8/22/2005

Invisible sobre ruedas

Carlos Alberto Patiño

Si usted quiere hacerse invisible, no necesita impetrar a Hades, cuyo casco otorgaba a sus favoritos para desaparecer a las miradas de sus prójimos. Tampoco tiene que rogarle a Agnus, el dios celta del amor, que dejaba a sus consentidos usar su manto de invisibilidad. Vamos, ni siquiera tiene que pedirle a Harry Potter que le preste la capa que le legó su padre.
No, para desaparecer, únicamente tiene que montarse en una bicicleta.
Me consta.
Se sube usted a uno de estos vehículos de dos ruedas y, automáticamente los conductores de cualquier tipo de transporte, lo ignorarán.
Trate de circular por cualquier avenida y lo comprobará.
Le van a abrir las portezuelas al paso, seguro.
El pasaje de microbuses y taxis descenderá exactamente sobre usted.
Intente cruzar la calle con el siga de su parte. Si no lo hace cubierto por otro vehículo, se le vendrá encima cualquier cafre. En la lógica de los conductores, un ciclista cuenta menos que un peatón.
¿No me cree? Súbase a una “bicla” y trate de sobrevivir.
Pero no pedalee por las inútiles ciclopistas. Hasta ahora, a los lugares a donde debo desplazarme no coinciden con los peje-sheinbaun delirios.
Láncese a las pruebas duras.
Intente circular por Revolución, acérquese a Cuauhtémoc. Pruebe a sobrevivir en el Eje Central.
Una vez, en la segunda sección de Chapultepec, donde parecía haber cierta seguridad, un tipo paró su auto y abrió la portezuela- Su perra, una hermosa golden retriever, salió corriendo cuando el amo terminó de abrir.
Lo malo es que no me dio tiempo de frenar. La perra se puso a mi paso.
El golpe que le di y el que yo obtuve en el asfalto nos paralizó.
El dueño se atrevió a sugerirme que castigaría a la perra...
Imbécil, la perrita sólo respondía a sus impulsos. Si alguien debió recibir una reprimenda era él, el estúpido conductor.
Hay un antídoto para la invisibilidad del ciclista.
Va así.
Un día pedaleaba por San Angel. La subida de Insurgentes a CU es pesada. Me detuve frente al Sanborns. Un momento, para tomar aire.
Llegó una tipa en un auto de lujo. Lo enfiló hacia el espacio que yo ocupaba. Todo el que puede abarcar una bicicleta.
Me hizo señas de que me quitara. Ella debía estacionarse.
No me moví.
Ella insistió. Cuando le dije, señora, el lugar está ocupado, yo estoy aquí, me miró incredulísima. ¿Una simple bicicleta me priva del estacionamiento? Se lo reiteré. El lugar estaba ocupado. Me maldijo, y se fue.
Pero yo cobré el triunfo. Dejé de ser invisible para los manejadores.
Hubo mérito. N´est-ce pas?

8/07/2005

Regalo

Carlos Alberto Patiño

¿Cómo se la presentas?¿Cómo le explicas esta ciudad a unos ojos azules que vienen de fuera?
¿Empiezas por sus avenidas o por los vericuetos de sus callejones?
¿Le cuentas de la cuadrícula que trazó Hernán Cortés con el alarife Alonso García Bravo?
¿Le narras cómo se expandió para ser uno de las más grandes del mundo o la llevas a esos minúsculos rincones que avivan los placeres?
¿Serías capaz de advertirle de los riesgos de viajar en taxi o la llevarías a ver tus sitios favoritos?
¿Le dirías de los riesgos de los sismos o la paseas en una trajinera?
¿Tendrías el valor de contarle cuántas mujeres están en prisión por salvar a su hombre, o le contarías las leyendas de sus calles?
¿Preferirías llevarla a recorrer las veredas coloniales que le dieron fama?
¿La llevas a mirar las hornacinas del viejo primer cuadro o le muestras los excesos de la arquitectura naïve que se extiende por la ciudad?
¿Le presentas a los viajeros de la noche o le ofreces las delicias de un amanecer?
¿Qué ciudad le vas a dar? ¿La que padecemos cada día o la que nos enamora?
¿La que seduce o la que te cobra?
¿La magnífica o la nefasta?
¿La que podemos recorrer o la que nos rebasa?
¿Se la damos así?
Dejémosla que la viva, que la sienta y que luego la cuente a sus compatriotas.
Se la regalo. Así es.

7/30/2005

El Ingeniero

Carlos Alberto Patiño

“El Ingeniero” se paseaba por las noches. Recorría la parte baja dela casa, donde estaba el taller del negocio de mi padre. A veces, también hacía una ronda en la parte superior, en el área de oficinas. Eso sí, siempre tuvo el buen gusto de no deambular por las habitaciones que ocupaba mi familia en la parte trasera.
El personaje era un fantasma ocupado en revisar la casa. Por lo menos eso decían los empleados a los que se les había aparecido cuando debían trabajar de noche.
Eso era todo lo que hacía, dar un rondín por la vieja casona.
¿Cómo sabían los trabajadores que era un ingeniero? Eso es parte del misterio, porque nunca supieron explicarlo. Pero el fantasma siempre conservó el grado académico. Anoche vi a “El ingeniero”, decían quienes se habían topado con él.
La casona está en la esquina de José Martí y Carlos B. Zetina, en Tacubaya. Pasé ahí algunos años de mi infancia. Es una construcción vieja, y ya lo era cuando llegamos a vivir ahí.
A mí nunca se me atravesó el fantasma, así que no puedo dar testimonio más que de los dichos de los empleados.
Además del aparecido, la casa se veía invadida, de vez en cuando, por algunas ratas. A esas sí las vi, y para algunos, los bichos resultaban mas aterradores que el espíritu ambulante. Sobre todo cuando había que liquidarlas por el método de sumergirlas en una cubeta de agua.
Nabora, la empleada doméstica lo hacía con la misma frialdad con la que le torcía el pescuezo a un guajolote destinado a una olla de mole.
Con todo, la casa era divertida. Más los fines de semana cuando nadie trabajaba y mis padres salían. Las excursiones por las oficinas y talleres eran emocionantes aventuras clandestinas, aunque realmente nunca pasaba nada. “El Ingeniero” nos dejaba hacer y explorar. Hay que reconocerle que nunca nos denunció, era un fantasma con honor.

7/23/2005

Estorbos urbanos

Carlos Alberto Patiño

Por estorbosos, por eso los quitaron. Bueno, ese fue uno de los argumentos. Otro era su lentitud, y otro más las constantes averías que sufrían.
Los tranvías se extinguieron como los dinosaurios, aunque la gente los prefería por económicos, sobre todo los ancianos. Así se les decía, nada de adultos en plenitud u otros eufemismos, y nadie se ofendía. A los ciegos los llamábamos así, y tampoco se molestaban. Ellos mismos usaban la denominación. Nadie en su sano juicio habría pedido “una limosna para este pobre débil visual”.
Está bien, basta de desvíos, hablábamos de los tranvías.
“Ocho cincuenta cada martes, y a viajar por todas partes”, rezaba el promocional radiofónico de los abonos de pasaje. El boleto individual en los años 60 costaba 35 centavos.
Tuvieron una larga historia que abarca desde el siglo XIX, hasta la década de los ochenta del XX, con los últimos ejemplares transitando hacia Xochimilco.
De los de tracción animal ya hicimos referencia en estas crónicas: “No arrojen piedras” . De los eléctricos también se hizo mención en “Nudo urbano” y, colateralmente en “Rumbos recurrentes”.
Había dicho que si alguien que no los conoció quiere darse una idea de cómo eran estos armatostes, puede ver el frente de uno en el antro (mi antro) que está en Sonora con Insurgentes. Hay otro en Félix Parra con Río Mixcoac, y uno más en Patriotismo y Viaducto.
Por insurgentes dejaron de circular en 1971, por estorbosos, dijeron las autoridades. En compensación se rehabilitó uno de los primeros tranvías eléctricos, que con el número cero hacía recorridos turísticos de Alvaro Obregón a la ahora desaparecida glorieta de Chilpancingo. En 1979 fue jubilado.
El Metro tuvo su parte de culpa en la desaparición de los tranvías. Muy directamente con el que iba del Zócalo a Tlalpan y Xochimilco. Los carriles que usaba el tranvía fueron la base de la Línea Dos que concluye en Taxqueña. De ahí, las viejas vías se utilizaron para un híbrido entre Metro y tranvía: el Tren Ligero.
Así pues, la modernidad acabó con ese medio de transporte que estorbaba, pero no contaminaba.
Estorbaban, sí, sobre todo el que corría por los carriles centrales de Insurgentes, casualmente, por los mismos que ahora ocupa el Metrobús.

7/16/2005

Otras calles

Carlos Alberto Patiño

Ahora camina por otras calles. Ya no recorre ni frenética ni tranquila las de esta ciudad.
Ya no cruza bajo los arcos del Acueducto de Guadalupe ni se apura por Nápoles hacia la parada del transporte en Insurgentes.
Don Valentín Gómez Farías, don Guillermo Prieto, don Serapio Rendón y don Antonio Caso dejaron de verla pasar.
En Peña y Peña y Circunvalación no se escuchan ya sus pisadas rumbo al escenario. Ni por Benjamín Franklin, Progreso o Patriotismo puede seguirse su pista.
Marina Nacional la olvidó; Texcoco no presencia ya sus incursiones semanales en busca del almuerzo.
Las avenidas que rodean al viejo Palacio del Ayuntamiento se resisten a perderla de su memoria; Balderas y Juárez se afanan también por conservar su rastro; el World Trade Center añora sus caminares.
Ahora transita por calles cuyos nombres nos son desconocidos. Por barrios y vericuetos que va recreando con su paso; por zonas de esa ciudad, tan colmada de historia, que empiezan a reconocer la cadencia de su andar.
Discurre, ahora, lejana, por rumbos donde, con seguridad, dejará su huella.

7/09/2005

Se la llevó el Metrobús

Carlos Alberto Patiño

Era su día más temido: el último en que la vería.
Cuando se acercaba a la oficina, deseaba que ella no estuviera. Paradójicamente, si bien no se hacía a la idea de dejar de verla, tampoco quería tenerla enfrente. El dolor por la futura ausencia era intenso y lo paralizaba.
No, no estaba, pero llegó más tarde. Habló con la directora, recogió algunas cosas e inició la despedida.
No la dejó concluir. A cambio le ofreció acompañarla al transporte.
En el camino, ella hablaba de cuestiones que le importaban mucho, pero que a él le parecían fuera de lugar. No quería saber de esa vida futura.
El quería decirle otras cosas, quería, recordar con ella momentos compartidos, intereses momentáneamente comunes, las historias de la escuela. Los retos para escribir... Aquella novela que nunca terminaron de hacer a cuatro manos. Los días en que ella lo llevaba como acompañante al podólogo, o lo hacía presenciar bailables en casas de la cultura.
En esas y otras cosas pensaba sin atinar a interrumpir la enumeración de los planes para su próxima vida en otra ciudad.
Cruzaron hacia la estación. En el anden, él sólo logró musitar “buena suerte”. Llegó el vehículo y ella subió apresurada. Ni siquiera le pudo dar un abrazo. La despedida fue sólo un ademán mientras se alejaba.
Se la llevó el Metrobús, el nuevo transporte la sacó de su vida

6/19/2005

Peculiar nomenclatura

Carlos Alberto Patiño

Andaba por la calle de la Amargura. Pero esta vez no se trataba de ningún problema con alguna mujer. No, realmente transitaba por la calle de San Angel que lleva ese nombre. Debo confesar que sí había una tipa de por medio, pero nada que justificara el uso del dicho.
Conocí esa calle por azar, en una de mis vagancias. Nunca me imaginé que efectivamente, alguien había designado así una vialidad. Me causó gran sorpresa, como se la causo a muchos cuando les aseguro que existe la tal calle. Es la continuación de avenida de La Paz, cruzando Revolución.
Otro nombre que me sorprendió fue el del callejón del Sapo. Como muchos, lo atribuía a la mitología urbana, pero no. Está en el centro. Es más, hay otros dos callejones con la misma denominación. Uno en San Lucas Patoni y otro en San Pedro Xalpa.
Una calle más que me ha llamado la atención, ésta no por rara sino porque no se me ocurriría que el villano mayor de la historia de México mereciera tener una, es Victoriano Huerta. Y además no tiene una, tiene cinco: una, más o menos explicable, en la colonia Presidentes de México, las otras están en Ampliación Lomas de Guadalupe, Francisco Villa, Lázaro Cárdenas (paradójicas, éstas dos) y Ejido de San Agustín Atlapulco.
Y si Huerta alcanzó calle, por qué no Su Alteza Serenísima, don Antonio López de Santa Anna. Tiene dos, en Martín Carrera y en Lázaro Cárdenas, pero, cosa extraña, no figura en la colonia Presidentes de México. A Miguel Miramón también le corresponden dos, en San Angel y en Presidentes de México.
Porfirio Díaz tiene 98 referencias en la Guía Roji, en cambio a Maximiliano de Habsurgo nadie le asignó calle. Nuestro otro emperador, Agustín de Iturbide, tiene 34, y el nombre de Hernán Cortés, lo llevan 6.

