4/03/2005

Bolita y pollo

Carlos Alberto Patiño

Solía pasar las vacaciones de la secundaria en un taller de grabado. Era de un mi tío que me empleaba como chalán.
Ahí aprendí los secretos para hacer que la luz del sol produjera “charolas” de periodistas y judiciales. Tintas, ácidos, esmaltes, lijas y otra serie de artefactos intervenían en la labor.
Llegaba yo como a las ocho (ese “como” es una licencia poética para no hablar de cierto margen de impuntualidad).
Durante el día, la radio reproducía noticias, radionovelas como Kalimán y El Ojo de Vidrio. Un locutor, a quien llamaban el “Pico de oro”, se dedicaba a dar nota roja y promovía al celebérrimo Instituto Patrulla. ¡Imagínese!, apostillaba, cada vez que terminaba de dar una noticia espeluznante.
Como a las doce del día, aparecía don Pepe, el cerrajero, o su ayudante, Melquíades. La visita era interesada. Venían a proponer una “bolita” por los refrescos.
El juego era simple. El organizador trazaba en un papel tantas líneas como participantes había. En el extremo de una ponía un pequeño círculo. Luego, doblaba la hoja para ocultar la marca y cada uno elegía una línea. El que atinaba a la señal, pagaba los refrescos.
Todo iba bien, excepto cuando me tocaba pagar. Porque el trabajo era “voluntario”.
Había que hacer algo.
Así que con la asesoría de otro tío, se organizó la rifa del pollo.
Compraba un pollo asado, papas, rajas, tortillas, refrescos y alguna golosina. Luego me lanzaba al negocio de mi padre, a unos pasos del taller de mi tío, para vender los boletos a los empelados.
A la hora de la comida se realizaba el magno sorteo, y yo obtenía una pequeña utilidad que me permitía afrontar con dignidad el juego de la bolita.
Las primeras rifas fueron un éxito, pero como los ganadores debían compartir el premio con sus compañeros, empezó a no resultarles tan atractivo el asunto.
La solución era duplicar el premio, con el consecuente incremento en el precio para los participantes, lo que los alejaría aun más.
Llegó el momento en el que me quedé con el pollo por la escasa venta de boletos. Apenas salí a mano.
Languideció y se extinguió el negocio.
Y mi honor de apostador, qué.
Por suerte, se terminaron las vacaciones.

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