automovilista al local para solicitar que se arreglara la chapa de la portezuela. Melquíades tomó su herramienta y ofreció tener resuelto el problema en breve lapso. El conductor le respondió que no había prisa, pues debía realizar algunas diligencias.
Volvió a las dos horas, solo para encontrar al cerrajero atribulado frente al auto.
-¿Qué pasó? ¿Todavía no está lista?
-Híjole, respondió, no puedo abrir la chapa...
El dueño del vehículo soltó una sonora carcajada.
-¿Pues no que eras muy bueno en esta chamba? Resultaste bastante tarugo. Fíjate cómo la abro yo para que aprendas.
El hombre estiró la mano y quitó un lazo que amarraba la portezuela por el poste de la ventanilla.
-Anda, quítala y arréglala... Y para la próxima vez fíjate bien.
Melquíades no sabía dónde esconderse durante las siguientes semanas. Todo el vecindario se enteró de su ridículo.

1/25/2005

Una planta con abolengo

Carlos Alberto Patiño

Le decimos La Abuela, porque nadie nos pudo dar el nombre de la especie. La denominación proviene de su origen: Fue precisamente mi abuela que me dio el primer brote que tuve.
Eso ocurrió hace casi un cuarto d siglo, y, ahora mismo, tengo una de esas plantas en mi escritorio. Es una noble representante del reino vegetal, pues sus descendientes han llegado a todos lo miembros de mi familia y hasta han retornado a mis manos.
Su peculiar sistema de reproducción ha propiciado el ir venir de esta planta. Cuando la raíz topa con el fondo de la maceta, se curva y empieza a buscar la superficie; al alcanzarla, se convierte en un retoño, que, a su vez, empieza a alargar su raíz, con la consecuente proliferación de vástagos. Así he logrado conservar el legado de mi abuela por generaciones.
En alguna época de descuido, perdí el último ejemplar que tenía. La solución fue sencilla. Le pedí a mi madre una de las suyas, por supuesto, heredera de la que yo le di.
Mis hijas tienen ya sus propios cultivos de abuelas.
Fuera de la familia también hay poseedores de ejemplares. Las he regalado a personas que saben que ser elegidos para adoptar la planta es una señal de lo importante que son para mí.
La última la recibió una personita que acaba de estrenar casa.
La próxima está por ocupar un espacio en una importante oficina de este diario.
Así de lejos ha llegado La Abuela. Y sólo es una plantita como las que llenan los corredores de las vecindades de nuestra ciudad.

María, es obvio

Carlos Alberto Patiño

Era guapa, sin duda. Fue la secretaria de uno de los lugares donde trabajé. Tenía unos muslos capaces de hacer olvidar a cualquiera las faltas de ortografía que llenaban sus escritos.
Era bella y deliciosamente ignorante.
Estaba enamorada de su maestro de Conalep. Esas cosas pasan, aunque luego se nieguen o generen demandas.
Ella no tenía tantos problemas. Ahora, el hijo de mi mejor secretaria y de su prof debe ser un adolescente. En fin...
María tenía una larga lista de admiradores, dispuestos a revisarle los memos, a darle un masaje en el tobillo cuando se lo falseaba, o si estaba tensa, en el cuello.
La historia de siempre. Una chica guapa y un montón de tipos prestos a ayudarla, no sin otros intereses.
Pero como yo soy ingenuo, según me han dicho, no sé qué buscaba ese clan de seguidores.
María me dio una lección.
Dura, fuerte.
Me hizo ver algo que quienes ejercemos el oficio de la información no debemos olvidar.
Nuestros lectores no piensan como nosotros. Los periodistas que queremos revelar la verdadera verdad, tenemos que esforzarnos por entender los intereses y procesos de nuestros lectores.
Todo esto quiere decir que nunca debemos de dar por supuesto que lo que nos parece obvio, lo es para todos.
Un día, María no llegó a trabajar. Y hacía falta mandar un fax.
Entonces eso era una novedad. Y nadie sabia usar ese aparato del demonio. Buscamos el manual en el archivo. Buscamos y buscamos... En fin, lo resolvimos.
Al día siguiente le pregunte, Mari, ¿dónde está archivado el instructivo del fax? Nunca lo pude encontrar.
M e respondió con un candor envidiable. Pues en la “R”. ¿En la “R”?, me pregunté.
Claro, dijo la hermosa.. En la “R”
¿El fax en la “R”?, volví a preguntar
Es obvio, dijo, la fresca Mari. En la “R “ de Relacionado con el fax., dónde más, comentó.
Pues sí, era obvio, ¿verdad?
Cómo no me di cuenta, Mari.

