12/27/2004

Despropósitos de Año Nuevo

Carlos Alberto Patiño

Dados, como somos los humanos, a la celebración de los ciclos, el que comience un año nos pone en situación festiva, eufórica y colmada de buenos deseos.
Pero yo, en este cambio de calendario, no tengo buenos propósitos. Si acaso se me ocurren puros desatinos, como los que perpetró don Quijote en la Sierra Morena para atraer la benevolencia de la sin par Dulcinea del Toboso.
También me da por augurarme un periodo dificultoso, como el que le espera al jefe de Gobierno, según él mismo ha dicho.
Pero a diferencia del Peje, a mí no me han servido de entrenamiento los últimos meses. Es que, aún sin tener videoescándalos que me ronden, estoy seguro de que voy a meter la pata en los mismos agujeros. Nada hay que me haga pensar que no volveré a tropezar con la misma piedra.
Esa piedra que lanzará, como siempre, una esbelta y pequeña mano, pecosilla y con un lunar en la palma, para más señas.
Y ya en plan negativo, las perspectivas son de lo más negro... Como siempre, con esa piedrezuela que me llega a pesar como una roca
Sin embargo, estoy cierto de que voy a dar con el mismo escollo en la misma vereda. Eso no tiene remedio.
Debo reconocer que me encanta transitar por esa senda, y ni modo, que venga como venga.
Acaso mis prospectivas están erradas, Quién quita y este año mejore el panorama...
Ya ven, ya me estoy inclinando hacia el lado de los buenos deseos.
Así que aprovecho para pedirle a los lectores de este espacio que no se dejen convencer por un cronista mal temperado y en vena pesimista.
Que el próximo año sea mejor para todos.
Vale.



12/23/2004

Inolvidable Navidad

JESSICA ZERMEÑO
Era diciembre de 1992. La familia poco a poco llegaba a la casa de mis abuelitos paternos. Cinco tíos, todos casados, y 11 nietos hacían que esas reuniones tuvieran mucho calor de hogar.
Raquelito, mi abuelita, se esmeraba en preparar una rica cena, con ayuda de sus acomedidas nueras Mary, Miriam y Marce. Los hijos Zermeño, de vez en cuando visitaban la cocina para ver qué podían picar., mientras los nietos gritaban y corrían por toda la casa. Don Epi, mi abuelo, nos contaba historias a los nietos mayores sobre las travesuras de nuestros padres.
Esa Navidad sería especial. La cena estuvo, como siempre, muy rica, pues las manos delos hombres y mujeres de esa familia siempre han tenido un buen sazón, por lo menos en Navidad.
Recuerdo que terminada la cena, todos los primos insistíamos en regresar a casa. La espera del 24 era insoportable . La carta al Niño Dios o al, ya famoso en México, Santa Claus, la teníamos a veces antes de que el mismo árbol navideño fuera instalado en la sala.
Pero esa noche nuestros padres estaban muy entrados en la plática. Nadie se quería ir. Los niños estábamos desesperados, aburridos, intentando dormir o con la esperanza de que los regalos ya estuvieran esperándonos en el arbolito.
Mi abuelita, quiso animarnos, pero ni la famosa “magia celestina” nos hizo salir del berrinche. Fue entonces cuando mi tío Rodolfo advirtió sobre un extraño ruido en la azotea. El tío Toño, se preparaba a para asustar a los ladrones, cundo Ricardo, el hermano menor planteó la hipótesis de que era el gordo vestido de rojo, que nos visitaba.
Los tres tíos al frente de 11 sobrinos desesperados por regalos, emprendieron una silenciosa búsqueda del hombre de la barba blanca. Intentamos no hacer ruido y observamos a través de las ventanas de la recámara, pero llegamos tarde. Sólo se escuchó repicar unos cascabeles en el cielo y hubo quien juró haber visto a Santa y a su trineo.
Bajamos tristes por las escaleras. Habíamos asustado a Santa, y no habría regalos hasta el siguiente año. Fue entonces cuando las carcajadas de mi tío Pinos y de Pancho rompieron con la tristeza. Nos señalaron los muchos obsequios que nos esperaban junto con una sorpresa mayor. En el jardín de la abuela había aterrizado una casita de madera con 11 botitas de dulces, cada una con nuestros nombres garbados.
La verdad es que la magia de esa noche jamás se me olvidará.
Feliz Navidad.