6/11/2005

Choque por una mujer

Carlos Alberto Patiño

Era la pubertad, profunda, escalofriante, salvaje.
El reinado de la hormona no justificaba los hechos, pero explicaba todo. Esa especie de locura, esa cauda de impulsos, esos cambios de humor.
Estaba sumido en un caos, al que trataba de disimular infructuosamente.
No hacía mucho que esos seres, antes ajenos, comenzaron a parecerle simpáticos, aunque misteriosos... En realidad, las chicas le parecían francamente atractivas.
Pero la maldita timidez lo inmovilizaba, y entonces se volvió todo ojos. Agotaba sus esfuerzos en mirarlas, pero nunca se decidía a actuar.
Culpaba a sus padres por haberlo enviado a una escuela de puros hombres. Cuan feliz hubiera sido en un colegio mixto.
No podía salir a la calle sin que se le alterara el ritmo cardíaco. Y más, si tenemos en cuenta que apenas Mary Quant había impuesto la minifalda entre las jóvenes y otras no tanto.
¡Qué desfile de piernas, qué muslos maravillosos!
Una tarde salió de su casa, rumbo a un lejano café. Caminó hasta el cruce de Viaducto con División del Norte para abordar un camión en Insurgentes.
Se aproximaba ya el transporte. Calculó que se detendría a unos metros y caminó hacia el vehículo.
De pronto, por la acera, advirtió a una chiquilla secundariana. Destacaba por su falda rosa, seguramente arremangada en la cintura para acortar la longitud (eso hacían todas las estudiantes, pues los reglamentos obligaban a llevar la falda hasta la rodilla).
El la vio, la siguió con la mirada y... Se impactó con el frente del camión.
No hubo consecuencias, pues, por suerte, el armatoste ya se había detenido. Pero las carcajadas del chofer aún resuenan en sus oídos. Y eso que han pasado más de 35 años.

6/06/2005

Suceso en la nefasta tríada de Medellín

Carlos Alberto Patiño

¡Claaaaaudia!, gritaban los parroquianos, ¡Claaaaauudia!, insistían Es el clamor del Bull Pen, cuando algún grupo de asistentes quiere una canción en especial o la concurrencia en general exige la presencia de la cantante.
Es ya una tradición, una insignia del lugar. Cómo el chiste que siempre hace ella, cuando le dedica una pieza a Rubén, “que está hasta atrás”, es decir, en el fondo del local, y también en otras profundidades.
El grito de batalla de los asiduos al Bull se originó en otro antrucho, El Jacalito, de donde fue ella atractivo principal.
Ambos forman parte de la tríada mortífera de la calle de Medellín, que se complementa con La Burbu, sitio que ya tuvo su lugar en estas crónicas (aunque ahora me desistiría de algunos elogios, pero ésa es otra historia)
Claudia cantaba en el Jacal, y en el Bull, la música corría a cargo de “El Guarapo”.
Por las veleidades de la autoridad perredista, las clausuras dejaron fuera de combate a los dos antrillos por un largo lapso, situación que aprovechó “El Guarapo” para abrir La Burbu.
Cuando abrió el Bull, el espectáculo fue de Claudia. El Jacalito, recientemente de nuevo en funciones, hubo de conformarse con la ambientación de unos dijeis, pero promete pronta música en vivo.
Todo este preámbulo es para contar una breve anécdota.
Estaban “El Profe”, “El Tío Lalo” y “El Obi” en la Burbu, escuchando los sesenteros acordes de “El Guarapo”. El tipo estaba en una vena mamilísima, criticando a la clientela de los otros bares.
Terminaba ya su número cuando, de manera espontánea, de la garganta poderosa de “El Obi” salió una consigna: ¡Claaaaudia!, ¡Claaaaaudia!.
A “El Guarapo” se le congeló el gesto..., De inmediato, el grito de guerra de los trasnochadores inundó el recinto. Las otras mesas siguieron el coro de “El Obi”.
Al cantante no le gustó nada, pero tuvo que aguantar.
Y quizá ya se dio cuenta de que no es “su” clientela, lo es de la tríada.

5/31/2005

Inconscientes

Carlos Alberto Patiño

No quiero voltear, me dijo ella. Con ese comentario consiguió que inmediatamente yo dirigiera la vista al lado opuesto a su mirada.
Y, sí, era escalofriante. Un pequeño mozalbete de no más de tres años, sentado en el tablero del micro se sujetaba como podía para no resbalar de su “privilegiada” posición.
La madre estaba sentada en el asiento trasero del chofer, a quien supongamos que era el padre del chico.
El tipo manejaba con el sutil estilo que tienen los de su clase.
En ningún momento se le ocurrió cerrar la puerta. Ni cuando debía de dar la vuelta.
Una vuelta sin emoción no caza con el oficio, ya se sabe.
El chico se agarraba fuerte. Parecía ya tener una larga experiencia en esos vaivenes.
La madre no lo miraba, cosa que no me explico. Porque me consta que la vigilancia de las mujeres a sus críos en automática.
Pero ésta era como minusválida del instinto maternal. De otra manera no se explica.
Para cuando íbamos a descender, el niño decidió ir al asiento de su madre.
En eso oímos un balbuceo.
¡Había otro pequeño junto al asiento del conductor!
Que inconmensurable inconsciencia.

5/24/2005

Comida callejera

Carlos Alberto Patiño

Por antisaludable que sea la práctica, comer en la calles es un vicio muy extendido. Sé que no es bueno exhortar a otros a incurrir en esa forma de alimentación. De hecho, habría que desalentarla.
Sin embargo... Hoy les contaré de mis puestos antihigiénicos favoritos.
En primerísimo lugar está un expendio de birria. Es de veras digna de los mejores paladares la que preparan en la cuchilla que forman Doctor Lavista y Doctor Bernard, a una cuadra de avenida Cuauhtémoc.
La fama la comenzó a ganar con una promoción: si usted pide tacos, le regalan un consomé muy bien aderezado con la salsa característica de este platillo.
En el rumbo de Mixcoac, en Andrea del Castagno y avenida Revolución, a pocos pasos de la estación del Metro San Antonio, temprano, pero muy temprano, porque hacia las 12:00 del día ya no queda nada, hay que acudir a probar los tacos de hígado encebollado. Los preparan casi por tonelada, porque la clientela es voraz. Cientos de cebollas y de cortes de la víscera llenan la plancha de la que se desprende un aroma irresistible y que corresponde muy bien al sabor del guiso.
En Madrid y Paris, entre Reforma e Insurgentes está el puesto de “los memines”. La especialidad son los tacos de guisado, que caen muy bien a media mañana. La diversidad de los guisos revela una gran imaginación culinaria. Cada cierto tiempo aparecen nuevos platillos en el menú. Los he probado de chicharrón prensado, de bistec con papas y hasta de corazones de pollo. Cada nueva combinación de “los memines” es una agradable sorpresa para el paladar.
De los tacos de cabeza callejeros, habría mucho que discutir, pero yo recomiendo los que están en la contraesquina del mercado de Mixcoac (Tiziano y Revolución).
De gorditas y quesadillas ya resulta más complicado hablar, pues por todos lados hay ventas de estas delicias gastronómicas. Mi recomendación, las que preparan en el mercado sobre ruedas que se pone los domingos en Doctor Erazo, entre Doctor Lucio y Niños Héroes.
¿Y usted qué sugerencias haría?

5/09/2005

De madres

Carlos Alberto Patiño

Llevaron al bebé al parque (parque México). Lo pasearon, le mostraron las fuentes, los patos, las palomas y los perros.
Se cansó y su madre lo tomó en brazos.
Llegaron frente a la escultura que remata la explanada del teatro Lindbergh. Es esa de la fuente donde una mujer, con el pecho descubierto, vierte dos cántaros de agua.
El nene abrió tamaños ojos. No miraba los cántaros precisamente. Se quedó azorado con la figura. Su semblante indicaba que en su cabecita algo rebullía.
De pronto, extendió su manita y la metió por entre la blusa de su madre.

****
Fue su primer festejo del Día de las Madres. Había ensayado por semanas las Mañanitas y los bailes.
Llegó de buen humor a la guardería. Hola, abuelo, dijo cuando me vio. Fue un saludo corto, porque las maestras inmediatamente lo tomaron de la mano y lo llevaron al salón.
La madre y yo nos fuimos a las sillas preparadas para la ocasión.
Se abrió el telón y ahí estaba Miguel, entre decenas de niños. Una miss les ponía el micrófono, pero no fue consciente de la vocación del niño, y nunca se lo ofreció.
Eso ya no le gustó. Dejó que el rey David terminara con su enojo e hizo mutis.
Vinieron otros bailes y cantos.
En el número final, Miguel ya no aguantó la emoción ni el pánico escénico. Apenas se abrió el telón, avanzó al frente, primero con disimulo y luego en franca carrera hasta que alcanzó los brazos de su madre.
Ya no volvió al escenario.

****
(Con música de Joan Manuel Serrat)
Sí, la quiere, pero no acaba de aceptar, no acierta a entender el porqué. La chiquilla se fue de casa. La pequeña que cuidó y llevó en sus brazos salió a seguir sus propios caminos.
Conocía el pretexto inmediato –una discusión familiar-, pero eso no bastaba para justificar la salida.
Era algo más, era que la pequeña había crecido. Más rápido de lo que esperaba. Sí, muy rápido. Y la seguía viendo como a una niña...
No termina de asimilarlo. Sobre todo porque la chica había cambiado más cosas en su vida.
Sin embargo, señora, tiene que estar orgullosa. Va bien, saldrá adelante... Para eso la educó.

4/27/2005

El mirón

El mirón
Carlos Alberto Patiño

No hay remedio, ya somos así. Quiero decir, los hombres.
Bueno, se dan las excepciones, pero creo que me daré la licencia de cometer una pequeña falacia de generalización .
Les voy contar cuándo me di cuenta.
Era entonces un adolescente cercado por tormentas hormonales.
Tenía que ir a la biblioteca. No me da pena decirlo, yo era uno de esos bichos que frecuentaban las bibliotecas. Y me gustaba, lo digo sin rubor.
Para llegar al sitio, debía abordar un camión (35 centavos el viaje) de la ruta Popo-Sur 73 colonia del Valle.
Como siempre, llevaba un libro para sobrevivir al largo recorrido. Por la época, debe haber sido uno de Herman Hesse.
Y, ahí iba yo, concentrado en la lectura, en un momento levanté la mirada de las páginas y vi al frente.
¡Oh, sorpresa! Una chica de unos veinte años estaba sentada ahí con una minifalda –loor a Mary Quant-, para aperplejar a cualquiera.
Iba ella con una amiga ataviada con pantalones sin menor gracia.
Regresé a la lectura... Pero ya no entendía nada. Volví a mirar...
Retorné a las páginas, aunque concentrarme era imposible.
Volteé de nuevo.
Repito, era yo un adolescente, y además de anteojos.
Otra vez al libro, y otra vez a mirar.
No pasé desapercibido.
Las mujeres también son como son.
La amiga le comentó a su compañera, con voz suficientemente alta para que todo el pasaje la oyera: “Un ojo al gato y otro al garabato”
La chica sonrió y me miró a los ojos.
Ignoro los registros que alcanzó el color de mi rostro entre el rojo y el púrpura.
Me bajé en la siguiente esquina, ya no llegué a la biblioteca.
Pero les juro que si el gato me parecía bueno, el garabato compensaba con creces la balconeada que me dieron.

4/20/2005

Un verdadero arte

Carlos Alberto Patiño

No es un trago, es un arte, le dije.
Ella me miró intrigada. Su expresión era amable, pero no atinaba a dilucidar si se trataba de un simple comentario, de un elogio o de una franca crítica.
Tú díselo al barman, nada más. El va a entender, le respondí
Estaba en uno de mis antros favoritos, en Insurgentes y Sonora. La chica, Diana, era nueva, y, desde luego, estaba acostumbrada a servir rones, algún brandy, cerveza, si acaso palomas, piñas coladas y esa aberrante combinación llamada París de Noche.
Mi comentario me valió otra bebida de cortesía del cantinero, pues sí comprendió el sentido de mi aserto.
El coctel es sencillo, pero es un clásico.
Vermuth y ginebra, más una cereza o una aceituna.
Ya habrán adivinado qué mezcla es.
Las proporciones son muy importantes, y la textura lo es más.
De las cantidades depende que sea más o menos seco.
Pero en la textura es en donde está el verdadero quid. Los cánones lo demandan aterciopelado y traslúcido.
Esta es mi fórmula:
Primero se llena la copa con hielo frapé. Se le deja ahí mientras se hace la combinación.
En la coctelera se ponen cubitos de hielo, se agita para que todo el recipiente se enfríe; luego se añade una parte de vermouth seco por dos de ginebra.
Se bate por unos minutos. Ojo, dije se bate, no se agita.
Cuando el líquido está frío, se retira el frapé de la copa, y se vierte la mezcla en ella. Después se añade la aceituna.
Hay muchas variantes. Una vez solicité una en otro bar. Le dije, lo quiero estilo Bond. Claro, como no era mi letrado barman, no supo.
El modo del agente 007 es con vodka y muy seco.
Prepararlo requiere técnica, talento y estilo.
Por eso sostengo que es un arte, el martini, más que un simple trago, es un verdadero arte.

