11/22/2004

La diferencia que hacen los demás

Jessica Zermeño

El viejo despertador una vez más se había quedado parado. Se sentó en la cama un poco angustiado. Sus pies tocaron el frío piso. Buscó las pantuflas. Caminó diez pasos hacia el baño. Su mano izquierda buscó la llave del agua caliente. El torrente líquido comenzó a salir. Se duchó apresurado.
Salió del baño. Tomó uno de los trajes al azar. Lo bueno era que todo estaba ya listo en el gancho. Se vistió rápidamente. Tomó su bastón y salió de casa.
Se puso sus gafas oscuras. Podía sentir los rayos del sol calentando su piel. Levantó el rostro. Salió de casa y camino cerca de 25 pasos hacia la avenida Balderas.
En el camino el delicioso olor a pan recién horneado hizo que los aires contaminados de la ciudad se perdieran por cuestión de momentos.
Aunque había prisa, era necesario esperar el microbús indicado. Llegó a la parada. Nadie a su alrededor. Las cosas serían más difíciles.
Luego de diez minutos alguien hizo la parada. Entonces aprovechó para preguntarle al chofer: “Pasa por Antonio Caso”. Sí, respondió el conductor. Subió. Afortunadamente una mujer se levantó de su asiento para bajar en la siguiente esquina. Una mano le indicó el lugar que quedó vacío. Una voz cálida le anunció que él le indicaría donde bajar, pues también lo haría en esa calle.
Agradeció la amabilidad de los usuarios de esa combi. Los semáforos en verde permitieron la rápida llegada a su destino. Bajó entonces acompañado de cinco pasajeros más. Esperó paciente el retiro del microbús. Alistó su sentido auditivo y atravesó la peligrosa calle sin más ayuda. Poco a poco, con bastón en mano se perdió entre la gente de esta ciudad, sin más diferencia que aquella que los hombres hacen al notar su ceguera.

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