12/21/2004

Derecho, sigue derecho

Carlos Alberto Patiño

¿Por dónde?, preguntó Gerardo. Derecho, respondió Jorge. Tú, síguete derecho.
Era la víspera de la Nochebuena.
Gerardo, el conductor que preguntaba por el rumbo que seguiríamos acaba de recibir un vocho del año como regalo.
Todavía ignoro por qué méritos se lo dieron, pues era imposible que fuera por sus calificaciones. El asunto es que en cuanto supo que recibiría las llaves del autito, llamó a mi hermano y a otros amigos para mostrarnos su obsequio.
Y nos apersonamos en su casa. Ni modo de recibir un auto sólo para verlo, así que a dar una vuelta.
-Ahorita regresamos, mamá, nada más vamos a probarlo.
Enfilamos por Insurgentes, con la idea de ir a parar a un café un rato y volver.
Pero nadie decidía dónde, así que seguíamos de frente. A la altura de San Angel, volvió a preguntar Gerardo. Derecho, respondió ahora el Roger.
¿Por dónde?, volvió a preguntar nuestro recién estrenado chofer, ya cuando íbamos por San Fernando. Derecho, le dije, Tú, sigue derecho.
En la caseta de la autopista a Cuernavaca, Gerardo ya no hizo la misma pregunta, sólo dijo derecho, seguimos derecho.
Bien, pensé, una vueltecita por la carretera servirá para aflojar la máquina.
En Cuernavaca, nos consultamos. Tomamos el café aquí o seguimos. Derecho, afirmamos todos. Sigamos derecho.
¿Saben? Yo no conozco el mar, comentó el dueño del coche.
Ya nadie volvió a preguntar. Un poco para disculparnos a nosotros mismos, nos decíamos, tomamos el café, y nos regresamos.
Y así fue. Llegamos a una cafetería de Acapulco, pedimos algo más que café, y antes de emprender el retorno, Gerardo se paró frente a la playa.
-Está imponente el mar, exclamó. Acto seguido se quitó los zapatos y fue a meter los pies al agua. Sólo eso.
Volvió, nos subimos al carro y tomamos la carretera.
Excuso decirles cómo nos fue a todos en nuestras respectivas casas por desaparecer sin avisar. Por poco y nos quedamos sin cena y sin regalos.
Contra nuestros temores, Gerardo conservó el vocho. No mucho tiempo, porque terminó por estrellarlo en una fea curva del Pedregal.


12/15/2004

P.D. ¡Cómo los extraño...!.

JESSICA ZERMEÑO

La casa estaba vacía. Salió aprisa y olvidó cerrar su vieja libreta de recuerdos. Una especie de diario, al cual recurría sólo cuando la pena era más grande que las ganas de seguir. Así, entre hojas viejas y letras corridas por lágrimas, se alcanzaba a leer un poco de su dolor:
Sólo faltaba un día. La celebración del 12 de diciembre era doble tradición: la clásica comida para festejar a la tía Lupe y el sorteo de nombres para hacer intercambio de regalos para la Nochebuena. Todos los años era lo mismo, sí, era una comida de "festejo" pero al fin y al cabo un domingo como todos Ðvisita en casa de la abuela-. Mis pláticas interminables con los primos, los tíos preguntando del trabajo y las madres metidas en el tema de la fe. En fin, nuestros temas de sobremesa. Creo que lo más emocionante era cuando cada cual escogía el papelito para saber a quién tenía que comprar un regalo. Al primo sangrón, la tía exigente o aquel primo que siempre le regalan ropa interior. Aún así mi necesidad de esos momentos, esta vez se triplicó. La abuela murió hace unos años, claro la familia se dispersó un poco. No como yo. Aún cuando era una reunión familiar de vez en vez caía algún amigo entrañable de la familia.
Llego el día, esa mañana me sentí como si fuera ir a la gran fiesta, ya no era un domingo más. No sólo me alegraba saber que vería mi familia consanguínea. Ahora también sería una visita para papá, mamá, Gaby y Tinito. Hace tres semanas no los veo y cinco meses que salí de casa. P.D. ¡Cómo los extraño...!

12/07/2004

Adolescencia recobrada

Carlos Alberto Patiño

Yo soy abuelo. No es que sea muy viejo, es que mi precoz hija menor nos adelantó el estatus a toda la familia. Pero no quiero escribirles de eso hoy, pues excedería a la enésima potencia el espacio de las Crónicas al vuelo si les contara un poquito de mi nieto.
No. La referencia a mi condición va por otro lado.
Allá, cuando era yo un adolescente desgarbado, conocí en un tranvía a una muchachita que me robó el corazón (y aún se niega a devolverlo).
Por los vuelcos que da la vida ( y como dice la canción, no son como yo pensaba), ella fue a vivir a Canadá, donde conoció a un simpático desertor de la guerra de Vietnam, y se casó con él.
Cuando hubo amnistía, se fueron a vivir a Estados Unidos y procrearon a una niña que es ahora ya toda una mujer.
Aquella bellísima nunca novia mía no ha perdido el contacto conmigo. De hecho, la ahora célebre doctora en lingüística, especialista en maya-kachiquel, cada vez que vuelve a México, con una frecuencia que yo desearía mayor, me busca.
La última vez que vino, la fui a visitar a la casa de su familia, en Mutualismo, uno de esos, mis rumbos recurrentes.
El asunto es que allí me topé con su madre, y digo me topé, con el verbo que nunca usó Cervantes cuando el Quijote dio con la iglesia del Toboso, porque las pasé duras cuando era un iluso pretendiente.
Ya les digo que soy abuelo y que ella, la entonces chica del tranvía, es madre de una jovencita en edad de merecer, como decían los clásicos.
Pues esas circunstancias no le bastaron a la santa señora. Desde que llegué me hizo sentir como al chamaco atolondrado que rondaba con serenatas la ventana de su hija. A lo largo de la noche no dejó de dar vueltas por la sala con cualquier pretexto para mirar el reloj y poner cara de “las vistas tienen sueño”. Vamos, casi como las miradas que yo uso con los yernos que no me caen bien ( y son todos, según mis hijas).
Fue entre divertido y extraño, pero quizá deba agradecerle que esa noche me devolvió la adolescencia.