4/10/2005

Nudo urbano

Carlos Alberto Patiño

Era el verdadero paradigma del caos urbano. La confluencia de Insurgentes, avenida Chapultepec, Oaxaca, Jalapa y Génova formaban un auténtico nudo gordiano.
Cruzar por ahí y sobrevivir era una hazaña, Tanto para los peatones como para los automovilistas.
Para complicar más las cosas, por el lugar también circulaban tranvías. Era tan peculiar el crucero que había un letrero colgado de un poste que decía “Precaución, dos carros no libran”. La advertencia era para los conductores de los tranvías, pues si dos de estos armatostes, de ida y venida, se encontraban en el punto no podían pasar.
Así que debían detenerse y pasar por turnos, con el consiguiente bloqueo.
Los embotellamientos en las horas pico eran antológicos.
Por supuesto, también había autobuses y camiones refresqueros. Era como un cuento de Kafka.
La cereza del pastel: había sujetos que se estacionaban en doble y hasta en triple fila.
Algún día me tocó pasar horas mirando la marquesina del cine Insurgentes que anunciaba una serie de cortos de Flash Gordon.
Pero, como a todo nudo gordiano que se respete, a este se le resolvió de tajo, Esta vez no de la espada de Alejandro Magno, sino de la picota de Alfonso Corona del Rosal.
El regente terminó con el problema gracias a la construcción del Metro, que acabó con el laberinto para dar lugar a la glorieta que todos conocemos.

4/03/2005

Bolita y pollo

Carlos Alberto Patiño

Solía pasar las vacaciones de la secundaria en un taller de grabado. Era de un mi tío que me empleaba como chalán.
Ahí aprendí los secretos para hacer que la luz del sol produjera “charolas” de periodistas y judiciales. Tintas, ácidos, esmaltes, lijas y otra serie de artefactos intervenían en la labor.
Llegaba yo como a las ocho (ese “como” es una licencia poética para no hablar de cierto margen de impuntualidad).
Durante el día, la radio reproducía noticias, radionovelas como Kalimán y El Ojo de Vidrio. Un locutor, a quien llamaban el “Pico de oro”, se dedicaba a dar nota roja y promovía al celebérrimo Instituto Patrulla. ¡Imagínese!, apostillaba, cada vez que terminaba de dar una noticia espeluznante.
Como a las doce del día, aparecía don Pepe, el cerrajero, o su ayudante, Melquíades. La visita era interesada. Venían a proponer una “bolita” por los refrescos.
El juego era simple. El organizador trazaba en un papel tantas líneas como participantes había. En el extremo de una ponía un pequeño círculo. Luego, doblaba la hoja para ocultar la marca y cada uno elegía una línea. El que atinaba a la señal, pagaba los refrescos.
Todo iba bien, excepto cuando me tocaba pagar. Porque el trabajo era “voluntario”.
Había que hacer algo.
Así que con la asesoría de otro tío, se organizó la rifa del pollo.
Compraba un pollo asado, papas, rajas, tortillas, refrescos y alguna golosina. Luego me lanzaba al negocio de mi padre, a unos pasos del taller de mi tío, para vender los boletos a los empelados.
A la hora de la comida se realizaba el magno sorteo, y yo obtenía una pequeña utilidad que me permitía afrontar con dignidad el juego de la bolita.
Las primeras rifas fueron un éxito, pero como los ganadores debían compartir el premio con sus compañeros, empezó a no resultarles tan atractivo el asunto.
La solución era duplicar el premio, con el consecuente incremento en el precio para los participantes, lo que los alejaría aun más.
Llegó el momento en el que me quedé con el pollo por la escasa venta de boletos. Apenas salí a mano.
Languideció y se extinguió el negocio.
Y mi honor de apostador, qué.
Por suerte, se terminaron las vacaciones.

3/15/2005

¡Cuidado, Gregorio Segundo!

Jessica Zermeño

Durante toda su infancia Meli tuvo una seria inquietud por tener como mascota un pez. Alguna vez tuvo una tortuga, una muy grande. Que vivió en el patio de su casa y solía esconderse entre la tierra de la Duquesa, la perra pastor alemán que gustaba de perseguirla. Hasta que un día no se le vio más andar con ese particular ritmo sin presiones. Su caparazón estaba vacío.
La esperanza de tener un lindo pececito, se fue perdiendo poco a poco, por la seria paranoia de su madre.
“Los peces traen mala suerte porque son de agua salada” y cuando en algún momento a Meli se le ocurrió cuestionar tan ridículo argumento, descubrió que la mala información venía de varias generaciones atrás. Cuando la bisabuela se lo dijo a la abuela y ella a su vez a la madre de Melisa.
La adolescencia ayudó para que se olvidara de los peces. Al parecer la extraña apatía por los peces, ya experimentada en tres generaciones, estaba llegando a la cuarta. Pero se hizo más evidente cuando, Augusto, el novio de Meli, gran aficionado a los peces, trajo de nuevo ese viejo gusto infantil a su vida.
Él tenía una linda pecerita en su oficina, con varios especimenes y se propuso regalarle un pez. Ella se negó. Eso de tener peces en casa “trae mala suerte”, dijo tajante.
En cierta ocasión, le advirtieron de un gran regalo que la esperaba en casa de sus padres. Tardó ciertos días en pasar por su presente. Con gran sorpresa recibió una plantita, que detrás de su raíz guardaba un chistoso pez delta color rojizo. Melisa lo vio extrañada. Con cierto disgusto pero no podía hacerle el desaire a su madre.
Lo llevó a su departamento. El silencioso estado en el que vivía se le olvidó, porque como loca solía hablarle a quien había llamado “Gregorio”. Presumió al nuevo inquilino con todos sus amigos. Pero el gusto duró poco, sólo cuatro días. Cuando al grito de “ya llegue Gregorio”, su corazón se estremeció al verlo flotando aletas arriba. Y aquel color rojo cambió a azul. Sólo pudo tomar el teléfono y anunciar la muerte de Gregorio. Hubo quien la acusó de haberlo matado por haberle cambiado el agua sin las debidas precauciones, lo cierto es que la pérdida le dolió muchísimo.
A los dos días, su madre le entregó al renovado Gregorio Segundo, quien llegó desde hace tres semanas y a aprendido a vivir en feliz convivencia con Meli, la asesina de peces.

3/07/2005

¡Ser mujer es…!

Jessica Zermeño

Inexplicable, es necesario ser mujer para experimentar este hermoso género. En algún momento de mi vida llegué a pensar, algo que pasa por la cabeza de muchas: ¿Y si hubiera sido hombre?… Esto orillada por las difíciles pruebas que nos pone la sociedad.
Solemos ser juzgadas, no al igual que los hombres y las diferencias siempre son marcadas, sobre todo en una cultura con cortinas de un denso humo, llamado machismo.
Y desde pequeñas muchas escuchamos: ¿por qué no fue hombrecito?
Son pocos los padres que les dedican su tiempo, con la misma pasión que a sus hijos varones. Suelen hablar poco con ellas. Hacen una notable distinción entre ellos y ellas.
En la escuela, la oficina, en la calle, muchas suelen ser objeto de humillaciones cuando se les discrimina y son víctimas de algún tipo de acoso, tras esa falsa idea de que las mujeres pueden ser todo, menos un ser humano que siente y piensa.
Y aún así nos apasiona nuestra vida. La llenamos de ilusiones y alegrías. En las tardes frías, lloramos en soledad, sin una aparente explicación. Sólo porque un enorme sentimiento nos recorre.
Cambiamos de humor como logramos alcanzar las estrellas, en cuestión de segundos.
Somos capaces de sobreponernos de las peores derrotas y enmendar el camino para buscar la meta. Poco a poco hemos roto muchos tabúes y conquistado nuevos retos. El 2005 nunca será como hace un siglo.
Ser mujer es ser inocente, capaz, decidida, inexplicable, afortunada, sensible, misteriosa, inteligente, apasionada, audaz, creativa, complicada, llorona, coqueta, orgullosa, analítica, estratega, competitiva, noble, con alma de mártir, dramática, dispuesta a perdonar, a dar amor sin condiciones y a engendrar vida.
Hoy sé que si hubiera sido hombre, muchas cosas serían más fáciles, pero de verdad que habría deseado ser mujer…

Misceláneas

Carlos Alberto Patiño

Ahora los nombres están en inglés o comienzan con el prefijo latino súper. Sin embargo, las tiendas de moda no han desplazado por completo a las clásicas misceláneas. Lo que sí se ha ido perdiendo es el ingenio para denominarlas.
Por ahí queda una “Lupita” o la recurrente “Don Pepe”.
Antaño, como que había más imaginación. Recuerdo una que se llamaba “Las quince letras”. Tiempo me llevó descifrar el enigma de ese extraño nombre. Y era sencillo, sólo se debía contar los caracteres.
Otra había que se llamaba “La Y griega”, porque estaba en una bifurcación de calles. Menos misteriosa era la que se llamaba “Las seis esquinas”.
Una, obviamente influida por la propaganda de guerra, recibía el rimbombante apelativo de “La victoria de las democracias”.
“La ventanita”, como es de preverse, era un tendajón instalado en una recámara con vista a la calle.
Empero, la que más recuerdo no tenía nombre. La conocíamos como el puesto de Amadita. Sólo vendía golosinas: chicles de bola de a diez y veinte centavos, charamuscas, alegrías, trompadas y suertes, que eran un cilindro de cartoncillo forrado con papel de china y que contenía un pequeño juguete y dulces o minichicles.
En realidad, cosas simples. Únicamente para satisfacer las necesidades de un conjunto de chamacos golosos y para permitirle sobrevivir a la anciana propietaria.

3/01/2005

Para llevar

Carlos Alberto Patiño

Se llamaba Marcela. Tenía una figura estilizada, a la Marlene Dietrich o a la Andrea Palma, para ponerlo en términos más locales.
La recuerdo siempre bien arreglada. Era secretaria en el negocio de mi padre.
El relato que sigue lo conozco de oídas, pues no estaba yo en edad de presenciarlo.
Fue por un cumpleaños, un viernes social o por el puro ánimo de parrandear que un grupo de empleados decidió salir a tomar una copa. Así se dice, pero en realidad fueron bastantes más, como se verá.
Acudieron a un centro nocturno, que es como se denominaba entonces a los que ahora llaman antros. En esa época, antro era un tugurio, un sitio de mala muerte. En los centros nocturnos se bailaba y se bebía, como en los actuales antros.
Bien, menos explicaciones y más historia.
Empezaron a correr las copas de marras. Corrieron, corrieron y corrieron.
Se hizo tarde y se acabó el servicio. Los apresuraban a terminar sus últimos tragos y salir.
Había que irse, pero Marcela tenía un high ball o un martini casi entero. A ella no le apetecía tomar la bebida de sopetón ni quería dejarla. Hubo nuevas presiones de los meseros para que ya abandonaran el local. Era la época de Ernesto P. Uruchurtu, el llamado Regente de Hierro, y cualquier violación a los horarios podía significar una clausura.
-Pues me la llevo, dijo Marcela, y vertió el vaso o copa en su bolso. Con toda propiedad se levantó y dijo vámonos.
A la mañana siguiente, lo peor no fue la cruda, sino la sorpresa que se llevó cuando buscaba el bilé.

2/21/2005

¡El show debe continuar!

Jessica Zermeño


Nunca recordó si alguna vez tuvo pánico escénico. Sabía de aquellas personas que eran obligadas a salir en los festivales escolares. Vestidos con ridículos disfraces. Pero no era su caso. El primer evento masivo del que tenía memoria -y no gracias a su buena cabeza, sino a la magia de la fotografía-, se veía sonriente, feliz de la exhibición. Al contrario de las otras niñas apenadas a su alrededor. Las experiencias fueron llegando poco a poco. Por lo menos una por año, todos los 10 de mayo.
Fue en 1988, cuando tuvo su primer antagónico en un curso de verano. Montaron en obra, la película “Bailando bajo la lluvia”. Ella era la villana. Y si hay papeles divertidos en el teatro, ¡no hay duda de que son los de los malos!
Usó pelucas, vestidos largos -muchos-, se pintó la boca, los ojos, las pestañas y tuvo su propio micrófono. En fin para una niña de ocho años, eso si que era glamoroso.
Luego tuvo otras experiencias. Le gustaba disfrutar del calor de las luces. De esas que se encienden para sólo iluminarla a ella. De la mirada de un público crítico, amable, distraído, ingenuo, impresionado, asustado, risueño. En fin de todos los que ese día asistieran y se dejarán conquistar.
El primer autógrafo se lo dio a un par de niños, de no más de seis o siete años. Le regalaron una flor que cortaron del jardín y pidieron unas dedicatoria en una hoja de papel. Las lágrimas cayeron, no era algo que esperaba tras una función donde la autocrítica era más cruel que la del director.
Los días en el viejo teatro Enrique Ramírez y Ramírez transcurrieron sin sentir. Las paredes del camerino guardaron las lágrimas, los días de trabajo incansable, los problemas personales entre el grupo, la felicidad tras una función gratificante, las historias de fantasmas y la leyenda de que el escenario decide cuanto tiempo estarás en el. Los mejores aplausos se quedaron ahí, haciendo eco entre las butacas vacías y el escenario que sigue desgastándose por culpa de una gotera. Su energía se quedó atrapada ahí el día que tuvo que abandonar ese rincón de la cultura en la colonia Morelos. Una extraña enfermedad la hizo bajarse del show... Fue duro ver que éste continúo sin ella...