Que no te la quiten

Carlos Alberto Patiño

Que no te la quiten. Camínala, conócela a pie. Abandona el auto y mira tu ciudad, ésa de la que quieren despojarnos.
No permitas que la delincuencia y los políticos te marginen de las calles. Gánaselas de nuevo, haz tuyo el pavimento, vive la riqueza de la arquitectura, recupera tus espacios.
De casa en casa, por los parques, en las esquinas, avanza con el deleite de transitar por un rumbo que te pertenece. Rescata el antiguo placer de los paseos. Aprende de tu urbe para que sea de nuevo tuya.
No dejes que el miedo te paralice. Defiende tu derecho a poseerla.
Por eso debes salir y recorrerla. Nunca te será propia si no la conoces en sus detalles. Descubre sus rincones mágicos, paladea el estilo de sus construcciones, hazte transeúnte de sus barrios.
Tampoco evadas tus responsabilidades. Tienes que cuidarla, como hacemos con nuestros seres queridos. Respeta sus paredes, mantenla limpia, conserva el agua.
No desesperes si un día cualquiera se remece. Está en su condición femenina estremecerse. Son sus llamados a nuestra conciencia y deben despertar nuestros impulsos solidarios.
Enarbola el privilegio de vivir aquí para acotar a los demagogos. Sólo si reivindicamos nuestra propiedad sobre ella, lograremos rechazar a quienes pretenden secuestrarla.
Y, ante todo, ámala. Sólo así se lograrás que se te entregue.

No arrojen piedras

Carlos Alberto Patiño

El muchacho corrió hacia el tranvía para dar un salto y colgarse en la parte trasera del vehículo. Es lo que se conocía como viajar de mosca.
Así se ahorraba los pocos centavos que costaba el viaje. La proeza de encaramarse en el armatoste, no era sencilla, pues siempre era probable la caída al arroyo con el consiguiente riesgo de ser atropellado por algún fotingo, de los que circulaban por las calles de la entonces muy ingenua ciudad de México.
Quizá deba aclarar qué es un tranvía, pues no todos los conocieron en funciones. Eran transportes pesados, como los trolebuses, pero que tenían ruedas de fierro y avanzaban sobre rieles.
Los hubo eléctricos. De ésos aún se puede observar el frente de un par, uno en la entrada de un bar que se llama Sixties, y otro en un antro que ocupa lo que fue la planta de electricidad de la esquina de Félix Parra y Río Mixcoac. No sé porqué este tipo de lugares gusta de los tranvías para su decoración. En fin, así algún espíritu curioso puede darse la idea de lo que eran estos carromatos.
Pero antes, en las primeras décadas del siglo xx, los tranvías eran de mulitas, y es en este tipo de transporte es en que se trepó nuestro personaje.
A las pocas cuadras del trayecto, sintió algunos golpecillos en la nuca. Volteó a ver quién le lanzaba piedras, pero nada. Siguió su viaje gratuito, pero de nuevo lo importunaron los golpes. ¡No avienten piedras!, gritó y volvió a acomodarse. Otra vez los golpecillos. Ahora sí, ya enojado, cambió de posición para descubrir al impertinente agresor. Nada ni nadie a la vista. Ya estaba por decidirse a bajar, cuando Zas, ahora el impacto fue en el rostro. Dolió, pero así pudo descubrir que no era ningún petimetre quien lo agredía.
Se trataba la punta del látigo del conductor, quien en su afán de imprimir velocidad a las mulas extendía con vigor y en toda su longitud el instrumento. Era un riesgo más del viaje de mosca en tranvía.