cronicasalvuelo@yahoo.com

12/06/2004

Rumbos recurrentes (II)

Carlos Alberto Patiño

Ya les había contado de los rumbos recurrentes. Si algún lector hay por ahí, quizá recordará la historia de Tacubaya. Entonces prometí hablarles de algunas calles de la colonia Juárez.
Con esa zona recurrente mi relación comenzó en la secundaria. Las tareas me llevaron a buscar una biblioteca, y fui a dar a la Benjamín Franklin, en Londres y Berlín.
No me quedaba cerca, pero me gustaba. Además, el camión de la línea Popo-Sur 73-colonia del Valle, pasaba frente a mi casa, a la vuelta de la Alberca Olímpica, y me dejaba en la esquina de la biblioteca.
Años después, cuando estudiaba la apasionante carrera que me tiene aquí tecleando, por cuestiones académicas y de otros amoríos, hube de frecuentar el despacho de un celebérrimo columnista y profesor de la UNAM, que se ubicaba en la calle de Nápoles y luego en Insurgentes, a unos metros de la ya inexistente librería Hamburgo.
Ya sabedor de que hay rumbos recurrentes, no me sorprendió regresar a Nápoles y Liverpool como cliente de una cafetería que está ahí.
Después, un periódico en el que había trabajado se mudó a Londres, entre Nápoles y Dinamarca. ¿Y eso qué, dirán, si ya no trabajaba ahí?.
Sin embargo, ahí laboraba entonces una pelirrojita, queridísima amiga, que ya apareció en la historia de Tacubaya. Y heme, aunque esporádicamente, de nuevo por la zona.
Ella ya no labora en ese medio, pero para rematar, se fue a vivir, no hace mucho, a la calle de... Nápoles, a una cuadra de la que fue sede del Ateneo de Angangueo, oficina de mi profesor.
Así que tampoco me puedo desprender de esas calles de la Juárez.
Queda para una tercera entrega el recurrente rumbo de la Roma.

12/01/2004

Rumbos recurrentes (I)

Carlos Alberto Patiño

Hay rumbos de la ciudad que se entrometen. Por más que uno no tiene un interés particular por determinada zona, irremediablemente acaba por acudir ahí.
Tal me sucede, por ejemplo, con el área Escandón-Tacubaya. Y con algunas calles de la colonia Juárez.
En la primera, todo comenzó muy temprano, pues ahí viví y asistí al kínder. Era realmente pequeño cuando nos mudamos de la casona de Martí y Carlos B. Zetina. No fue un abandono completo, pues mi abuela vivía en Ciencias, y eso hacía obligatorio el regreso. Nada extraño, dirán, pero déjenme que les cuente.
A ella le compraron una casa en un suburbio, así que la zona debió quedar en el olvido.
Excepto que a mi madre se le ocurrió inscribirme en la preparatoria de la universidad que está en Benjamín Franklin, a dos cuadras del que fue mi kínder en Carlos B. Zetina. Tres años de asistir con regularidad a Tacubaya, bueno. Sólo que los caminos de la vida... Un viaje en el tranvía me llevó a conocer a una chiquilla de la secundaria 8 que me robó el corazón (y todavía no lo devuelve). Vive su familia en Mutualismo, no muy lejos mis primeras calles de la zona. Así que no pude alejarme del rumbo.
Pasaron los años. Mis hijas necesitaban una primaria y una preparatoria. Las inscribí en el colegio Luis Vives. Frente a mi prepa, en la calle Carlos B. Zetina, la de mi preescolar.
Luego, por razones que no vienen al caso, la mayor pasó a una preparatoria de la cerrada de la Paz, en la misma colonia. En esa época me aclientelé en un cafecillo de la esquina de Progreso y Ciencias.
Luego mis hijas fueron a otras escuelas.
Y ya me creía libre de la región, cuando una entrañable amiguita pelirroja comenzó a trabajar en una revista cuyas oficinas están en... cerrada de la Paz y Progreso. El cafetín de la esquina de Ciencias, con las mismas dependientas, nos sirvió como lugar de encuentros.
Ya me resigné. Seguro que, aunque ahora no sé para qué, he de volver al rumbo.
La historia de la Juárez... para la próxima.