2/14/2005

El Abuelo

Jessica Zermeño

Era una tarde de viernes. de visita en casa de los abuelos. mis hermanas y yo solíamos llevar toda clase de juguetes para divertirnos jugando en la casita de madera, propiedad de todos los nietos.
La tarde transcurría y llegaba la hora de volver a casa. a mi abuelita le gustaba mucho que estuviéramos con ella, así que la tarea de convencimiento para que mi papá nos dejara a dormir comenzaba.
-Andale, mi hijito, déjame a las niñas, vienes por ellas el domingo, decía mi abuelita Raquelito.
Mi papá aceptaba tras nuestra promesa de portarnos bien y cómo no hacerlo, si don Epi , mi abuelo, sí que imponía respeto.
Un hombre muy alto, fuerte, de carácter menos tierno que el de la abuela; siempre serio. a veces preocupado.
Por las noches solíamos hacer muchas travesuras en la recamara. La tentación de ver dos camas individuales era irresistible. Brincábamos de un lado a otro, siempre en silencio. Alguna de nosotras se quedaba en la puerta para vigilar que don Epi no llegara.
Hace poco estuve de regreso. Han pasado mas de 15 años desde aquellos días. Don Epi ya no me aterroriza, aunque sigue siendo el mismo tipo alto y fuerte que promete darme un par de nalgadas si me porto mal.

Todavía, y qué mejor

Carlos Alberto Patiño

Los celulares son un problema. Tienen proclividad a perderse, pero, sobre todo, a ser robados. Yo he tenido varios. Unos se han ido en manos de asaltantes y otros se han caído, sin avisar, en taxis, calles y avenidas.
Mi hija pequeña ha sido despojada de todos los teléfonos que le he regalado, como lo fue la mayor, en un secuestro exprés, del aparato que con muchos esfuerzos se compró. Mi pareja, mujer cuidadosa por naturaleza, tuvo que entregar el suyo con el persuasivo argumento de un cañón de pistola.
Amigos tengo que los han olvidado en cantinas, otros los han cedido a mujeres efímeras, nada más por mantener la ilusión de reencontrarlas.
Eso pasa con estos adminículos tecnológicos.
Pero mi última experiencia con la pérdida de celulares tuvo un desenlace inverosímil.
Apuesto a que no me lo van a creer, pero así sucedió.
Tomé un taxi. No me gustó la forma en la que el taxímetro contabilizaba el servicio, y se lo dije al chofer.
Me bajé de mal humor, por sentirme abusado. Subí los cinco pisos que separan mi alojamiento del nivel de la calle. Y, al empezar a despojarme de los objetos cotidianos me di cuenta de que no traía el teléfono.
Se lo dije a mi pareja. Ella de inmediato marcó el número. No obtuvo respuesta, pero sí un dato. El celular no estaba apagado. Lo volvió a intentar, y le contestó el taxista. Sí, el teléfono era de su último cliente. Sí. Estaba dispuesto a devolverlo.
Le pagué el costo de la dejada para traerlo. Le agradecí con profusión la entrega. Me arrepentí de mis reclamos por la tarifa. Y me quedé sorprendido.
En esta ciudad... Todavía hay gente honrada.
Y qué mejor.

2/03/2005

El gran Melquíades

Carlos Alberto Patiño

Melquíades trabajaba en una cerrajería. Era buenísimo en su oficio, ninguna chapa se le resistía.
Tal era su fama, que los bomberos acudían con frecuencia a él para abrir las puertas de viviendas que se incendiaban.
Eso le valió el reconocimiento de propietarios que le agradecían haber evitado mayores daños por la rapidez con la que permitía el paso de los rescatadores y por salvar la puerta de recibir un buen hachazo.
El dueño de la cerrajería, don Pepe, estaba muy orgulloso de su empleado. En ratos de ocio, competían por ver quién resolvía con más velocidad el acertijo de una cerradura.
Incluso lo vi lidiar con una caja fuerte.
Todo de maravilla, hasta que llegó el día de su gran vergüenza, el oprobio de un fracaso.
Llegó un automovilista al local para solicitar que se arreglara la chapa de la portezuela. Melquíades tomó su herramienta y ofreció tener resuelto el problema en breve lapso. El conductor le respondió que no había prisa, pues debía realizar algunas diligencias.
Volvió a las dos horas, solo para encontrar al cerrajero atribulado frente al auto.
-¿Qué pasó? ¿Todavía no está lista?
-Híjole, respondió, no puedo abrir la chapa...
El dueño del vehículo soltó una sonora carcajada.
-¿Pues no que eras muy bueno en esta chamba? Resultaste bastante tarugo. Fíjate cómo la abro yo para que aprendas.
El hombre estiró la mano y quitó un lazo que amarraba la portezuela por el poste de la ventanilla.
-Anda, quítala y arréglala... Y para la próxima vez fíjate bien.
Melquíades no sabía dónde esconderse durante las siguientes semanas. Todo el vecindario se enteró de su ridículo.

1/25/2005

Una planta con abolengo

Carlos Alberto Patiño

Le decimos La Abuela, porque nadie nos pudo dar el nombre de la especie. La denominación proviene de su origen: Fue precisamente mi abuela que me dio el primer brote que tuve.
Eso ocurrió hace casi un cuarto d siglo, y, ahora mismo, tengo una de esas plantas en mi escritorio. Es una noble representante del reino vegetal, pues sus descendientes han llegado a todos lo miembros de mi familia y hasta han retornado a mis manos.
Su peculiar sistema de reproducción ha propiciado el ir venir de esta planta. Cuando la raíz topa con el fondo de la maceta, se curva y empieza a buscar la superficie; al alcanzarla, se convierte en un retoño, que, a su vez, empieza a alargar su raíz, con la consecuente proliferación de vástagos. Así he logrado conservar el legado de mi abuela por generaciones.
En alguna época de descuido, perdí el último ejemplar que tenía. La solución fue sencilla. Le pedí a mi madre una de las suyas, por supuesto, heredera de la que yo le di.
Mis hijas tienen ya sus propios cultivos de abuelas.
Fuera de la familia también hay poseedores de ejemplares. Las he regalado a personas que saben que ser elegidos para adoptar la planta es una señal de lo importante que son para mí.
La última la recibió una personita que acaba de estrenar casa.
La próxima está por ocupar un espacio en una importante oficina de este diario.
Así de lejos ha llegado La Abuela. Y sólo es una plantita como las que llenan los corredores de las vecindades de nuestra ciudad.

María, es obvio

Carlos Alberto Patiño

Era guapa, sin duda. Fue la secretaria de uno de los lugares donde trabajé. Tenía unos muslos capaces de hacer olvidar a cualquiera las faltas de ortografía que llenaban sus escritos.
Era bella y deliciosamente ignorante.
Estaba enamorada de su maestro de Conalep. Esas cosas pasan, aunque luego se nieguen o generen demandas.
Ella no tenía tantos problemas. Ahora, el hijo de mi mejor secretaria y de su prof debe ser un adolescente. En fin...
María tenía una larga lista de admiradores, dispuestos a revisarle los memos, a darle un masaje en el tobillo cuando se lo falseaba, o si estaba tensa, en el cuello.
La historia de siempre. Una chica guapa y un montón de tipos prestos a ayudarla, no sin otros intereses.
Pero como yo soy ingenuo, según me han dicho, no sé qué buscaba ese clan de seguidores.
María me dio una lección.
Dura, fuerte.
Me hizo ver algo que quienes ejercemos el oficio de la información no debemos olvidar.
Nuestros lectores no piensan como nosotros. Los periodistas que queremos revelar la verdadera verdad, tenemos que esforzarnos por entender los intereses y procesos de nuestros lectores.
Todo esto quiere decir que nunca debemos de dar por supuesto que lo que nos parece obvio, lo es para todos.
Un día, María no llegó a trabajar. Y hacía falta mandar un fax.
Entonces eso era una novedad. Y nadie sabia usar ese aparato del demonio. Buscamos el manual en el archivo. Buscamos y buscamos... En fin, lo resolvimos.
Al día siguiente le pregunte, Mari, ¿dónde está archivado el instructivo del fax? Nunca lo pude encontrar.
M e respondió con un candor envidiable. Pues en la “R”. ¿En la “R”?, me pregunté.
Claro, dijo la hermosa.. En la “R”
¿El fax en la “R”?, volví a preguntar
Es obvio, dijo, la fresca Mari. En la “R “ de Relacionado con el fax., dónde más, comentó.
Pues sí, era obvio, ¿verdad?
Cómo no me di cuenta, Mari.

Que no te la quiten

Carlos Alberto Patiño

Que no te la quiten. Camínala, conócela a pie. Abandona el auto y mira tu ciudad, ésa de la que quieren despojarnos.
No permitas que la delincuencia y los políticos te marginen de las calles. Gánaselas de nuevo, haz tuyo el pavimento, vive la riqueza de la arquitectura, recupera tus espacios.
De casa en casa, por los parques, en las esquinas, avanza con el deleite de transitar por un rumbo que te pertenece. Rescata el antiguo placer de los paseos. Aprende de tu urbe para que sea de nuevo tuya.
No dejes que el miedo te paralice. Defiende tu derecho a poseerla.
Por eso debes salir y recorrerla. Nunca te será propia si no la conoces en sus detalles. Descubre sus rincones mágicos, paladea el estilo de sus construcciones, hazte transeúnte de sus barrios.
Tampoco evadas tus responsabilidades. Tienes que cuidarla, como hacemos con nuestros seres queridos. Respeta sus paredes, mantenla limpia, conserva el agua.
No desesperes si un día cualquiera se remece. Está en su condición femenina estremecerse. Son sus llamados a nuestra conciencia y deben despertar nuestros impulsos solidarios.
Enarbola el privilegio de vivir aquí para acotar a los demagogos. Sólo si reivindicamos nuestra propiedad sobre ella, lograremos rechazar a quienes pretenden secuestrarla.
Y, ante todo, ámala. Sólo así se lograrás que se te entregue.

No arrojen piedras

Carlos Alberto Patiño

El muchacho corrió hacia el tranvía para dar un salto y colgarse en la parte trasera del vehículo. Es lo que se conocía como viajar de mosca.
Así se ahorraba los pocos centavos que costaba el viaje. La proeza de encaramarse en el armatoste, no era sencilla, pues siempre era probable la caída al arroyo con el consiguiente riesgo de ser atropellado por algún fotingo, de los que circulaban por las calles de la entonces muy ingenua ciudad de México.
Quizá deba aclarar qué es un tranvía, pues no todos los conocieron en funciones. Eran transportes pesados, como los trolebuses, pero que tenían ruedas de fierro y avanzaban sobre rieles.
Los hubo eléctricos. De ésos aún se puede observar el frente de un par, uno en la entrada de un bar que se llama Sixties, y otro en un antro que ocupa lo que fue la planta de electricidad de la esquina de Félix Parra y Río Mixcoac. No sé porqué este tipo de lugares gusta de los tranvías para su decoración. En fin, así algún espíritu curioso puede darse la idea de lo que eran estos carromatos.
Pero antes, en las primeras décadas del siglo xx, los tranvías eran de mulitas, y es en este tipo de transporte es en que se trepó nuestro personaje.
A las pocas cuadras del trayecto, sintió algunos golpecillos en la nuca. Volteó a ver quién le lanzaba piedras, pero nada. Siguió su viaje gratuito, pero de nuevo lo importunaron los golpes. ¡No avienten piedras!, gritó y volvió a acomodarse. Otra vez los golpecillos. Ahora sí, ya enojado, cambió de posición para descubrir al impertinente agresor. Nada ni nadie a la vista. Ya estaba por decidirse a bajar, cuando Zas, ahora el impacto fue en el rostro. Dolió, pero así pudo descubrir que no era ningún petimetre quien lo agredía.
Se trataba la punta del látigo del conductor, quien en su afán de imprimir velocidad a las mulas extendía con vigor y en toda su longitud el instrumento. Era un riesgo más del viaje de mosca en tranvía.

