1/24/2005

De tropiezos y cicatrices

JESSICA ZERMEÑO

Desde chiquita fue una niña que vivía atrapada por la fuerza de gravedad. Siempre caía. Pocas son las personas que pueden presumir de cicatrices aparatosas. Muchos por la gran inquietud de bebé por conocer el mundo. Así era Bere. Aunque algunos la creían atrabancada o distraída.
Fue una bebita apiñonada. Con poco pelito y de buen cachete. Siempre chapeado por los clásicos pellizcos en las mejillas.
Su primer gran tropiezo fue un día en casa de su abuela. Tenía como un año y medio. Regresaban de compras. La urgencia por llegar al baño la hizo tropezar y pegarse con el filo de la escalera. La abuela se espantó. Pensaron que se había sacado el ojo. Estuvo a punto de, pero no. Una gran cicatriz en forma de lágrima se alojó en su rostro. Quizá desde ahí llegó la mala racha de sus caídas.
A los cuatro años cayó rodando desde las tribunas de un Lienzo Charro. La pobre Bere rodó y rodó sin que nadie pudiera detenerla. Ese día muchos moretones y raspones la acompañaron, afortunadamente su complexión llenita le ayudó un poco a soportar.
A los siete años cayó de su vieja bicicleta, el tremendo golpe en la rodilla provocó la ira de su madre, quien ya le había advertido que tarde o temprano caería. Gran augurio, Bere siempre caía.
Con el paso del tiempo, las marcas de esa vida distraída fueron creciendo. Se rompió una muñeca, se quemó con un cigarro en la cara, sus dedos siempre quedaban atrapados en cajones y puertas del coche. Y cuando todo el mundo preguntaba por ella, era más fácil encontrarla en el suelo llorando por un nuevo moretón. Hasta llegaron a pensar que estaba salada.
Poco a poco ha ido dejando atrás esos días de cicatrices y dolores. Parece que finalmente es más cuidadosa de sí. Aún así tiene grandes historias que contar. Cada una de las huellas de esos tropiezos la ha ayudado a madurar.

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