Jessica Zermeño
No era la típica familia mexicana. Aquella que podía sentarse a la mesa a platicar de las tareas escolares, de los problemas en la empresa y mucho menos de las próximas vacaciones de diciembre.
Su vida era errante. Un día fueron sorprendidos por la lluvia bajo el cobertizo de un local clausurado. El amplio techo de la entrada los protegió esa noche.
Desde ese día descubrieron un buen sitio donde vivir. Poco a poco fueron acondicionando el lugar.
El padre consiguió algunos costales. Entre las sobras de las cajas que generaba un centro de autoservicio recolectó grandes piezas de cartón que sirvieron para tener más intimidad en la nueva casa.
La madre se encargó de mantener limpio y acogedor el pequeño espacio bajo el cobertizo del inmueble.
Se volvieron personas muy trabajadoras en el semáforo de la esquina. La famosa casita de costal había tenido tal éxito que hasta visitas sociales recibía. Habían logrado nuevos amigos. De igual condición.
Cierto día fue extraño ver que al parecer se habían mudado, pero con todo y casa. No había más costales, no estaba el húmedo cartón y el rastro de aquella familia no estaba a su alrededor.
¿La familia había decidido irse? No. Alguien había ayudado a que su partida fuera apresurada. Nadie supo cómo fueron desalojados, a dónde fueron a dar sus pertenencias y finalmente nadie supo qué pasó con ellos.
Hoy todos conocen la entrada de aquel antro que fuera clausurado en tiempos de la delegada Dolores Padierna. Es tan extraño ver la puerta negra que durante meses fue la vivienda ideal de aquellos que hoy nada han de poseer.
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