Mis cafecitos

Carlos Alberto Patiño

Vago y aficionado al café, como soy, a lo largo de los años he coleccionado una serie de cafecitos donde ejerzo la lectura o la buena charla. Les contaré de tres de ellos.
El primero es, sin duda, Café y Enanos de Tapanco, en la colonia Roma. Además de servir un muy buen exprés, el lugar se ufana de su café Tapanco, un capuchino aderezado con cocoa. Los bebedores de otros líquidos pueden encontrar una buena taza de chocolate preparado en batidor.
La carta incluye vinos chilenos y, lamentablemente, de California Los primeros cazan muy bien con la focaccia de jamón serrano. Los Enanos, como lo conocemos los amigos, también es galería. Los viernes hay grupos musicales. En fin de semana presentan obras de teatro, el domingo hay noche de tango. Y todos los martes a las 9 de la noche, desde hace 10 años, hay sesiones de cuenta cuentos. Vale la pena darse una vuelta por ahí. Está en la esquina de Orizaba y Querétaro.
Si caminamos por Orizaba hacia el norte, frente a la Plaza Luis Cabrera, está Non solo panini. La especialidad son los emparedados italianos. Yo recomiendo el de jamón serrano y el de salmón. Aquí también hay vinos chilenos aceptables y un italiano espumoso, el Lambrusco. Se pasa uno muy buenos ratos en las mesas exteriores con vista a la fuente.
Salgamos de la Roma, ahora vamos a la colonia Juárez. En Nápoles y Liverpool está el Gabys, un café de tradición. Aquí, además de tomar café, vale la pena observar la colección de cafeteras antiguas que adornan el lugar. También hay que mirar las caricaturas que moneros asiduos han dejado en las paredes.
Se me quedan muchos en el tintero, como un par más de la Roma, alguno en la Condesa y otro en Coyoacán. Ya les contaré.

Brotó una alberca

Carlos Alberto Patiño

En la parte de atrás de la casa. Bueno no exactamente, pues hay que tomar en cuenta una manzana de casas y una avenida de por medio. Ahí brotó una alberca.
El terreno era un gran campo donde había canchas de futbol, básquetbol, voleibol y una para un deporte que sólo ahí he visto practicar.
Era un juego llamado pelota mixteca, que deriva del juego de pelota prehispánico. Cuatro jugadores, ya no recuerdo bien, provistos con coderas, rodilleras y espinilleras de cuero golpeaban una bola de hule o de cuero, un poco mayor que una pelota de softbol. La idea era enviarla al lado de la cancha enemiga, como en el tenis. No, no había el aro de piedra que relatan las crónicas ni culminaba el encuentro con un sacrificio humano. Si acaso una mentada y luego a buscar un lugar para una buena ronda de cervezas.
Yo acudía a esos terrenos a volar papalotes.
Un día amaneció cerrado el deportivo. Solo se veía el ingreso de camiones, maquinaria y obreros. Desde una ventana de mi casa alcanzaba a ver como excavaban y excavaban. Ni idea tenía yo, entonces púber, de lo que ahí se construía.
La obra llegó a la fase del techo, se podía observar una serie de tambos que colgaban de las varillas de lo que sería el techo. Años después supe que esos botes estaban llenos de concreto y que era una innovación de la ingeniería mexicana para lograr la curvatura que el diseño del techo requería.
Luego, gran inauguración con asistencia del Presidente y toda la parafernalia.
Era la Alberca Olímpica Francisco Márquez. Ahí, México consiguió tres medallas olímpicas, dos en natación y luego en clavados.
También yo gané una medalla en esa alberca. Fue mucho después de la olimpiada de 1968. Pero eso ya es otra historia.

Ovalo Infinito

Carlos Alberto Patiño

Caminar. Eso es lo que hacíamos muchas tardes, cuando las tareas no abundaban, los amigos preferían ver la tele y no juntábamos lo suficiente para el café.
Además, Roger tenía -y mantiene- una manía ambulatoria inagotable.
Así que enfilábamos sin un destino preciso. Sólo recorriendo calles, charlando y conociendo la ciudad a pie.
Un día, nuestra marcha nos llevó a los rumbos de la Condesa. Ese fue mi primer contacto con el Art Decó. Aun ignorando las cualidades de ese estilo, la fuerza de la geometría arquitectónica me maravilló.
Comentábamos las formas de éste o aquél edificio, cuando derivamos a una calle con camellón. Infatigable, como digo que es el Roger, mi hizo seguirlo por esa ruta.
Entre la plática, algunos altos para ver detalles de las construcciones y, por supuesto, las miradas a las chicas que paseaban por la avenida, pasamos un largo rato.
De pronto, nos dimos cuenta de que las casas se nos hacían familiares. Una chica de pelo rizado dividido en coletas, asomada a la ventana, que ya había provocado nuestros comentarios, confirmó que caminábamos en círculo, como los exploradores perdidos en los bosques. Sin embargo, ¡estábamos en plena ciudad de México!
Años después supe que la avenida seguía el trazo de lo que fue la pista del Hipódromo que ahí hubo.
Para Roger, fue un hallazgo apoteótico que colmaba con creces sus afanes de andarín.
Era inevitable. La siguiente ocasión que nos encontramos sin deberes urgentes, ni siquiera hubo que preguntarnos a dónde iríamos.
Nos aguardaba el óvalo infinito de la calle de Amsterdam.

La Burbu

Carlos Alberto Patiño

Después de la media noche. Antes, como que no, como que es otro sitio, otro ambiente.
Por eso acomoda a los noctámbulos extremos.
Es La Burbu, antro –en el sentido antiguo y genuino del término- en el que las bebidas, pero especialmente la cubetas de cerveza, llegan acompañadas de la música de la banda que lidera El Guarapo.
La Burbu es heredera de otro par de tugurios, el Bull Pen y el Jacalito, que devinieron en lugares de moda hará unos tres años y que sucumbieron a los rigores y escrúpulos del perredismo gobernante.
No todos los parroquianos de aquellas cantinuchas lograron aclientarse a La Burbu, pero quedaron suficientes periodistas, fotógrafos, intelectuales de esos de mezclillas y rones, y una parvada de muchachitos y muchachitas despistados, pero bebedores.
El repertorio musical del grupo de El Guarapo, se sostiene, sobre todo, con añoranzas de Deep Purple, Sangre, sudor y lágrimas y Chicago, aunque a ratos se deja oír alguna salsita o rolitas de la ola del rock en español.
El lugar cierra formalmente a las tres de la mañana o un poquito después. No mucho, debo aclarar, no sea que las autoridades quieran verificar qué tanto es tantito.
Abren de miércoles a sábado, pero, de veras, si algún vago de la noche desea asistir, lo mejor será que lo haga en viernes, después de la media noche, por supuesto.


La primera vez

Crónicas al vuelo


Carlos Alberto Patiño


Era un gran acontecimiento. Para todos, esa primera vez era una especie de ritual. Claro, eran otros tiempos. La emoción con la que los capitalinos concurríamos a conocer el Metro era muy especial.
Durante dos años habíamos observado las excavaciones y en las pláticas todo mundo se preguntaba cómo sería eso de viajar en un tren eléctrico subterráneo. Algunos auguraban descarrilamientos, choques y hasta centenares de asfixiados en los túneles cuando los convoyes quedaran detenidos a la mitad de su trayecto por falta de energía.
Esos eran los pesimistas, pero los demás estábamos emocionados y hasta un poco orgullosos de que nuestra ciudad tuviera un Metro.
Esa primera vez compré mi planilla de boletos en una tienda cercana a la estación Salto del Agua. Entonces los boletos se vendían en los comercios para evitar las colas en las taquillas. Mi previsión resultó innecesaria. Era poca la gente que a las 10:00 de la mañana usaba el servicio, y eso que ya había pasado una semana de la inauguración.
Dudé hacía dónde ir. Tampoco había mucho para escoger. O a Zaragoza o a Chapultepec. Ese era el único recorrido.
Ver entrar a la estación un tren, limpio, silencioso, nuevecito, fue una gran experiencia. Y luego la precisión con la que se abrían las puertas y el sonido que alerta del cierre me dejaron sorprendido.
Casi todos los que íbamos en el vagón lo hacíamos como un paseo. Era la novedad la que nos llevaba a abordar el transporte. Además, las conductas también eran nuevas. Había un dejo de solemnidad generalizada. De alguna manera sentíamos que no podíamos comportarnos igual que en un simple camión. Teníamos que ser corteses y parecer civilizados.
La experiencia fue corta, así que había que repetirla. Pasé por el torniquete (todavía no sabía que podía cambiar de sentido sin salir de la estación) y busque la entrada para ir a Zaragoza.
Diez vueltas después, ya me sentía yo un experto. Y estaba dispuestísimo a viajar toda la semana de un extremo a otro de la línea.
Ahora, siempre que puedo, evito el Metro.

¿Golpe de suerte?

Jessica Zermeño

Pasaban de las dos de la tarde. Iba de regreso al trabajo. Entre a la estación del metro Zócalo. Por la línea dos. Me sentía mal. El frío había hecho que el virus de la gripa me invadiera. Era indiferente a los cientos de usuarios del metro. Casi podría decir que caminaba en “automático”. Porque tenía que hacerlo.
Fue entonces cuando un hombre, como de 50 años, llamó mi atención. Me percaté que recogió algo del suelo. Me enseñó un fajo de billetes de cincuenta pesos. No me importó. El hombre caminó cerca de mí. Comentaba de la suerte que había tenido de encontrarse ese dinero. La gripa ni me dejó pensar en que sí había tenido suerte. Él siguió hablando de la necesidad económica que tenía y me dijo “pensé que le diría a la señora de rojo que se le cayó”. Pues no, ni me fijé.
Entonces me detuvo antes de acercarme al vagón del metro. Me dijo que nos podíamos repartir el dinero. No entendí por qué si tenía tanta necesidad, quería dividirlo. En eso, una señora vestida de rojo se acercó. Nos preguntó sí habíamos visto su dinero. Él se aproximó a mí. Me abrazó. Eso hizo que despertarán mis sentidos. Fui acorralada por la señora y él.
Me quité del lado del señor, quedando de espaldas a las vías del metro. Lo que me causó más temor.
La mujer pedía que le mostráramos nuestros billetes. El hombre sacó unos. Ella los olió y descubrió que no eran de ella –vaya forma de reconocer sus ahorros-. Tocó mi turno de mostrar mis billetes. Le enseñé el dinero que traía en la bolsa de mi pantalón. Sólo unas monedas. Exigió ver los billetes. Le dije que no traía. Sin más, el hombre le regresó el fajo de cincuenta pesos y se perdieron entre la gente. No lo entendí.
Pensé que todo podía ser una broma. Pero no. Estuve a punto de ser asaltada por un golpe de “suerte”.

Cosas de hombres

Jessica Zermeño

Era un día solitario. Silencio. De esos que se antojan para ser independiente. Por lo menos de los hombres. De esos que suelen ser machos. Muy, pero muy machos. Había que demostrar que no se les necesita. De vez en cuando ¿no?
Serían las once de la mañana. El desayuno estuvo bien. Con musiquita de fondo. Y algunos chismes pendientes que contar. De pronto, el nuevo mueble, de ármelo usted solo –si puede-, fue el blanco perfecto.
Por lo menos tres hombres se habían rehusado a unir sus piezas. Por flojera. Conflictos de entendimiento entre instructivo versus hombre. O la poca habilidad que sus manos poseen para clavar y atornillar.
Dicen que eso es cosa de hombres. Eso dice Fabiola. En fin, el desayuno proporcionó los suficientes nutrientes para empezar el desafío de fuerza, destreza y habilidad.
Sacamos pues las rectangulares tablas. Los tornillos de cinco tamaños diferentes. Clavos y unas cosas raras que evitarían que el mueble se raspara. El vecino “Inti” prestó sus herramientas.
Comenzaron con mucho optimismo. El instructivo era fácil. Todo se comprendía. Lo difícil fue pelear con los tornillos para que embonaran y entraran muy bien. Al principio el intento de librero no podía mantenerse. Se ladeaba. Parecía muy frágil a pesar de ser de madera. Algo no estaba bien. La fuerza no era la suficiente como para apretar perfectamente entre tabla y tabla con los tornillos.
No importó. Continuaron algo más estresadas. Lo más divertido fueron los clavitos. Como sólo había un martillo, se las ingeniaron con el tacón de un zapato. Quién dijo que los altísimos tacones cuadrados no servirían para algo más. En fin, al cabo de una hora y quince minutos el mueble estaba de pie. La gran misión había terminado. Sólo quedaba un pequeño inconveniente. Aún había otro mueble por armar y pocas ganas de volver a retomar la misión. así que al unísono se dejó escuchar: “Que lo armen ellos, los novios. Son cosas de hombres ¿no?”.