Mis cafecitos

Carlos Alberto Patiño

Vago y aficionado al café, como soy, a lo largo de los años he coleccionado una serie de cafecitos donde ejerzo la lectura o la buena charla. Les contaré de tres de ellos.
El primero es, sin duda, Café y Enanos de Tapanco, en la colonia Roma. Además de servir un muy buen exprés, el lugar se ufana de su café Tapanco, un capuchino aderezado con cocoa. Los bebedores de otros líquidos pueden encontrar una buena taza de chocolate preparado en batidor.
La carta incluye vinos chilenos y, lamentablemente, de California Los primeros cazan muy bien con la focaccia de jamón serrano. Los Enanos, como lo conocemos los amigos, también es galería. Los viernes hay grupos musicales. En fin de semana presentan obras de teatro, el domingo hay noche de tango. Y todos los martes a las 9 de la noche, desde hace 10 años, hay sesiones de cuenta cuentos. Vale la pena darse una vuelta por ahí. Está en la esquina de Orizaba y Querétaro.
Si caminamos por Orizaba hacia el norte, frente a la Plaza Luis Cabrera, está Non solo panini. La especialidad son los emparedados italianos. Yo recomiendo el de jamón serrano y el de salmón. Aquí también hay vinos chilenos aceptables y un italiano espumoso, el Lambrusco. Se pasa uno muy buenos ratos en las mesas exteriores con vista a la fuente.
Salgamos de la Roma, ahora vamos a la colonia Juárez. En Nápoles y Liverpool está el Gabys, un café de tradición. Aquí, además de tomar café, vale la pena observar la colección de cafeteras antiguas que adornan el lugar. También hay que mirar las caricaturas que moneros asiduos han dejado en las paredes.
Se me quedan muchos en el tintero, como un par más de la Roma, alguno en la Condesa y otro en Coyoacán. Ya les contaré.

Brotó una alberca

Carlos Alberto Patiño

En la parte de atrás de la casa. Bueno no exactamente, pues hay que tomar en cuenta una manzana de casas y una avenida de por medio. Ahí brotó una alberca.
El terreno era un gran campo donde había canchas de futbol, básquetbol, voleibol y una para un deporte que sólo ahí he visto practicar.
Era un juego llamado pelota mixteca, que deriva del juego de pelota prehispánico. Cuatro jugadores, ya no recuerdo bien, provistos con coderas, rodilleras y espinilleras de cuero golpeaban una bola de hule o de cuero, un poco mayor que una pelota de softbol. La idea era enviarla al lado de la cancha enemiga, como en el tenis. No, no había el aro de piedra que relatan las crónicas ni culminaba el encuentro con un sacrificio humano. Si acaso una mentada y luego a buscar un lugar para una buena ronda de cervezas.
Yo acudía a esos terrenos a volar papalotes.
Un día amaneció cerrado el deportivo. Solo se veía el ingreso de camiones, maquinaria y obreros. Desde una ventana de mi casa alcanzaba a ver como excavaban y excavaban. Ni idea tenía yo, entonces púber, de lo que ahí se construía.
La obra llegó a la fase del techo, se podía observar una serie de tambos que colgaban de las varillas de lo que sería el techo. Años después supe que esos botes estaban llenos de concreto y que era una innovación de la ingeniería mexicana para lograr la curvatura que el diseño del techo requería.
Luego, gran inauguración con asistencia del Presidente y toda la parafernalia.
Era la Alberca Olímpica Francisco Márquez. Ahí, México consiguió tres medallas olímpicas, dos en natación y luego en clavados.
También yo gané una medalla en esa alberca. Fue mucho después de la olimpiada de 1968. Pero eso ya es otra historia.