Cascarita

Carlos Alberto Patiño

Es la pasión deportiva en su expresión mayor. Aquí, en la cancha de asfalto, se evidencia el difundidísimo gusto por el futbol.
Porque se necesita ser un verdadero fanático de este juego para practicarlo a media noche en las calles de la colonia Roma.
La hora contribuye a que sena mínimas las interrupciones por el tráfico vehicular, pero no se está exento de riesgos. Sobre todo cuando los partidos se realizan en fin de semana. Las calles del rumbo también incitan a los schumacher locales, así que los futbolistas tienen que correr con un ojo al balón, otro a los contrincantes y otro más (¡otro!, bueno, hace falta) a los automóviles.
Nada detiene a los deportistas. Los he visto perseguir el gol incluso en noches de llovizna, he presenciado sus afanes por dominar la bola en noches gélidas y he sido testigo de encuentros en las más cálidas jornadas veraniegas.
Eso sí, todo cuidando las formas debidas. No importa que el juego se desarrolle en el pavimento de Guanajuato, entre Mérida y Córdoba. Ni que la hora y la iluminación dificulte la presencia de espectadores.
Más de uno de los practicantes del ritual de la pelota se presentan ataviado como marca el canon. Shorts o, las más de las veces, bermudas, tenis y la camiseta del equipo favorito, aunque eso provoque que en el mismo bando se encuentren las insignias de los más acérrimos rivales.
Gladiadores de la noche, épicos atletas callejeros, los futbolistas de mi colonia sí que saben degustar los placeres de una cascarita.

Otra de fantasmas

Jessica Zermeño

Debo reconocerlo, siempre he sido muy miedosa. Pero eso de los fantasmas me divierte. Despierta mi curiosidad. A lo largo de más de veinte años ni una experiencia fantasmal. Así que sólo me emocionaba con las anécdotas de mis amistades. Y yo sin historia.
En fin, al igual que los gatos que se erizan de la nada, mi más cercana vivencia estaba relacionada con los aullidos ensordecedores de la Rojita –mi perrita-, esa tipa si que era de lo más receptiva. Lo raro y hasta cierto punto mágico, es que siempre ocurría en la sala. Entre las doce y dos de la mañana. Y cerca del retrato de mi abuelita.
La Rojita observaba insistentemente hacia la nada. Seguía algo, no sé qué. Y de pronto los ladridos.
El ambiente, a pesar de la locura de la Rojita, se sentía cálido. Me gusta pensar que mi abuela solía visitarme en esas noches de insomnio. Como cuando solía contarme historias. Aún sigo esperando que se haga presente, pero un día que la Rojita no esté cerca para evitar el escándalo.
¡Ah!, pero ese no fue el mejor acercamiento con el más allá. Hace tres meses me cambie de casa. Desde que llegamos, Fabys y yo sentimos cosas raras. Cómo que alguien está detrás de nosotras. Pero nunca hay nadie. Esa es una interesante sensación. O que nos suben y bajan el volumen de la grabadora.
Una noche, arreglando un bellísimo arreglo de flores, se me fue el tiempo. Eran casi las doce de la noche. Terminaba de recoger las hojas que cayeron. Mientras barría, claramente vi pasar unos pies del baño a la recámara de Fabiola.
Por un momento me dio miedo. Un ladrón, pensé. Poco a poco me acerqué para verificar que no podía haber nadie. El departamento es un huevito y ya lo había recorrido varias veces. Con fascinación, descubrí que no había nadie. Era el fantasma. Me había sorprendido. Eso fue divertido. Verlo por unos minutos. Sólo por unos minutos, porque se imaginan que hubiera hecho si al entrar a la recámara el espíritu estuviera ahí. ¡No! Mejor no lo imaginemos, eso si estaría de miedo.

Líquido embriagador

Carlos Alberto Patiño

¡Qué borrachera! ¡Que bárbaro, cómo bebimos! ¡Qué fiestecita de antología!
Con estas exclamaciones comienza otra historia del Roger, el amigo con manías andarinas del que ya les había contado. Pero ahora nada tienen qué hacer aquí esos vericuetos ambulatorios. No. El relato se refiere a otra de sus habilidades.
La reunión que provocó los efusivos comentarios que encabezan esta Crónica al vuelo discurría en un departamento de estudiantes. El motivo pudo ser cualquiera. En ese lugar y en esa época, no hacían falta muchos pretextos para emprender una reunión alcohólico-musical.
El problema, como siempre en esa época y en ese lugar, eran las provisiones. Sobre todo las graduadas por Gay-Lussac. En fin, mediante una solidaria cooperacha, con un ratillo de taloneo, el buen uso de la retórica con algún padre despistado... Se podía asegurar la francachela.
Se había llegado al punto donde aparecen guitarras, maracas, calves y otra parafernalia. Se entonaban ya baladas, boleros y otros cánticos, cuando desde la cocina, Roger, que fungía como barman, me llamó.
Hay un problema, me dijo. La última botella que quedaba era esta de vodka. Y cómo ves, con este último chorrito me acabo de preparar un trago.
Esto ya valió, dije. Creo que ya no juntamos para la otra. Chin.., apenas se estaba poniendo bueno.
Mmm..., murmuró. Creo que todavía puede hacerse algo.
Regresé a la sala un poco desilusionado, cuando vi que uno de los asistentes se dirigía a la cocina. Regresó con un vaso bien servido en la mano. Luego, pasó otro y otro... El desfile de rondas dio para llegar a la madrugada.
Intrigado, fui a indagar de dónde había salido la veta de alcohol que prodigaba mi amigo.
¿Oíste hablar de la trasmutación del agua en vino?, me preguntó. Pues más o menos, explicaba, mientras rellenaba la botella de vodka en la llave del fregadero, pera luego verterla en los vasos a los que añadía agua quinada.
Fue una de las peores borracheras psicológicas que he presenciado. Sólo espero que ninguno de aquellos contertulios reconozca esta historia. Por el bien de Roger.

De fantasmas

Carlos Alberto Patiño

Ya se nos acerca el Día de Muertos. Ya se organizan los halloween . El ambiente es propicio para hablar de fantasmas. Yo, escéptico como soy, no creo. Pero como dicen por ahí de las brujas, no existen, pero de que las hay, las hay.
Alguna vez, y ya les contaré la historia de una casa donde se aparecía “El Ingeniero”, me tocó estar cerca de esas experiencias, pero de constarme, nada.
Ahora les adelantaré un relato. Y espero que los colaboradores de Crónicas al vuelo aporten lo suyo. Sobre todo esa reportera, asidua de este espacio, que padece ratones y fantasmas en su casa.
El asunto es muy simple. Al gato del hogar, de vez en vez, se le eriza la pelambre. Así, nada más, sin que nadie sepa el porqué. Los amigos, de pensamiento mágico, como lo somos algunos, lo atribuyen a la percepción que los animales tienen sobre los espíritus errantes. Vale.
Esto se nos atraviesa con la tecnología. El hecho es que mi servicio de Internet empezó a fallar. Las direcciones no respondían. Cualquier consulta terminaba con un corte de enlace. Llame al proveedor. Me quejé con amargura, y, un montón de comunicados después, me dijo que, quizá era la línea.
La reporté, y ese mismo día llegó el técnico con un aparato sorprendente.
Seguía el cableado por las puras señales magnéticas. Apenas lo prendió y me dijo que la instalación eléctrica era un desastre. Todo estaba lleno de interferencias. Y el gato, perceptivo como es, se inquietaba por las señales.
Y luego, con toda la seguridad que le daba el conocimiento técnico, me dijo que en muchísimas casas, el cableado estaba tan mal, que la mayor parte de las cosas raras que ocurrían en los hogares, no son fantasmas, sino problemas de la instalación eléctrica, con los consecuentes campos magnéticos.
Ahí se los dejo a los creyentes de lo paranormal.
El hombre apagó su aparato. Me dijo que cambiando los cables, todo volvería a funcionar.
Y así fue.Aunque el gato no ha dejado de erizarse.

Vivienda ideal

Jessica Zermeño

No era la típica familia mexicana. Aquella que podía sentarse a la mesa a platicar de las tareas escolares, de los problemas en la empresa y mucho menos de las próximas vacaciones de diciembre.
Su vida era errante. Un día fueron sorprendidos por la lluvia bajo el cobertizo de un local clausurado. El amplio techo de la entrada los protegió esa noche.
Desde ese día descubrieron un buen sitio donde vivir. Poco a poco fueron acondicionando el lugar.
El padre consiguió algunos costales. Entre las sobras de las cajas que generaba un centro de autoservicio recolectó grandes piezas de cartón que sirvieron para tener más intimidad en la nueva casa.
La madre se encargó de mantener limpio y acogedor el pequeño espacio bajo el cobertizo del inmueble.
Se volvieron personas muy trabajadoras en el semáforo de la esquina. La famosa casita de costal había tenido tal éxito que hasta visitas sociales recibía. Habían logrado nuevos amigos. De igual condición.
Cierto día fue extraño ver que al parecer se habían mudado, pero con todo y casa. No había más costales, no estaba el húmedo cartón y el rastro de aquella familia no estaba a su alrededor.
¿La familia había decidido irse? No. Alguien había ayudado a que su partida fuera apresurada. Nadie supo cómo fueron desalojados, a dónde fueron a dar sus pertenencias y finalmente nadie supo qué pasó con ellos.
Hoy todos conocen la entrada de aquel antro que fuera clausurado en tiempos de la delegada Dolores Padierna. Es tan extraño ver la puerta negra que durante meses fue la vivienda ideal de aquellos que hoy nada han de poseer.

Vecinas justicieras

Jessica Zermeño

La música comenzó cerca de las tres de la mañana del domingo. Venía del departamento 13. Un potente estéreo y bocinas con sonido extremo, amenizaban la reunión. Los vecinos intentaron dormir. Sólo los de sueño pesado lo lograron. Desde hacía dos meses que los del 13 organizaban tres o cuatro fiestas entre semana. Todas comenzando a altas horas de la madrugada.
Ese día fue el colmo de los colmos. Eran cerca de las 10 de la mañana y la música electrónica seguía martirizando a las mentes de los inquilinos. Algunos gritaron desde sus ventanas: “Ya bájale”. Otros se aventuraron a tocar el timbre si respuesta de los alucinados jóvenes.
La casera comenzó a recibir llamadas de quejas vecinales en contra del inconsciente y festivo vecino.
Las mentes perturbadas y fastidiadas de los quejosos buscaron una solución. Fueron dos valientes mujeres quienes decidieron poner un alto a la “buena onda” de los “juniors” del 13. La misión era sencilla. Dejar de escuchar la música. Llegaron al centro de poder. La bodega de los medidores de luz. Detrás de una puerta con candado estaba su solución. Buscaron, pues, a la vecina que tenía la llave. Sin ningún remordimiento tomaron la palanca que cortaría la luz. La justiciera del 9 fue la heroína. Y a mitad de la canción, la energía del departamento 13 fue cancelada. Rápidamente cerraron la bodega. Subieron las escaleras, mientras el anfitrión de la reunión salía furioso. “Seguro fueron esas viejas” se escuchó entre la paz y tranquilidad del edificio de Nápoles 40. Las “viejas” disfrutaron arruinar la fiesta. La molestia de los del 13 se dejó escuchar, cuando en un intento desesperado, a grito pelón corearon “Así es la vida”, terminando con su diversión en espacio de 20 minutos.
Las proveedoras de la paz vecinal se salieron con la suya, dejando sobre la mesa la promesa que no habrá luz para el próximo “rave” organizado a las 3 de la mañana.


Ilusión amarrada

Jessica Zermeño

La tarea de conseguir el sustento se había convertido cada vez más difícil. Sobre todo en día festivo. Las calles estaban vacías. Fueron pocas las familias que salieron temprano de casa. Aún así comenzó su lento andar en busca de algunas monedas.
Su triste aspecto era el único motivo de la dádiva de los demás. Hace unos meses, aún tocaba una pequeña armónica. Aquella que encontró entre los escombros de una bolsa de basura.
Los días de música de viento habían terminado tras su último ingreso al hospital. Ese día cayó desmayado. De él se encargó la Cruz Roja. Pero a su armónica la olvidaron en la calle de Florencia.
Su vida se volvió más solitaria. Un pobre viejecillo sin música no podía más que esperar el sonido de una moneda caer en una lata. Pero la ciudad estaba vacía. Los comercios cerrados. Pocos vehículos que persuadir con una mirada. Desanimado caminó por las calles rumbo al Zócalo.
Su difícil andar lo hizo tropezar. Su visión apenas pudo reconocer aquel brillo tras las rejillas del respiradero del Metro en la avenida Chapultepec.
Una vieja armónica le llamaba a tan sólo unos 60 centímetros de distancia. Buscó un pedazo de alambre con el cual maniobrar el rescate del instrumento.
Se posó sobre la rejilla y paciente buscó la manera de sacar de ahí la que sería su única pertenencia. Tardó más de una hora. Su cansado pulso lo hacía perder el objeto. Estuvo a punto de rendirse, pero la ilusión de la música lo inspiró.
El agua había oxidado su valioso bien. Pero no lo abandonó, aprendió a obtener de esa triste armónica un sonido especial que le acompaña en días, tardes y noches de soledad. Ahora la ha amarrado a su cuello, para no volver a dejar su vida en la calle.

1/24/2005

Sin horario para matar

Jessica Zermeño

Era un viejo y ruidoso edificio de la colonia Juárez. Los más de 30 departamentos impedían la vida social entre los vecinos. Pocas personalidades eran reconocidas en los angostos pasillos. Las costumbres hacían que de alguna u otra manera se les identificara.
A los vecinos del 15 seguido los veían cocinando. Pero las vecinas de abajo, las del 9, tenían una sería queja contra ellos, pues les resultaba muy molesto que a las dos de la mañana realizaran el cambio de sus muebles.
Cierta noche, los gritos del 15 hicieron que el inquilino del 16 saliera en su auxilio. Un par de ratones de apenas unas semanas volvieron loco al edificio. Eran casi las tres de la mañana y la cacería apenas comenzaba.
Al tercer día un nuevo arrendatario volvió a perturbar la tranquilidad del lugar.
Eran las once de la noche y otra vez el arrastre de los muebles volvió a llamar la atención de las vecinas de abajo, quienes no entendían por qué sus vecinos tenían una sería obsesión con el movimiento del mobiliario del hogar.
Esa madrugada, las muchachas del nueve emprendían la tarea de preparar una rica cena a las dos de la mañana. Fue entonces cuando el correr de un peludo y diminuto ratón rompió la paz del edificio.
El grito aterrador de dos mujeres frente a la presencia de un roedor recorrió cada rincón del edificio.
Las chicas subieron a la cama. Desde ahí enfrentaron a la fiera. El ratón intentó escapar, cuando el reflejo inconsciente de una escoba en mano tapó el camino aventurado del descarado huésped.
Su frágil cuerpo quedó sin fuerza a unos pasos de la puerta. La valentía no era suficiente como para dar el golpe de gracia con la escoba. Fue entonces cuando un gentil caballero ayudó a matarlo sin remordimiento con un pisotón, con la esperanza de que eso le devolviera la calma para volver a dormir.
Ese día descubrieron que no hay hora para matar, cuando un ratón amenaza con quedarse y hacer de ese su hogar.

De tropiezos y cicatrices

JESSICA ZERMEÑO

Desde chiquita fue una niña que vivía atrapada por la fuerza de gravedad. Siempre caía. Pocas son las personas que pueden presumir de cicatrices aparatosas. Muchos por la gran inquietud de bebé por conocer el mundo. Así era Bere. Aunque algunos la creían atrabancada o distraída.
Fue una bebita apiñonada. Con poco pelito y de buen cachete. Siempre chapeado por los clásicos pellizcos en las mejillas.
Su primer gran tropiezo fue un día en casa de su abuela. Tenía como un año y medio. Regresaban de compras. La urgencia por llegar al baño la hizo tropezar y pegarse con el filo de la escalera. La abuela se espantó. Pensaron que se había sacado el ojo. Estuvo a punto de, pero no. Una gran cicatriz en forma de lágrima se alojó en su rostro. Quizá desde ahí llegó la mala racha de sus caídas.
A los cuatro años cayó rodando desde las tribunas de un Lienzo Charro. La pobre Bere rodó y rodó sin que nadie pudiera detenerla. Ese día muchos moretones y raspones la acompañaron, afortunadamente su complexión llenita le ayudó un poco a soportar.
A los siete años cayó de su vieja bicicleta, el tremendo golpe en la rodilla provocó la ira de su madre, quien ya le había advertido que tarde o temprano caería. Gran augurio, Bere siempre caía.
Con el paso del tiempo, las marcas de esa vida distraída fueron creciendo. Se rompió una muñeca, se quemó con un cigarro en la cara, sus dedos siempre quedaban atrapados en cajones y puertas del coche. Y cuando todo el mundo preguntaba por ella, era más fácil encontrarla en el suelo llorando por un nuevo moretón. Hasta llegaron a pensar que estaba salada.
Poco a poco ha ido dejando atrás esos días de cicatrices y dolores. Parece que finalmente es más cuidadosa de sí. Aún así tiene grandes historias que contar. Cada una de las huellas de esos tropiezos la ha ayudado a madurar.

Espíritu Olímpico

Jessica Zermeño

El deporte nunca había sido su fuerte. En la secundaria siempre era golpeada por los balones de básquet o de voleibol. Su resistencia para las carreras no era buena. Intentó en alguna ocasión la natación. Siempre obtenía el último lugar. Aún así deseaba llegar temprano a casa. El espíritu olímpico siempre ha contagiado hasta a los menos diestros en el deporte.
Eran las olimpiadas de Barcelona 92. Tenía tiempo de sobra para ver las trasmisiones por televisión. Poco entendía de reglas, pero tenía cierto gusto por las gimnastas. ¡Y es que quién no quiso ser una!
El gusto no era tan compatible con sus habilidades. Eso sin destacar que a los 12 años poco podía hacer ya. Entonces culpó a su madre. Aún lo hace, “por qué nunca me metió a clases de gimnasia”.
Pero a pesar de eso, tuvo acercamientos con tal disciplina. Durante esos juegos olímpicos, todo un gimnasio fue armado en la sala de la abuela. La vieja alfombra servía de área para los ejercicios libres. Ella, su hermana y una prima eran las competidoras. Otra hermana era obligada a ser el juez de la contienda.
La viga la improvisaban con dos bancos de la barra de la cocina y una madera de más de 20 centímetros de ancho. Ahí las acrobacias no eran tan espectaculares, pero era tal el riesgo que hubo varias lesiones entre las gimnastas.
Finalmente los ejercicios en las barras paralelas, eran adaptados a una sola del columpió del patio.
Los puntos en las diferentes disciplinas eran sumados. Las competidoras se ponían nerviosas al desconocer el resultado de la calificación del forzado juez. Finalmente eran nombrado el primero, segundo y tercer lugar. Y orgullosamente tomaban su lugar en el podium organizado con los sillones de la abuela. Nunca ganaría una medalla olímpica pero el sueño ficticiamente se había cumplido en aquellos días de infancia.

La reina de la calle

Jessica Zermeño

El despertador sonó a las 7 de la noche. El tiempo apremiaba. Aunque las ganas de salir de casa tampoco la apuraban. El gas se había terminado desde hacía una semana. Temía al regaderazo con agua fría, pero había que hacerlo.
El ruido de los vecinos del departamento 18 y los albañiles que taladraban el piso de uno de los comercios del viejo edificio, había perturbado su sueño. Sobre todo por el eco que siempre hacía que las conversaciones se escucharan a diestra y siniestra. Era difícil no enterarse de lo que se decía de ella.
No más de tres minutos duró el baño. El frío recorrió su cuerpo escuálido. Jamás pensó que llegaría a ser tan flaca. Las malas pasadas habían superado a los días de dietas cuando aún estudiaba la preparatoria.
Se vistió de rojo. De tela ceñida al cuerpo. Dejó su cabello suelto. Abrochó los zapatos de tacón. Sacudió el abrigo, aún con gotas de la lluvia del día anterior.
Buscó el paraguas. No estaba dispuesta a soportar el mal tiempo y encima las duchas de agua helada. Maquilló su rostro para verse mayor.
Esperó un poco antes de salir del departamento. Escuchó detrás de la puerta, para evitar el contacto visual con los vecinos. La hora siempre le ayudaba mucho. A las diez de la noche, las familias ya estaban reunidas en casa. Algunas en la cena o el debate de las tareas domésticas.
Sigilosamente intentaba callar el rechinito de la oxidada puerta. Entre los pasillos obscuros se perdía su imagen. Ya en la calle, era inevitablemente ser carcomida por las miradas de hombres y mujeres. Su pelo ocultaba su rostro apenado. Aunque con el paso de las cuadras, otra personalidad comenzaba apropiarse de ella. Su paso se volvía más pronunciado y si, el clima estaba a su favor, se despojaba del abrigo que intentaba cubrirla.
Entonces, la frágil muchacha se convierte en la reina de la calle.


Un sueño abandonado

Jessica Zermeño

Siempre pensé que sería una biologa marina. Una de las más apasionadas. Aunque nunca fue muy buena en biología, su amor por los delfines era realmente innegable. Seré biologa marina, decía sin saber que implicaba esa profesión.
El primer contacto con estos simpáticos nadadores fue en el zoológico de Aragón. Ciertos sábados solíamos salir con patines en mano, para visitar a todos los animalitos. Pero a petición de ella, entrabamos al maravilloso mundo acuático. Del cual era imposible salir secos.
Eran las buenas épocas del Zoológico de Aragón. El Acuario era una atracción que podía facinar a cualquiera. Los lobos marinos y sus ocurrencias robaban las risas de los espectadores.
Nunca olvidaré aquel viejo lobo marino, de nombre Astro, que en alguna función me declarará su amor frente a cientos de espectadores. El animal, que superaba mi altura y peso por mucho, selló nuestro amor con un tremendo beso con olor a pescado. Tampoco olvidaré como una semana más tarde, en plena función, me cambio por otra. ¡Vaya humillación conocí a mi rival!
Los delfines eran los consentidos. Los saltos. Las peropecias y espectáculo que daban hacía pensar a muchos en tener una alberca en casa para tener un animal de tal inteligencia. Ellos robaban todos los aplausos de la función.
Desde ahí ella pensó en dedicarse a entrenar y cuidar de los delfines. La familia se burló de ella. Sí no lograba enseñarle ningún truco a nuestra mascota, cómo pretendía entrenar a un delfín.
Todos contribuyeron a acabar con ese gran sueño de niña. Cada año se le llenan los ojos de ilusión cuando entra a nadar con ellos. Cerca de hora y media vive los minutos más emocionantes de su vida. Les da de comer. Los toca. Les da órdenes y guarda en imágenes de video la realidad que dejó pasar, sólo porque alguien le dijo que no lo podría lograr.

¡Una de limón!

Jessica Zermeño

Poco he de saber yo de la historia de ese mágico lugar. Pero puedo hablarles de mis recuerdos.
Era el premio por una buena calificación. Por dejarme sacar algún diente, tras una visita con la malvada dentista. Hasta para festejar cumpleaños o sacar de la depresión a algún miembro de la familia.
No recuerdo la primera vez que mis papás me llevaron a la Nevería París. Era yo muy pequeña. Pero desde entonces tomábamos todo Insurgentes hacia el Sur y casi en la esquina con Antonio Caso, papá detenía el auto. Sí, en plena avenida Insurgentes.
El lugar es tan pequeñito y está como escondido entre los grandes edificios que a veces el local pasa desapercibido.
Es como viajar en el tiempo, pues no pasa por ahí desde hace varias décadas. Ahora hay muchos jóvenes que atienden el lugar, pero antes un señor de cabello canoso y arrugas marcadas nos contaba cómo mis abuelos llevaban a mis tíos y a mi papá al sitio.
¡Ay, el travieso de tu padre!, recordaba el nevero, siempre era el primero en pedir: ¡Una de limón!
Y es que no sólo se puede hablar del lugar y la atención que sus dueños dan. Sin duda lo que la hace especial es el sabor de sus nieves y helados, nada comparado con los productos comerciales donde las manos del nevero son sustituidas por maquinas.
Poco conocedor era aquel que se atrevía a pedir un helado sencillo.
Además nunca dejamos la oportunidad de llevar un poco de la fría delicia para casa. El caos era con la gran variedad de gustos familiares. Limón, mamey, chocolate, yogurt, vainilla, piña, fresa, queso y zarzamora. Era difícil tomar una decisión. Finalmente, el sabor que fuera, al llegar a casa no duraba ni dos horas.
La receta mágica de hacer tentaciones heladas sigue pasando de padres a hijos. Esa misma ha hecho que mi familia lleve tres generaciones probando las famosas nieves de “La París”.


¡A la mañanera!

Jessica Zermeño

Un reportero sabe, desde el principio, que este oficio no tiene horarios. Es común empezar temprano, salvo sus excepciones donde el temprano se convierte en “mucho antes que los demás compañeros”. Al menos, de los del mismo periódico. Porque habrá cerca de 40 que se debaten entre quedarse en la calientita cama y llegar a las “mañaneras” de Andrés Manuel López Obrador. Cariñosamente “El Peje”.
El despertador, como máximo, puede sonar a las 5:30. Para los que viven cerca. Por el tráfico, pues ni preocuparse. A esa hora las calles, de verdad parecen las de la Ciudad de la Esperanza, porque que ilusión que uno pudiera llegar en cinco minutos a cualquier punto.
El la plancha del Zócalo Capitalino ondea la Bandera de México con el frío del alba.
A la entrada del Gobierno capitalino, siempre hay madrugadores que, como últimamente, apoyan al tabasqueño u otros que le reclaman injusticias en sus colonias.
A las seis de la mañana el salón Francisco Zarco, ubicado en el Palacio del Viejo Ayuntamiento, comienza a recibir a los noctámbulos reporteros y camarógrafos.
El fondo blanco, con letras de unicel, que dejan leer: “Gobierno del Distrito Federal; México. La ciudad de la Esperanza”, son el eterno fondo de las fotos desde hace cuatro años. Veinte sillas, cuatro micrófonos, tres bocinas, una cabinita de audio, una salita donde preparar un rico cafecito para despertar y un librero al fondo son parte de las cuatro paredes que han visto debates, buenas acciones, preguntas incómodas, desplantes y el dedito que niega de López Obrador.
Eso sí, “Nico” hace que de forma puntal el funcionario siempre entre cerca de las 6:25 a la sala de prensa. El singular acento del jefe de Gobierno hace que las cuadrillas de reporteros despierten, tomen sus lugares y alisten sus libretas, cámaras y grabadoras. “El Peje” da los buenos días y pasa a un cuarto continúo de la sala del café. A las 6:30 sale y comienza la famosa “mañanera”. La batalla por ganar la primer pregunta comienza. Él decidirá cuál es la que quiere escuchar y responder. Mientras el gremio de otras fuentes aún está en el quinto sueño.

¿Mentiras piadosas?

Jessica Zermeño

El ocio es la madre de todos los vicios. Así estaba Héctor. Viernes por la noche. Los amigos lo habían abandonado. El trabajo lo tenía aún en la oficina, mientras los otros se divertían en alguna cantina. Pensó en alcanzar la diversión. Pero tenía flojera. Navegando por la red mató el aburrimiento. Había descubierto por qué sus hijos pasaban tanto tiempo en Internet.
Encontró un chat. Al principio le costó trabajo entender como comunicarse. Eligió un nip. “El magnífico”. Ni él se la creía. Saludo a los cibernautas. La sala de relaciones amorosas parecía una buena opción para su “alma solitaria”.
De pronto una ventanita con un saludo. Hola, ¿cómo estás? No cabía de emoción. Había una chica al otro lado de la red. Todo fue cordial. Las primeras preguntas fueron tímidas y al mismo tiempo básicas para tantear el terreno. La hora de la descripción llegó. ¿Cómo eres? Sí que le fue difícil describirse. Intentó por sobre todas las cosas decir la verdad. Finalmente su retrato bien hubiera dado la foto del galán de la telenovela de las 8 de la noche. Ella, se leía como una belleza.
Pero la verdad es efímera cuando no la puedes comprobar, a menos qué... alguien quiera una cita. El corazón de Héctor latió a mil por hora. Cómo bajaría en tres días los 15 kilos que omitió en su descripción un poco manipulada. Pensó en cancelar la reunión y justo cuando lo iba ha hacer, su amiga del chat había perdido la conexión.
Dudó en asistir, pero la curiosidad era mayor. Llegó puntual a la Fuente de Cibeles. A unas cuadras de Insurgentes. Caminó como cualquiera y trató de reconocerla antes que ella a él. Claro que la chica jamás lo haría por la descripción física. Aún así la buscó. Una chica de 20 años vestida de blanco sería fácil de identificar. Y la encontró más rápido de lo que imaginó. Ya la conocía. Era su hija, esa con la que todas las noches pelea para que deje de navega por la red.

¡Baños públicos!

Baños
Ciudad
Jessica Zermeño

¡Ya fuiste al baño! Decía mamá antes de salir. No recuerdo el día que deje de escucharla, para ir como por inercia. Esa es una regla básica para todo niño.
Cuando por alguna extraña razón, el tiempo fuera de casa era excesivo siempre había otro recordatorio “No te sientes”. Ese ni falta hacía darlo. ¿Alguien puede traer a la mente un baño público decente? Nunca habrá nada como el de casa. Sin embargo en alguna ocasión me tope con lo que llamaría la peor anécdota en un baño público.
Primero descartaré las largas filas del tocador de damas en los cines. Tampoco importa el hecho de que todas quieran sus cinco minutos frente al espejo. Mucho menos, que una escuincla traviesa se salga por abajo y deje cerrado uno de los tres sanitarios.
En cierta ocasión, caminando por Plaza Garibaldi, llegó el momento que mi cuerpo pedía con urgencia un baño. Sin prestar atención seguí caminando en compañía de mi hermana. Mi razón decía que debía esperar hasta llegar a casa, sin embargo aún no podía partir de regreso, debía distraer a la festejada para no arruinar la fiesta sorpresa. Así que seguí haciéndola caminar, pero el suplicio era para mí. Con el pretexto de buscar un baño, la traje un buen rato de aquí para allá. Llegamos, no sé como al maravilloso mercado de Granaditas. Un lugar no muy seguro por cierto. Para entrar al baño pagamos dos pesos. Recibimos nuestro pedacito de papel y todavía sufrimos el tormento de la espera.
El olor no era nada agradable. Pero que más se podía pedir. Al llegar finalmente al lugar donde ya se podían ver los baños, ambas fuimos sorprendidas con semejante espectáculo. ¡No había puertas¡ Eso sí que no lo esperábamos. Algunas señoras de complexión robusta servían de puerta a alguna comadre. Otras quitadas de la pena hasta revistas leían. Pero para nosotras ya era lo suficientemente tormentoso estar en ese baño, como para que además no hubiera puertas. Súbitamente la necesidad fue controlada, mi vejiga no me lo perdonó, pero esperó hasta la comodidad de casa.

¿Papito?

Jessica Zermeño

Los días de escuela de Fer solían ser divertidos. Mamá la vestía y cargaba una pequeña maleta con ropa extra. Al llegar a la guardería cambiaba de brazos. Las maestras la recibían con mucho amor. Nunca sintió que algo le faltara. El salón de clases estaba decorado con algunos de sus dibujos.
Los días de lluvia le molestaban. No podía salir al pequeño jardín a enlodarse. Era la segunda semana del mes de junio. Todos trabajaban en una bonita manualidad. Algunos eran más diestros que otros. La dedicación era muy subjetiva. A final de cuentas los papás nunca utilizarían esa “cosa”. Lo que fuera que los niños del salón tercero B intentaran hacer.
Las maestras trataban de hacerlos ver lo mejor posible. Pocas veces lo lograban.
Fer era una niña con ciertos talentos. La pintura no era lo suyo. Pero el ingenio podía más.
Lo mejor de la semana llegaba al envolver el regalo. Ahí esperaría hasta el lunes. Si el día del padre era el domingo, pero lo celebrarían hasta el lunes.
Fer vio como la maestra guardó en el viejo y ruidoso estante su trabajo. Era más que un trabajo. Había pasado parte de su vida, toda una semana, haciendo arreglos para ese obsequio.
Por fin llegó el día. Una pequeña ceremonia. Muchos padres de familia. Era muy común ver mamás en la guardería. Pero ese era un gran día. Papá visitaba ese pequeño mundo de Fer. Participó en cierto bailable. Ese año se vistió de vaquera. Todos disfrutaron del singular evento.
Los padres pasaron entonces a los salones en busca de su regalo. Mientras los niños y niñas eran despojados de los tiernos disfraces, para regresar a la batita azul a cuadros.
Fer corrió al salón de clases. Buscó a papá. Creyó verlo. ¿Papito? Lo confundió.
Al fondo del salón mamá recogía el regalo, como cada año.


¿Un buen baño!

Jessica Zermeño

Regresaba a casa. El trabajo la tenía agotada. El sólo hecho de pensar en el trayecto hasta la comodidad de su cama, era una pesadilla. Primero corrió por las calles húmedas. El paraguas para colmo hizo de las suyas. El viento lo volteó. Vaya oso en la vía pública.
Siempre pensó que eso sólo le sucedía las niñeras malas de la película Mary Poppins, pero no. El aire ayudó a arruinar la sombrilla y que su ropa comenzara a mojarse.
Subió al tercer camión. Fue el que finalmente le hizo la parada. Estaba lleno y todos se incomodaron con su presencia. Eso de mojar a los demás a nadie le gusta.
Aguantó las malas caras y pensó en el consuelo de la esponjosa cama.
Se sentó por espacio de cinco minutos, antes de llegar a su parada final. El camión se detuvo en la esquina indicada. Fue necesario valerse sus viejas habilidades atléticas. Tomó vuelo, Se apoyó en el tubo del transporte y dio un gran brinco hasta la banqueta. Lo había logrado. Evitó aquel gran charco de agua puerca.
Caminó por la banqueta muy contenta de su gran hazaña. Cómo hubiera querido que todo el mundo viera ese gran salto. Hubo muchas dificultades, la distancia, el suelo mojado, y las cosas que venía cargando. En fin, seguro sería un gran tema de conversación en la cena.
Tras vivir aquel pequeño triunfo interior, su mente dejó de estar al pendiente de lo que sucedía a su alrededor.
Cuando decidió abandonar su fantasía, a lo lejos la rauda carrera de un auto se dejaba escuchar. Llegó al cruce dela calle, poco antes de atravesar, un Golf rojo con algunos chicos dentro dio la vuelta levantando con las llantas una gran ola de agua. sucia. Por un segundo intentó escapar de ésta. Sus habilidades esta vez fallaron .
Esos malosos la habían empapado de pies a cabeza. Las esperanzas de llegar a la cama cambiaron por un ansiado buen baño.


No me subo, no me subo!

El tráfico estaba insoportable. El calor infernal calentaba cada vez más el viejo “vocho”. La marcha de maestros los tenía a vuelta de rueda en Insurgentes. Él no podía ocultar su fastidio. Poco le faltó para pedirle a la novia que manejara el auto. Sólo que ella estaba indispuesta en los brazos de Morfeo. Su semblante reflejaba un placentero sueño.
Él acostumbraba despertarla con cualquier motivo, quizá celoso de no poder descansar.
Pero esta vez, un secuaz más molestoso y aterrador la hizo despertar. Sintió que algo cayó sobre su brazo derecho. Apenas pudo abrir los ojos. Muy borroso vislumbró una salvaje abeja postrada, quien sabe para que descabelladas intenciones, en su extremidad.
El grito ensordecedor no se hizo esperar. Y es que las mujeres son especialistas en entrar en crisis nerviosa. El caballero se molestó ante la insignificancia del asunto. Ella, valiente tomó a la abeja y la alejó de su brazo. Subió los pies al asiento y aterrada pedía auxilio, al mismo tiempo que era callada por el seudo galán. “No puedo hacer nada, voy manejando, quieres que choque” intento persuadirla.
La abeja acechaba por debajo del asiento de él. Eso la tranquilizó, hasta que la pequeña intrusa intentó invadir su espacio. Fue ahí cuando sin pensarlo decidió bajar del auto, en medio del tráfico. Él no lo podía creer. Ella prefirió caminar por la acera. ¡Total iban a vuelta de rueda! Desde el auto, el chico le pedía que subiera. Muchas negativas recibió. ¡No, no y no! Fue entonces cuando decidió buscar a la abeja. Se enfrentó a ella y acabó con su diminuto ser. Confirmado el deceso la cobarde, histérica y conflictiva mujer regresó al auto para ser la burla durante todo el trayecto de su amado.


Travesuras de antaño

Era un niño simpático. Muy regordete a sus cinco años. Era el penúltimo de cinco hermanos. Ser de los más peques tiene sus ventajas, si se sabe escapar del ojo vigilante de mamá.
Paquito siempre sabía como divertirse. Aún cuando hace 40 años no había juegos de videos. Se divertía buscando lombrices de tierra en el jardín. Si había suerte un día encontraría, a la vieja viborita que se le escapó. También era muy hábil para trepar por los marcos de las puertas. Ese viejo hobby con el paso de los años lo perdió.
Un día jugando a las escondidillas, olvidó a su hermano en el refrigerador. Pobre de Paquito, de milagro el “manito” aún seguía vivo.
Los días de castigo fueron difíciles. Todo le estaba prohibido. Triste desde su cuarto miró la lluvia caer. ¡Que ganas le dieron de salir a mojarse! Pero eso sería un nuevo castigo. No podía evitar la fantasía de verse brincotear entre los charcos que se hacían en la calle con rapidez.
Y fue cuando los charcos comenzaron a volverse una especie de canal. La calle se había inundado. Pocos se atrevían a meter un pie en el agua que corría a buena velocidad rumbo a la coladera más cercana. Las ansias y la mente inventiva lo hizo arriesgarse. Decidido salió del cuarto. No hizo ruido, para no alertar a mamá de la nueva travesura que estaba por pasar.
El hermano al que casi hizo paleta, lo siguió. Paquito, como siempre al frente. Ideando, maniatando la diversión. Tomó una tina. De esas grandes de aluminio donde mamá lavaba la ropa. Abrió la puerta del zaguán. Ante sus ojos, seguro vio el Río Amazonas y sin pensarlo puso la tina en la corriente de agua y trepó en ella. El hermano paleta esta vez no lo acompañó en la aventura.
Y así fue conquistando los choques de la corriente con las casas. Las pequeñas manitas daban dirección y ruta en aquel camino. Y cuando el fluido lo apartaba de la aventura, bajaba del “bote”, lo volvía a empujar “río arriba” y se volvía a tirar.
Afortunadamente la aventura fluvial no tuvo castigo, pero si una fuerte gripa que bastó para tenerlo por un rato quieto en la cama.
Hoy, cada que veo las inundaciones en Insurgentes me gustaría lanzarme a la aventura y igual que papá.